Asistí a la ceremonia en la que el Senado entregó, post mortem, la presea Belisario Domínguez a Carlos Castillo Peraza. La recibió su viuda, Julieta López Morales, y en nombre de la familia agradeció el segundo de los tres hijos, Julio Castillo, quien, greñudo y barbón, hizo una intervención breve y buena. Dijo algo que me pareció esencial: se reconocía el valor de las ideas.
Acto emotivo, se removieron recuerdos; había una significación especial en el contraste mismo del reconocimiento en ausencia, y los actores que participaron en la ceremonia y los que no quisieron estar. Lo primero que se me vino a la mente es que en vida Carlos no habría recibido ese galardón. La vocación pluralista de la clase política mexicana sólo encuentra motivo para reconocer y escuchar al otro a partir de la muerte. Así sucedió con Luis Donaldo Colosio, José Ángel Conchello, Heberto Castillo. Luego pensé en el discurso que habría pronunciado en este momento del país, delante del presidente Felipe Calderón, y más sentí la ausencia del yucateco y la interrupción de esa tarea reflexiva y deliberativa.
Fue un pensador del México que en más de un sentido vivimos. Del PAN fue ideólogo destacado, en la línea doctrinal que Efraín Gonzalez Morfín reforzó de la visión de los fundadores, y que en plataformas e iniciativas de ley concretara Adolfo Christlieb Ibarrola. Eslabón de esa cadena de humanistas y solidaristas que quisieron llevar a Acción Nacional a una posición de centro, y en otros casos a recuperar su talante socialcristiano.
La aportación de las luces brillantes que Carlos aportó al proceso de transición política y cómo comprendió el momento, lo definió y lo procesó en conceptos extraordinarios de política, economía, cultura y sociedad, no está en duda ni la disminuye el hueco que los legisladores del PRD hicieron en la ceremonia, atrapados en el discurso intolerante de su excandidato presidencial. Quizá ese desdén es el mejor tributo que la mediocridad brinda al talento. Y uno de los principales talentos de Carlos, asumidos como dones, fue afirmar sus creencias, defender sus convicciones, sostener sus principios, sin dejar de escuchar al otro, que es diversidad cultural y pluralidad política. Por eso pudo construir un diálogo más allá de la política, con hombres y mujeres de distintas ideologías.
Fue polifacético, como dijo Julio, su hijo. En su libro El PAN nuestro, Carlos Castillo Peraza explicó su fe, su vocación profesional y su militancia política en un conjunto de desempeños que lo cruzaron en su vida y en los que dio testimonio de entrega y valor. “La amistad —dice— me llevó a la militancia apostólica, y ésta a la política; la necesidad me condujo al periodismo, y éste a la filosofía. Las urgencias de mi país me obligaron a asumir responsabilidades en el ámbito de un partido —AN—, como dirigente, candidato, aficionado a la filosofía y periodista”.
Y, en efecto, después de haber sido todo eso, uno de los más preclaros exponentes y referentes ideológicos de AN, y sostener una militancia que vino desde la carpintería electoral hasta ser el máximo dirigente de la institución, a todo lo cual llegó “sin haber sido hijo de marineros, ni heredero de armadores, ni asignatario de navieros”, Castillo Peraza dejó el partido, y se concretó a la tarea intelectual que concibió como regreso a su ruta original: “Consagrarme única y exclusivamente al trabajo que considero específicamente mío, durante el tiempo que Dios me conceda aún de vida”.
Frente a los vientos fríos de los tiempos que vivía, el navegante decidió emprender “la ruta del solitario”.
Discutí con él su renuncia al partido, sobre todo porque lo hacía en momentos en que la institución más lo necesitaba. La decisión estaba tomada y no había de qué preocuparse, no estaba molesto con la institución, pero había sentimiento con algunos de sus amigos a quienes reprochaba senderos de comodidad en la política y conductas de deslealtad. “Ahí lo dije, tú lo reproduces en tu artículo, por mi adhesión a los principios seguiré siendo panista de alma y corazón, pero no de uniforme y credencial”.
Más que lo que hoy se reproduce en el partido, “Carlos ha sido uno de los constructores de la gran victoria cultural del PAN de la última década”, me gustaría decir que fue un pensador demócrata que pertenece al país, como bien lo ha reconocido el Senado de la República.
Pero hoy que está abierto el proceso de elección del nuevo presidente del PAN y del CEN, debemos recobrar la memoria y recuperar la conciencia desde la que Carlos se hizo presidente nacional, lanzada desde la apuesta por nosotros mismos, desempeño que constituyó un esfuerzo de precisión ideológica en el conjunto de nuestra doctrina; y desde la jefatura se dio un impulso de lo programático —sin ser gobierno— en diferentes campos de la vida social, económica y política de nuestro país.
Desde su posición de dirigente político enfrentó valientemente —quizá equivocado en el método, no en las causas— los abusos del ejercicio periodístico y la impunidad de quienes se refugian en pluma o micrófono para descargar en otros sus fobias o filias. Tocó el tema tabú desde donde no se podía abordar, pero se desesperó en nombrarlo, y lo enfrentó de manera inconveniente.
Atizada su alma por los fuegos internos que encendían su pasión por la literatura, el periodismo, el mundo de la filosofía, dijo verdades “de a kilo” que debieran servir para nuestra reflexión actual. Tienen razón los que dicen que, desde que se fue del partido y luego de esta vida, no ha encontrado sustituto la fuerza de su discurso y la hondura de su reflexión.
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