A propósito de diversos temas del debate público mexicano que hoy han entrado en colisión, los líderes de esta institución religiosa se muestran poco diestros para deliberar con quienes no comparten su respectiva visión de las cosas.
En lugar de dialogar con el estoicismo moral que se requiere para respetar al otro en una sociedad plural, la curia católica ha optado por demoler la reputación de quienes, por sus ideas y convicciones, difieren de los mandatos del papado romano.
Ha sido frente al tema de la despenalización del aborto en la ciudad de México donde su intolerancia se manifiesta con mayor descaro. Desde su religiosa tribuna se han escuchado declaraciones rudas y excesivas que muy poco ayudan a la exposición de los argumentos.
Para exhibir la naturaleza de este comportamiento tiene sentido retomar aquí algunas líneas del comunicado de prensa que el señor Hugo Valdemar Romero Ascensión, vocero de la Arquidiócesis Primada de México, envió a los medios de comunicación a finales del mes pasado:
"Los grupúsculos feministas van a hacer una marcha para matar a los bebés y a los niños. ellas seguramente llevarán a la Santa Muerte al frente porque son protagonistas de la muerte, del homicidio, del holocausto de la masacre de los niños no nacidos, ellas pugnan por la carnicería cruel, espantosa, injusta que es el aborto. estos grupos muestran un complejo de inferioridad terrible y el enorme odio que tienen a su género." Esta declaración destila mucha bilis y poca reflexión. Trasluce odio y deseo de castigo en contra de quienes no comparten la prédica católica ortodoxa. No hay en ella ánimo alguno de razonar o de explicarse, sino descalificación pura e implacable. No hay en ella humildad, prudencia o serenidad, sino rabia.
En una democracia, nadie debería oponerse a que esta Iglesia haga uso amplio de la libertad para expresar sus convicciones. Como cualquier otra organización religiosa, ella está en todo su derecho para hacer proselitismo a favor de sus causas, para promover los valores de su fe, y también para intentar influir en la conciencia de los creyentes.
Sin embargo, en esta ocasión se presenta un exceso en el ejercicio de ese derecho. Una cosa es participar en el espacio público defendiendo las motivaciones propias y otra muy diferente es pretender aplastar arbitrariamente las del otro. Justo ahí donde las razones hubiesen sido muy necesarias, han sido colocados ácido y pólvora verbales.
La política democrática no sólo aspira a ganar poder, sino también a construir complejas reflexiones. Ha de ser vista como un creativo instrumento para tejer una ética compartida entre las muchas morales subsistentes dentro de la sociedad.
En palabras de Junger Habermas, la ética deliberativa de la democracia exige que todas las partes configuren voluntaria y conscientemente relaciones de reconocimiento recíproco entre individuos libres e iguales. Y para que tal cosa ocurra es necesario que unos desciendan del púlpito propio para razonar, mientras otros reciben respeto amplio a la hora de usar su voz y manifestar sus pensamientos.
¿Dónde dejó la Iglesia esa inteligencia tan notable de Erasmo de Rotterdam o de tantos otros de sus más admirados hombres y mujeres que en otros tiempos supieron trascender la pequeñez de la moral personal para construir un lugar habitable para toda la comunidad?
Al hacerse de este tono rijoso, la Iglesia católica mexicana se está pareciendo cada día más a otras expresiones religiosas fundamentalistas. Fragua una inquisición de nuevo cuño, una réplica contemporánea y muy poco evolucionada de la persecución religiosa.
Este fundamentalismo, no sobra decirlo, es el peor mal de nuestros tiempos. Su fuerza es infinita para derrumbar sociedades, destruir instituciones y despedazar a los Estados. Es la antítesis de la responsabilidad para con el semejante y enemigo acérrimo del consenso social requerido para vivir en paz y de acuerdo con la conciencia propia.
Con su prédica flamígera y fustigante, la Iglesia católica mexicana demuestra que no ha celebrado todavía la revisión de sus valores, prácticas y tradiciones más autoritarios. O peor aún, que no sabe cómo actuar y moverse en el nuevo escenario democrático mexicano.
El aporte que con su cerrazón impone es diametralmente opuesto al modelaje de una sociedad que aprecia el diálogo y la deliberación instruida de los asuntos públicos.
Nadie le está pidiendo a esta Iglesia que modifique las razones de su fe. La cuestión es muy otra: que en los temas del poder civil, los líderes religiosos dejen por un momento su altiva investidura para tratar con igualdad y reciprocidad a quienes no comparten sus mismos principios morales.
En México urgen iglesias que sepan actuar en un contexto político y social con aspiraciones democráticas. Iglesias que se deshagan del mapa mental opresivo a través del cual este país resolvió antes sus conflictos; iglesias que se hagan cargo de la ética necesaria para promover la cooperación entre personas presumiblemente responsables y todas respetables.
Hombres y mujeres en todo el mundo se encuentran hoy a la caza de una nueva espiritualidad. Sin embargo, tal cosa no tendría por qué implicar una conversión hacia lo dogmático. Ese es precisamente el gran aporte que la ética podría ofrecer a las religiones: un cuestionamiento racional y razonable para que en la búsqueda de lo espiritual el dogmatismo y su consecuencia más inmediata, el fundamentalismo, queden desterrados.
Ahora resulta evidente que la Iglesia católica habrá de invertir mucha de su fuerza espiritual para adaptarse a la nueva ética democrática que el resto de los mexicanos estamos construyendo para coexistir libre, pacífica y solidariamente.
Sin embargo, concurrir a un espacio público concebido como democrático lleva a humanizarse, es decir, a utilizar el espíritu para dejar atrás la soberbia y la arrogancia de lo sobrehumano.
Analista político
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