Los panistas fueron, durante el fin de semana pasado, lo suficientemente autocríticos como para preguntarse por qué sus candidatos suelen ser buenos para ganar elecciones, pero bastante regulares a la hora de gobernar. Ejemplos hay muchos, pero desde luego el emblemático es Vicente Fox. Ganó con margen suficiente para que nadie pusiera en duda su triunfo, pero acto seguido empezó a dormirse en sus laureles (y, peor aún, a reproducir varias de las viejas prácticas que tanto criticó desde la oposición). Fox quizá se pregunte cómo es que, habiendo conquistado el respaldo y la simpatía de la mayoría ciudadana, ahora enfrente una ola de rechazo e indignación, y una falta casi completa de credibilidad. Cuando digo que en su momento obtuvo el respaldo de la mayoría de los mexicanos no me refiero sólo a quienes por él votamos en 2000, 43% de 56% del cuerpo electoral que sufragó. Me refiero a que, a partir de la famosa cargada nacional, al poco de haber asumido como presidente, Fox empezó a captar altos niveles de popularidad y simpatía, que mantuvo durante casi todo su sexenio. Incluso, al triunfar, hasta los priistas decían, quizá más con resignación que con gusto, que la victoria foxista era lo mejor que le había podido ocurrir al país. Es cierto que esas encuestas, desglosadas, evaluaban mal el desempeño de Fox y resaltaban la simpatía personal que suscitaba, así como la creencia de su compromiso democrático y honestidad, convicciones que se desdibujan conforme pasa el tiempo. Ahora sólo los panistas lo defienden (aunque se deslindan de Marta, militante distinguida y hasta miembro del Consejo Nacional en sus buenos tiempos). Aunque probablemente lo hagan más por no afectar la imagen de su partido que debido a una genuina convicción de la honestidad y transparencia que Fox dice haber tenido.
Los editores de su reciente libro, La revolución de la esperanza, presentan al guanajuatense como un héroe de la democracia global, pero aquí esa imagen se ha ido esfumando. Algo parecido a lo que ocurrió con muchos de sus antecesores, a quienes tilda Fox —no sin razón, pero quizá mordiéndose la lengua— de ladrones y corruptos. Las encuestas de opinión empiezan a arrojar saldos negativos a su persona. Un sondeo telefónico, publicado por el diario Reforma, señala que casi 80% piensa que sus ranchos de Guanajuato valen más de lo que él afirma. Y 66%, que pudo muy bien haber incurrido en enriquecimiento ilícito. El 62% dice que debiera ser investigado a fondo y, en caso de hallarlo culpable, llegar a las últimas consecuencias penales. Aunque también más de la mitad (54%) piensa que la oposición pide dicha investigación por motivos políticos y no por amor a la verdad (3/Oct./06). Bueno, la rendición de cuentas, que es un elemento político (con eventuales efectos jurídicos), suele tener componentes sicológicos por parte de los agraviados (resentimiento, decepción, indignación) que en este caso son los ciudadanos de cualquier ideología. Y por lo mismo, los políticos suelen buscar una ganancia política de eso. Pero no por ello debe dejarse de lado la rendición de cuentas. La idea es sentar precedentes para que los gobernantes, sobre todo del más alto nivel, sepan que no gozarán de impunidad y que mejor se refrenen de cometer abusos. Tal como lo planteaba Platón: “El que desea infligir un castigo racional no toma venganza por un daño que ya no puede remediarse. Más bien se preocupa del futuro y cuida de que el hombre castigado, y el que presencia el castigo, se abstengan de delinquir en lo sucesivo”. Ese es el elemento esencial de la rendición de cuentas, haya o no deseos de revancha en los agraviados. Lo inaceptable sería que, por exclusiva venganza o debido a un estricto cálculo político, se pretenda ejercer una acción judicial sin fundamento (o con uno muy magro, como fue el caso del desafuero a Andrés López Obrador, suceso que el gobierno y el PAN presentaban como un estricto ejercicio de “rendición de cuentas”).
En todo caso, Fox debe estar azorado por este pendulazo político, sobre todo porque no conoce que la política así es: que las multitudes pueden entregarse a un líder (es un decir) en un momento y llevarlo a la picota poco después. Mientras más esperanzas la gente haya depositado en él, mayor animadversión desplegará si quedan frustradas. Una anécdota sobre Oliverio Cromwell, el líder de la revolución inglesa del siglo XVII, es más que ilustrativa. Frente a una amplia concentración, cuando se hallaba en el pináculo de su poder, uno de esos aduladores que siempre acompañan a los poderosos le comentó que debiera sentirse orgulloso por la aclamación, a lo que Cromwell replicó que si ese día fuera el de su ejecución, esa misma muchedumbre asistiría eufórica a celebrar el acontecimiento. Claro, eso lo sabía el inglés porque era un hábil y genuino político, no un holograma mercadotécnico, como Fox. “Es un asunto triste, pero así es la política”, sólo acierta a decir hoy el ranchero, como percatándose apenas de eso.
El PAN parece desconcertado ante los excesos y las frivolidades de la ex pareja presidencial, la cual, dice Fox, seguirá moviéndose, porque, si no, “los enemigos te atrapan” (probablemente es a la inversa). El blanquiazul no parece saber cómo manejar este lastre político. En las democracias reales, los partidos prefieren aceptar y reconocer cuando uno de sus miembros, por más prominentes que sean, ha incurrido en abusos, pues de esa manera le pasan la mayor parte del costo a ese personaje (o “personaja”). En cambio, pretender tapar el sol con un dedo sólo provoca que el costo del escándalo lo absorba el propio partido. Al PAN podría ocurrirle lo mismo que al PRI, si no termina por deslindarse de la ex pareja presidencial, lo cual sólo puede ocurrir aceptando —o incluso impulsando— una democrática rendición de cuentas.
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