Y, por eso mismo, temas tan polémicos como el aborto se han terminado por dirimir a base de la democracia directa en algunos países católicos, como España e Italia. Sin embargo, el propio procedimiento democrático es sujeto de críticas y cuestionamientos por grupos radicales que están en favor o en contra de la despenalización, pues cuestionan que algo tan esencial pueda ser sometido a votación (ni de los legisladores ni del cuerpo ciudadano). Lo consideran algo que, por su naturaleza, no puede ni debe ser decidido mediante la regla de mayoría, al ser un tema —dicen— que trasciende a los números y los votos. Muchos de quienes están en contra de la despenalización advierten que la vida de un ser humano no puede ser sujeta a un procedimiento censatario. Que se trata de un derecho natural (y divino) que no puede violentarse porque una mayoría legislativa o ciudadana se pronuncie en ese sentido. Por su parte, los más radicales promotores de la despenalización sienten que el derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo y su tipo de vida es también algo que está —o debería estar— por encima de la voluntad ciudadana. Que es un derecho inherente y propio de las mujeres que puedan experimentar ese dilema y, por tanto, más allá de procesos políticos.
En principio, ambos bloques tendrían la razón a partir de sus propias premisas. Pero ello sería posible y adecuado sólo si todos compartiéramos las mismas convicciones al respecto. Si todos estuviéramos seguros de que la vida se inicia en la concepción misma, probablemente estaríamos contra la legalización del aborto (incluso en casos de violación, si además fuéramos congruentes). Y si todos creyéramos que es derecho exclusivo y natural de la mujer decidir si interrumpe o no un embarazo no deseado, sería ya algo permitido sin necesidad de tanto jaleo. Pero justamente porque no hay consenso al respecto —ni lo habrá tratándose de posturas irreductibles— es que la democracia (sea en su expresión representativa o directa) es prácticamente el único método civilizado para dirimir tan espinosos dilemas. La otra opción es la confrontación de los grupos que están en favor o en contra, o las amenazas de muerte de "Guardias Nacionales" y otros grupos fundamentalistas (amagos minimizados por la dirigente del PAN capitalino, muy preocupada, eso sí, por la defensa de la vida).
La propuesta de someter lo del aborto a referéndum tiene un trasfondo estratégico. No es que quienes lo solicitan sean inequívocamente democráticos. Pueden serlo o no (normalmente, su propensión a imponer a todos sus propios criterios sugiere lo segundo). Pero ante el hecho de que el PAN tiene sólo 17 de 66 curules en la Asamblea del Distrito Federal, con un referéndum se abría la posibilidad de que los grupos que se oponen a despenalizar el aborto se movilicen en mayor medida que quienes apoyan la reforma. Y hay fundamento en ese cálculo. Aunque varias encuestas sugieren que en la capital la mayoría de los ciudadanos están por despenalizar el aborto, muchos de ellos podrían no concurrir a las urnas, al no ver en ese asunto algo directamente relacionado con su problemática personal. En cambio, los grupos conservadores seguramente acudirían en masa, dada su enorme oposición a la ley.
Pero el referéndum tiene fuertes límites en el DF. De acuerdo con la Ley de Participación Ciudadana del DF, la solicitud del referéndum requiere de 0.5 % de firmas inscritas en el padrón electoral (como 300 mil, cotejadas por el Instituto Electoral del Distrito Federal) o lo pueden hacer uno o más diputados locales. La decisión de realizarlo lo toma una mayoría calificada de la Asamblea. En todo caso, el resultado del referéndum no es vinculante para la Asamblea, sino será tomada sólo como un elemento más en su deliberación interna. En ese sentido, esta figura de democracia directa está actualmente tan limitada que resulta una consulta simbólica, y que no merece mucho el esfuerzo. Habría que pensar en convertirla en un mecanismo eficaz de toma de decisiones, aunque sea en casos extraordinarios, como lo es el aborto.
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