24 de agosto de 2009

Anatomía de una reforma electoral

María Amparo Casar

La de 2007 ha sido una de las reformas electorales más controvertidas a pesar de haber sido votada por la mayoría de los legisladores en ambas cámaras. Alabada por algunos por haber cambiado el modelo de relación medios-elecciones, denostada por otros por atentar contra la libertad de expresión, criticada por otros más por los efectos que ha tenido sobre el proceso electoral y sus principales jugadores, la reforma de la reforma es inminente. Extrañó a los observadores por los acuerdos que generó entre las tres principales fuerzas políticas, asombró a los analistas porque se enfrentó a las televisoras e indignó a muchos por haberse pactado a costa de descabezar al Consejo General.

La reforma no sólo ha sido criticada. Ha sido combatida en los juzgados desde diversos posiciones ideológicas, intereses y principios: partidos, empresarios, intelectuales y televisoras.

Algunos de los partidos llamados emergentes impugnaron, entre otros, los artículos referidos a las coaliciones. Un conjunto de intelectuales se ampararon en contra de la prohibición a terceros para comprar tiempos de radio y televisión, argumentando que ese precepto violaba la libertad de expresión y asociación, entre otros derechos, amén de que el proceso de reforma no se había apegado a lo que la Constitución estipula. Lo mismo hicieron diversas organizaciones empresariales. Finalmente, varios concesionarios se ampararon en atención a que “que la reforma no sólo limita la libertad de expresión, sino también impone límites al libre comercio… concede atribuciones y facultades a diversas autoridades electorales para intervenir en la programación de las emisoras de radio en relación con las pautas a transmitir en materia electoral… es inequitativa y discriminatoria al dejar que otros medios de comunicación, como los medios impresos, sí puedan publicar propaganda de las campañas políticas. De esta manera, concluyen, la reforma al COFIPE regula inconstitucionalmente una actividad comercial propia de la materia civil, mercantil y administrativa de radio y televisión y, por lo tanto, son francamente violatorios de las garantías constitucionales con las que cuentan las concesionarias quejosas, como lo son la de igualdad, legalidad, libertad de expresión, certeza jurídica y libertad de comercio”.1

Además de los argumentos que se incorporaron a los amparos, la crítica mayor ha sido que la reforma reforzó la partidocracia y dejó de lado al ciudadano. Es cierto que la reforma no fortaleció a los ciudadanos pero tampoco les restó poder. La reelección, candidaturas independientes y formas de participación directa —plebiscito, referéndum, iniciativa popular— que hoy se esgrimen como prueba de la situación de indefensión del ciudadano o del desmedido poder de los partidos, no existían en la ley de 1996 y siguieron sin incorporarse en la nueva. Por su parte, las normas más impugnadas ya existían en la legislación previa: la prohibición de que los privados compraran propaganda con fines electorales y la proscripción de las llamadas campañas negativas.

En todo caso, poco habría de durar el nuevo experimento. Antes aun de que acabara el proceso electoral para el que fue diseñada, el Senado había convocado a un foro público para reformar la reforma.


Génesis de la reforma de 2007

Entre los argumentos para reformar una ley que había funcionado razonablemente bien —la de 1996— se esgrimieron motivos de tipo estructural. Se dijo que cuatro elecciones (1997, 2000, 2003, 2006) y 10 años de desarrollo del sistema de partidos mostraron la necesidad de abordar temas que habían quedado pendientes y de revisar y corregir algunos otros. Por ejemplo, quedó claro que el secreto bancario impedía vigilar adecuadamente a los partidos, que las precampañas no podían ser fiscalizadas, que los convenios de coalición desvirtuaban la voluntad del votante y permitía a partidos sin representación mantenerse en el escenario político y lucrar de él; que la fórmula utilizada para calcular los recursos económicos a los partidos crecía fuera de toda proporción, que no había lógica alguna para que las elecciones presidenciales y las intermedias costaran lo mismo. Igualmente, se reparó en el hecho de que cada vez más recursos de los partidos iban a parar a las radiodifusoras y que eso, además de encarecer los procesos electorales, daba un poder creciente a los medios electrónicos. El gasto en radio y TV en las elecciones de 2006 alcanzó mil 900 millones de pesos, equivalente al 95% del financiamiento público para gastos de campaña.2 A ello se agregaban los problemas para fiscalizar el gasto de los partidos en la compra de propaganda en medios. Por ejemplo, los partidos no pudieron acreditar 248 mil de los 600 mil spots transmitidos en esa elección.

