El próximo sábado 29 de agosto se instala la 61 Legislatura de la Cámara de Diputados. A través de la función exclusiva más importante que le da la Constitución —discutir y aprobar el presupuesto federal—, deberá enfrentar la crisis económica y el déficit público, calculado en 300 mil millones de pesos. Con el Senado deberá emitir la Ley de Ingresos que sustente el presupuesto. Es enorme el boquete, pero igual la oportunidad para reformar la hacienda pública y lanzar una auténtica política de austeridad republicana. Está abierto el debate sobre las alternativas: reducir el gasto, aumentar impuestos y contratar deuda. Quizá se deba recurrir a las tres vías; pero sería imperdonable que, ante una situación como la actual, privara el cortoplacismo y se antepusieran intereses partidistas frente a una solución integral.
Dentro de la reducción del gasto, el eje debiera ser una política de austeridad republicana. No puede seguirse vacilando en el combate a la corrupción, al dispendio y a la opacidad en el manejo de los recursos públicos por parte de los poderes de la Unión y los gobiernos. El reto es ser consecuentes con lo que pedimos a los ciudadanos y a los sectores productivos en materia de ingresos, desde la pulcritud y el rigor con que se gastan los impuestos. El Estado ha perdido fuerza moral y política para llamar a una acción colectiva y nacional para enfrentar la crisis porque dentro del hoyo fiscal hay hoyos negros que contradicen los discursos sobre la eficiencia en el gasto y la honestidad en su ejercicio; los llamados a la corresponsabilidad topan con pared porque la impunidad oficial fertiliza el abandono de las responsabilidades cívicas.
Vastas zonas del gobierno presentan despilfarros, si no cuantiosas ordeñas como la de Pemex, y los gobiernos de las entidades viven en la comodidad —por no decir irresponsabilidad— de mantener suspendido el cobro de contribuciones locales mientras derrochan recursos que no recaudan, pero que sí manejan a su antojo con discrecionalidad y selectividad política, varias veces instrumentados para la cooptación y el control electoral en complicidad con congresos locales.
La Cámara de Diputados tiene ante sí el reto de recuperar para la nación su fuerza política y constitucional en la fiscalización del gasto público, en la determinación de las prioridades presupuestales y dar ejemplo de austeridad. Es un desafío a la forma de operar del Legislativo, pues además del referente en el que se puede constituir, derivan otras consecuencias políticas para el proceso legislativo y por ende para el sistema democrático.
El Congreso es uno de los poderes que menos cuentas rinde, funciona con reglas arcaicas y criterios laxos. En transparencia y acceso a la información quedó a la zaga de las entidades, a las que obligó, desde la legislación, a procedimientos y tiempos rigurosos, además de someterlos a órganos independientes y autónomos. El reglamento con el que norma el desarrollo de las sesiones y la etapa de discusión del proceso legislativo se remonta en su mayor parte a marzo de 1934, y desde 1981 no se ha podido incorporar reforma alguna. El poder que fiscaliza no tiene quien lo fiscalice; el que actualiza la norma para los demás no tiene ese prurito para consigo mismo. Como herrero de la transparencia, su cuchara es de palo.
De ahí que, más allá de la mezquindad con la que el asunto ha sido enfrentado, la decisión del diputado panista Gerardo Priego de devolver un millón 50 mil pesos que por concepto de boletos de avión no utilizados se les reembolsaron a todos los diputados constituye un referente para la necesaria revisión de ese sistema de privilegios indebidos. Será para varios de sus colegas que ya se van un referente odioso, y para algunos de los que llegan un antecedente incómodo. Pero esa determinación puede detonar un cambio mayor en México.
Priego dio un testimonio muy valioso de las contradicciones en la clase política sobre la real dimensión del servicio público, y la lejana honrosa medianía que genera la retribución suficiente. Puso el cascabel al gato: distribución de recursos a los grupos parlamentarios, manejo discrecional de éstos por las cúpulas de las bancadas, selección para viajes internacionales, bonos, préstamos y apoyos adicionales son instrumentos de control político en las cámaras, que generan corrupción de la que salen adefesios legislativos y leyes a la medida de intereses contrarios al bien público.
Los legisladores que iniciaremos labores el 1 de septiembre debiéramos estar conscientes de que de esto emana una debilidad operativa frente a los otros poderes y niveles de gobierno, y propicia una pésima imagen ante los ciudadanos. Poner fin a la discrecionalidad y a la opacidad de los recursos que se asignan a los grupos parlamentarios, eliminar prebendas y apoyos redundará no sólo en una mejor distribución para impulsar la actividad parlamentaria y legislativa de quienes se comprometen a asumir la representación popular; también redundará en mayor fuerza moral a la hora en que se propongan recortes presupuestales para salir de la crisis.
Profesor de la FCPyS de la UNAM
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