Las instituciones y las prácticas políticas se forjan no sólo a partir de un adecuado diseño, sino también de precedentes de desempeño que pueden fortalecerlas, si son positivos, o debilitarlas, si son negativos. Sin tales precedentes, dichas instituciones quedan flotando en el aire, como castillos de naipes que en cualquier momento pueden caer. Por ejemplo, en lo que hace a la institución presidencial, su fortalecimiento, autonomía y límite temporal durante la posrevolución se generaron a partir de algunos precedentes que fueron clave. La dificultad para ello radica en que tales precedentes, en un régimen presidencial, suelen exigir la decisión de quien justamente ocupa el Ejecutivo y que debe sacrificar parte de su poder o sus privilegios en aras del avance institucional. Y eso sólo sucede en condiciones especiales, si no es que extraordinarias. Así, la no reelección presidencial, que fue rota por Álvaro Obregón en 1928 (siguiendo la ruta trazada por Porfirio Díaz) fue rescatada por dos circunstancias: a) el asesinato de Obregón (por lo cual debía erigirse una efigie a León Toral al haber salvaguardado la no reelección, así fuese de manera inconsciente) y, b), la crisis política consecuente, que hizo imposible a Plutarco Calles reelegirse él mismo. Debió Calles sustituir esa posibilidad por la de ejercer un maximato, es decir, el poder detrás de la silla. El maximato vigente orilló a Lázaro Cárdenas en 1936 a romper con Calles y expulsarlo del país, justo para recuperar la autonomía presidencial. Con ello pudo ejercer realmente el poder durante cuatro años, pero al costo de haber sentado el precedente de que los ex presidentes (él mismo) no podrían ejercer poder real más allá de su mandato constitucional, aunque lo intentaran (como muchos lo hicieron). Pero Cárdenas salió ganando, pese a todo, dadas las circunstancias en las que recibió la mermada institución presidencial.
Ernesto Zedillo instauró otro precedente positivo, no para la Presidencia, pero sí para la democracia. No renunció a su facultad de designar directamente al candidato oficial de su partido (aunque bajo la simulación de comicios internos), pero sí rompió con la tradición de que su abanderado debía ganar la elección constitucional “por las buenas, las malas o como fuera”. Lo hizo menos por una innata vocación democrática que por las condiciones políticas imperantes, tras varias crisis de fin de sexenio derivadas en parte de forzar la maquinaria política y la electoral. Lo más conveniente para Zedillo (y en este caso, también para la democracia) fue dar autonomía al IFE: sacar las manos de los comicios, respetar el voto ciudadano aunque fuese adverso a su partido (1997) y aceptar la alternancia (2000). En adelante, el candidato del Presidente no tendría garantías de ganar las elecciones (vaya, ni siquiera de ganar los comicios internos de su respectivo partido). Vicente Fox pudo haber repetido ese precedente, fortaleciendo la democracia electoral, pero hizo lo contrario, poniéndola así en riesgo.
Ha habido también una serie de precedentes orientados a limitar la impunidad, en favor de la rendición de cuentas. Y tampoco porque quienes los han aplicado necesariamente fueran demócratas indiscutibles. Son las condiciones políticas y la simple racionalidad las que los llevaron a sentar tales precedentes. Pese a que el régimen priista se caracterizaba por la impunidad (como todo autoritarismo que se precie de serlo), los presidentes debían llamar a cuentas a algunos funcionarios del gobierno anterior, como vía de legitimación propia. Los llamados a cuentas fueron creciendo en peso e importancia, conforme la legitimidad del régimen menguaba. Vino la prisión de Jorge Díaz Serrano, de Arturo Durazo y de Joaquín Hernández Galicia. Y en condiciones excepcionalmente difíciles, Zedillo recurrió a ese expediente para salir a flote, rompiendo una regla no escrita: no tocar a la familia de su antecesor. Eso es lo que Marta Sahagún parece no haber tomado en cuenta al echarle a sus vástagos un poco la mano (según sugieren varios indicios y testimonios). De ser llamados los Bribiesca-Sahagún a cuentas penales, Marta sería la última con derecho a sorprenderse (la sorpresa sería producto de su ignorancia política). Era sólo cuestión de tomar en cuenta el antecedente del caso Raúl Salinas. Fox dio pasos atrás en materia de combate a la impunidad, pues no llamó a cuentas absolutamente a nadie (ni siquiera a Manlio Fabio Beltrones, a quien ahora acusa de vínculos con el narcotráfico). Y eso no porque el régimen priista fuera inmaculado e impoluto (como lo sugirieron algunos analistas de linaje tricolor).
Lo que no se ha querido hacer hasta ahora es llamar a cuentas a ningún ex presidente (ocurrió, aunque con gran retraso y limitaciones, con Luis Echeverría), pues eso, aunque generara un buen monto de legitimidad por desempeño, sentaría un precedente mediante el cual el presidente que lo decida perdería la garantía de su propia impunidad pos-presidencial. Para sentar ese importante precedente democrático (bajo el supuesto que el ex presidente que fuese llamado a cuentas tuviera en verdad cola qué pisar), se requeriría que el presidente en vigor enfrentara una situación política muy complicada y estuviera dispuesto a renunciar él mismo a “servirse con la cuchara grande”, pues prácticamente estaría vulnerando su propia impunidad. Por lo cual debería necesariamente “cortarse las uñas” durante su gestión. ¿Existen tales condiciones? Tal vez, pero no queda claro. Lo único claro es que Fox, con su insólito y desbocado comportamiento, le está elevando a Felipe Calderón el costo político de preservar la impunidad de la familia Fox-Sahagún-Bribiesca. Lo que Felipe ganaría llamando a cuentas a esa familia, lo perderá no haciéndolo.
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