También hubo razones de coyuntura, todas ellas producto de las impugnaciones al proceso electoral 2006. De entre éstas, dos fueron las principales: la inconformidad de los jugadores con el árbitro y el creciente “disgusto” con la arrogancia y parcialidad de las televisoras.

Se argumentó que un IFE en el que no confiaba la mayoría de los partidos políticos no podría arbitrarlos. El PRD desconfiaba porque cuando se renovó el Consejo General en 2003 el partido se automarginó del proceso de selección y cuando quiso “echar reversa” ya no encontró disposición. El “PRI del 2006” porque los candidatos del 2003 fueron propuestos por quien entonces dominaba a la bancada de ese partido: Elba Esther Gordillo. El candidato perdedor porque se asumió como víctima de un fraude electoral en el que el IFE habría participado. El candidato ganador y su partido porque, según ellos, el Consejo General no había sido lo suficientemente enfático sobre su triunfo la noche del 6 de julio. Con las televisoras la insatisfacción era pareja: todos los partidos se sintieron abusados y por un momento no estuvieron dispuestos a seguir consintiendo ese abuso.


La prueba 2009

Puede concederse que la reforma constitucional y el COFIPE acertaron en abordar muchos de los temas que quedaron pendientes en 1996, que buscó corregir algunas de las imperfecciones, lagunas y desaciertos de la legislación anterior, que la exposición de motivos incluía propósitos loables y compartibles y que el espíritu de la ley o principal valor que ella perseguía —el de la equidad— era el adecuado.

Todo esto es cierto, pero también lo es que su concreción en nuevas normas constitucionales y legales fue, en muchos casos, desafortunada, y que lejos de abonar a lo que la propia exposición de motivos señalaba la nueva legislación tuvo a menudo el efecto contrario. No sólo eso, además, fomentó conductas nocivas para el asentamiento y legitimidad de la democracia electoral. A esto se agregó un Consejo General que con su protagonismo y sus decisiones contribuyó en ocasiones a complicar aún más las cosas,3 y un tribunal cuyas resoluciones han llevado a algunos a hablar de una “democracia sin garantes”.4

Total, las peores predicciones sobre la reforma electoral acabaron por materializarse. Algunos de los errores y desaciertos fueron evidentes desde que el contenido de la ley fue hecho público. Otras modificaciones parecieron adecuadas pero no resistieron la prueba del proceso electoral.

Entre los primeros estuvieron: la remoción anticipada del Consejo Electoral designado en 2003 que mermó la autonomía de la institución y el nuevo mecanismo de selección de consejeros, la prohibición de las popularmente llamadas “campañas negativas”, la conversión de los consejeros en jueces o guardianes de la moral al hacerlos responsables del contenido de la propaganda. Pero quizá el más grave fue la adopción de un mal modelo para un buen principio: me refiero al modelo medios/elecciones y al principio de equidad.

Entre los aciertos estaban: la desaparición del secreto bancario, el fin de la “cláusula de la vida eterna” y las nuevas normas para las coaliciones, la unificación de calendarios, la disminución en la duración de las campañas, la reducción en el gasto electoral o, al menos, el alto a su incremento, la mayor transparencia y vigilancia a los partidos y las precampañas.

