México nació como el país de la impunidad, singularidad que ni de lejos ha cambiado, por lo que todos los actores sociales, económicos, culturales, políticos, sindicales y militares la conciben como un “derecho humano”. Un derecho que, por tanto, debiera estar consagrado en la Constitución para que la Carta Magna empate un poco más con la realidad del país. La Iglesia es en México un poder fáctico que goza aún de impunidad para sus ministros y jerarcas, en contraste, por ejemplo, con Estados Unidos, donde varios casos de pederastia clerical han sido llevados exitosamente a los tribunales. Aquí pareciera que la justicia tiene cierto resquemor a entrar de lleno a ese tipo de casos, u otros que involucran a prelados o miembros del clero. Eso probablemente se deba a que los gobernantes mexicanos siguen teniendo cierta reverencia y quizá hasta temor a la Iglesia católica, que fungió por siglos como Iglesia de Estado. Y la herencia de ello es una clara política de impunidad hacia sus miembros y prelados.
La Iglesia, por su parte, se brinda a sí misma el derecho a la impunidad aun en delitos tan graves como la pederastia. Así, la Arquidiócesis de México reclama claramente el derecho de la Iglesia católica de encubrir a aquéllos clérigos que gustan de arrancar favores sexuales a los niños. El daño sicológico o físico que se pueda infligir a los infantes abusados es lo de menos. Lo que importa es preservar intocables a los operarios del Señor. Al menos eso se infiere de lo escrito por la Arquidiócesis en sentido de que la Iglesia “no tiene la obligación de denunciar a un clérigo culpable de abuso sexual”, sino que la aplicación de la ley debe ejercerse “solamente por queja del ofendido o su representante”. Es decir, aunque algún jerarca se entere de que un clérigo ha incurrido en abuso sexual, no tiene por qué dar a aviso a la autoridad sino sólo enviar al pederasta a otra diócesis donde no se le conozca. Es por eso tan difícil distinguir entre los intríngulis de la pederastia dentro de la Iglesia y los de redes criminales como la que denunció Lydia Cacho, y de la que forma parte el célebre e ingenioso Kamel Nacif.
Afirma también la Arquidiócesis que cuando un sacerdote incurra en el acoso o asalto sexual de algún menor, en lugar de pagar una pena legal por ello, su penitencia consistirá en aportar a su víctima “la asesoría sicológica, espiritual y pastoral necesaria” (Criterios de la Arquidiócesis de México en relación con comportamientos inadecuados, principalmente con menores, que pudieran suceder por parte de clérigos. Enero-Junio, 2007). Si entendemos bien, quien haya cometido un acto de paidofilia es el mismo que debe brindarle terapia al niño abusado para que supere las secuelas sicológicas del atropello. La Iglesia defiende —en todo su derecho— el prospecto de vida de los embriones humanos, pero descuida el proyecto de vida de niños católicos puestos a merced de sacerdotes con graves patologías. En eso no encuentra demasiado problema, al fin que todo se arregla con una terapia prodigada por el propio pederasta a su víctima (terminando quizá cada sesión sicoanalítica con un nuevo asalto sexual en el propio diván, para así agendar una nueva cita terapéutica).
¿En qué siglo vivirá la Arquidiócesis? ¿En el noveno? ¿Le pasaron absolutamente de noche los avances de la sicología moderna, como para no saber que el victimario no está capacitado en modo alguno para dar terapia, y que la víctima probablemente haya perdido toda la confianza de su verdugo, elemento esencial para que cualquier proceso curativo tenga alguna posibilidad de éxito? ¿No se enteran de que es el victimario quien necesita urgentemente recibir ayuda siquiátrica, en lugar de ofrecerla? En parte sí, y en parte por ello los arzobispos afirman que los pederastas con sotana, antes que purgar una pena legal, deben recibir la ayuda sicológica para enfrentar su patológica preferencia. En realidad, no están peleadas las dos opciones: los pederastas hallados culpables pueden y deben recibir auxilio especializado, al tiempo de purgar penalmente su delito. “Sólo en casos verdaderamente graves”, continúa la Arquidiócesis, “se puede aplicar al pederasta una sanción ‘mayor’, como removerlo de su cargo, retirarle facultades, impedir el ejercicio de su ministerio”. Es decir, sanciones aplicadas dentro de la organización eclesial, en atención a su viejo fuero, pero nada que tenga que ver con el Estado (a menos que éste intervenga a partir de demandas explícitas). Ese es el sustento “teológico” del encubrimiento prodigado por la jerarquía eclesiástica a sacerdotes, párrocos, frailes o prelados paidófilos. El Código Penal Federal (art. 499) lo tipifica como un delito aplicable a quien “Oculte o favorezca el ocultamiento del responsable de un delito”. Pero la Iglesia, ya lo sabemos, se guía no por la ley de los hombres, sino exclusivamente por la de Dios. Y mientras la justicia internacional o extranjera no se entrometa, nada tiene qué temer, pues en México disfruta, por derecho histórico, todas las garantías de impunidad.
Muestrario: Julio Di Bella deja el canal Once después de una provechosa gestión. Va a coordinar la mesa para la reforma a la Ley de Radio y Televisión. Julio tiene una idea de lo que deben ser los medios públicos, con la que concuerdo completamente, y que puso en práctica en la principal televisora pública, dentro de lo que la actual normatividad permite. Eso, con pleno respeto a la libertad de expresión, que muchos pregonan pero no todos aplican. Ojalá sus ideas sobre los medios públicos se reflejen en la nueva legislación que regulará este importante ramo.
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