De estos aciertos es claro que no resistieron la prueba electoral los dos últimos. Las precampañas acabaron por ser poco más que un disfraz para seguir teniendo campañas largas y para transferir recursos a los partidos, porque la inmensa mayoría de los candidatos fueron nombrados por el tradicional método “del dedazo” o por métodos que no requerían medir fuerzas entre precandidatos. En cuanto a la información y transparencia de los partidos, un ejemplo basta para mostrar su ineficacia: para finales de 2008 los principales partidos sólo reportaban información de cuatro de los 12 rubros a los que estaban obligados: documentos básicos, reglamentos, directorio de sus órganos y listado de sus fundaciones, centros o institutos. No había información de: remuneración, convenios, monto de financiamiento público mensual, informes de ingresos y gastos, situación patrimonial, inventario de bienes inmuebles, relación de donantes y montos, y resoluciones de órganos disciplinarios.5

Pero más allá de los argumentos anteriores, hay dos buenas maneras para juzgar la ley electoral. Por una parte, analizando su impacto sobre los diferentes actores a los que está dirigida o a los que debe regular. Por la otra, evaluando si los propósitos asentados en la exposición de motivos fueron logrados.


El impacto sobre los actores

En el IFE

La reforma provocó una sobrecarga de funciones producto, en parte, de la ley y, en parte, de las propias decisiones tomadas por el Consejo General. De organizadores de la elección y promotores de la democracia se les convirtió en administradores, contralores, intermediarios, vigilantes, censores, impartidores de justicia y hasta en legisladores. Al otorgarle más tareas al IFE se obligó al Consejo Electoral a un mayor activismo y se multiplicaron los puntos de conflicto y litigio entre árbitro y arbitrado, y entre autoridad administrativa y autoridad judicial. De aquí que durante el proceso electoral hayamos visto un constante enfrentamiento entre partidos e IFE y entre este último y el Tribunal Electoral.


En los partidos y candidatos

La sobrerregulación, el impedimento a los partidos para responder con oportunidad a las exigencias de dinamismo propias de una campaña, la censura que implica la prohibición de campañas que “denigren” las instituciones y las lagunas en la ley se convirtieron en un incentivo para tres conductas recurrentes. Primero, arriesgarse a contravenir las normas que ellos mismos aprobaron bajo el principio de que es posible que no me pesquen, si me pescan puedo litigar el caso y evitar la sanción, si me sancionan sigue siendo rentable mi acción porque palo dado ni Dios lo quita. Segundo, judicializar toda disputa. Tercero, buscar compromisos con las televisoras para gozar de una mayor exposición mediática.


En las campañas

La spotización y consecuente pauperización de la política gracias al crecimiento exponencial de los tiempos dedicados a radio y TV y a la partición de ellos en segmentos de 30 segundos. Crecimiento que, por cierto, no tuvo los efectos deseados: la mayor identificación de los ciudadanos con alguna de las opciones partidarias, brindar información para votar por un candidato u otro, incitar a los votantes a acudir a las urnas.


En las autoridades

Dada las nuevas restricciones, la búsqueda de la mayor exposición mediática por cualquier medio posible: aparición en noticiarios, gacetillas, participación en programas de entretenimiento, entrevistas “casuales”, infomerciales que no son más que actos públicos convertidos en propaganda. Todos ellos, mecanismos que buscan darle la vuelta a la prohibición de comprar tiempo en los medios y a la disposición de que la propaganda deberá tener carácter institucional y en ningún caso “incluirá nombres, imágenes, voces o símbolos que impliquen promoción personalizada de cualquier servidor público”.


En los votantes

Un hartazgo mayor, producto de la sobreexposición en medios de la propaganda electoral del IFE y los partidos, una percepción más negativa de las autoridades electorales y la persistencia en el desinterés en la política.


En los medios

La simulación y la persistencia de preferencias marcadas en cuanto a partidos y actores políticos. Por ejemplo, un monitoreo de medios encargado por el Senado reveló que del 1 de septiembre al 15 de diciembre de 2007 los senadores responsables de aprobar la reforma prácticamente desaparecieron de los noticiarios de Televisa y TV Azteca, mientras que en ese lapso Peña Nieto apareció 700 veces y Ebrard 449. En contraste, el senador con más menciones en ese periodo fue Manlio Fabio Beltrones con 29, seguido por Carlos Navarrete con 11, Ricardo Monreal con 9, y Santiago Creel con 8.

No es posible comprobar que las televisoras hayan recibido una “contraprestación” por esta mayor exposición, pero sí que esta exposición extraordinaria acaba con la equidad en medios que se buscaba a través de la reforma y con la prohibición de la propaganda personalizada que marca el artículo 134.

También es comprobable que el gasto en comunicación de los gobiernos del D.F. y del Estado de México ha crecido de manera injustificada.

Adicionalmente, las televisoras han mostrado una conducta de reto permanente a las nuevas reglas y a las autoridades con el fin de averiguar hasta dónde son capaces de llegar en la aplicación de la ley.


En el TEPJF

Otra falla queda evidenciada en el exceso de intervenciones que ha requerido este proceso electoral de parte del TEPJF para aclarar, subsanar o interpretar la norma, además de las veces —ya no se sabe si pocas o muchas— que ha enmendado la plana a las resoluciones del IFE. La afirmación de la presidenta del Tribunal, María del Carmen Alanís, en el sentido de que “desde la jurisdicción se están construyendo las precisiones necesarias para hacer operable la reforma electoral” (El Universal, 15 de junio de 2009), habla de una ley deficiente. A esto habría que algunas de las sentencias más relevantes del tribunal han tenido un débil sustento y, sobre todo, han alterado el sentido de la reforma.6

En términos de las conductas que ha propiciado en los principales copartícipes de los procesos electorales, el balance no deja lugar a dudas: los incentivos están mal alineados y la irresponsabilidad o falta de compromiso de los principales jugadores con la reforma está a la vista.

Este recuento parece pesimista y catastrófico, pero puede reforzarse a través del análisis de algunos de los principales objetivos que se perseguían con la reforma y que se encuentran en la exposición de motivos:

Generar confianza ciudadana en las instituciones y prácticas electorales.

Aceptación por parte de los partidos del trabajo del IFE y sus decisiones

Ampliar la equidad a través de impedir que: “actores ajenos al proceso electoral incidan en las campañas electorales y sus resultados”; “el poder del dinero influya en los procesos electorales a través de la compra de propaganda en radio y televisión”; “servidores públicos utilicen la propaganda oficial pagada con recursos públicos o utilicen los tiempos oficiales para la promoción personal.

Acabar “con campañas electorales que han derivado en competencias propagandísticas dominadas por patrones de comunicación que les son ajenos, en los que dominan los llamados spots de corta duración, en que los candidatos son presentados como mercancías y los ciudadanos son reducidos a la función de consumidores”.

Terminar con “campañas de propaganda fundadas en la ofensa, la diatriba, el ataque al adversario” y propiciar campañas propositivas.7

La mayor confianza en las autoridades y credibilidad en los procesos electorales no se cumplió. En algunas encuestas permanecieron en los mismos niveles mientras que en otras se redujeron. Por ejemplo, la calificación que el ciudadano otorga al IFE se ha mantenido más o menos en el mismo rango desde 2007 (por encima de 7 según Consulta Mitofsky). En contraste, mientras que el 67% de los encuestados en 2006 afirmaba que el IFE garantizaba la imparcialidad en las elecciones, en junio de 2009 esa cifra había disminuido a 42% (GEA-ISA).


Por su parte, la selección de un nuevo consejo general para “recuperar” al PRD fue recibida por su entonces líder, López Obrador, con la frase de que quienes voten la ley a favor “le están haciendo el juego a Calderón y Beltrones”.

El propósito de avanzar en la equidad tampoco arrojó muy buenos resultados, salvo en lo que se refirió a la compra de propaganda por parte de “particulares” que, en realidad, nunca fue una práctica recurrente. Las televisoras siguieron interviniendo e inclinando la balanza, el dinero siguió fluyendo aunque ahora de manera soterrada y los funcionarios y autoridades electos de todos los niveles de gobierno se las arreglaron para utilizar en beneficio propio la propaganda oficial.

El enfrentamiento con las televisoras fue sustituido por el silencio de los partidos que un año antes habían votado la reforma y por la vacilación de los consejeros para aplicar la ley. El caso más dramático fue el de los famosos cortes promocionales y las cortinillas en los eventos deportivos de enero de 2009 y “el perdón” (sobreseimiento) del IFE ante a estos hechos. Pero también están el aumento del gasto federal en compra de tiempo aire para sus propios promocionales y campañas con el fin de compensar a las televisoras su pérdida.

Por otra parte, el supuesto fin a la presentación de los partidos y candidatos como mercancías y a los spots de corta duración, se tradujo en la peor spotizacion de la política que jamás se haya visto: 23 millones de spots (incluidas las repeticiones) de 30 segundos cada uno8 (48 minutos diarios durante 151 días:9 40 de precampaña, 51 de intercampaña y 60 de campaña).

Finalmente, no puede hablarse de que las campañas electorales hayan sido ni más propositivas ni menos sucias que en el pasado. Los monitoreos recogen muchas acusaciones —algunas sustentadas, otras no— y pocas propuestas. Las encuestas revelan poca recordación de las promesas de campaña y una percepción de campañas más sucias que en el pasado. Por ejemplo, la última encuesta de GEA-ISA revela que el 72% de los ciudadanos piensa que las campañas de diputados federales fueron igual o más negativas que en el pasado.


Mirar hacia adelante

Da pudor hablar nuevamente de una reforma electoral cuando lo que necesita este país es que sus legisladores se pongan de acuerdo en cómo acabar con la pobreza y en cómo mejorar las perspectivas de crecimiento y desarrollo. Sin embargo, ya que la reforma de la reforma está en marcha, no está de más apuntar algunos derroteros a seguir.

Uno. Mantener el espíritu de una legislación que privilegie la equidad en las tres vertientes arriba mencionadas, pero evitando aquello que la ha hecho ineficaz.

En realidad, no es a través de la legislación electoral que se puede terminar con la inequidad que producen los medios de comunicación electrónica. La única manera de hacerlo es a través de modificar la estructura duopólica de la televisión: un mercado sin competencia que se traduce en la posibilidad de fijar precios pero también en el poder de discriminación.

Ahora bien, si no se piensa en eso o mientras se piensa en eso, hay mejores modelos de relación medios/elecciones. El esquema adoptado no pudo haber sido más complicado, costoso, controvertible y proclive al conflicto. Un modelo tanto más sencillo —manteniendo la prohibición de compra de propaganda— sería establecer una “barra de información electoral” a cargo de los tiempos de Estado de cinco minutos en horario matutino, vespertino y nocturno. Adicionalmente, se reservaría el tiempo necesario para uno o más debates que proporcionaran a la población mayor información sobre los candidatos y sus propuestas.

Un esquema de esta naturaleza evitaría la necesidad de monitoreo, desespotizaría las campañas, permitiría a las televisoras planear sus pautas, impediría la interrupción de la programación y dejaría al televidente o radioescucha en entera libertad para someterse o no a la propaganda política.

Dos. Por redundante, eliminar de la legislación electoral lo referente a la calumnia y a la denigración, porque limita innecesariamente la libertad de expresión y porque los ciudadanos tenemos derecho a saber y los candidatos a recordarnos las pillerías, mentiras e incumplimientos de los competidores. Ya el artículo 6º y el Código Civil contienen lo concerniente a los límites a la libre manifestación de las ideas. No hay por qué ampliarlos ni imponer sanciones distintas a su violación. Por añadidura, se prescindiría de la tarea de censores y jueces que con tan malos resultados se ha encargado a los consejeros electorales. Urge, por ello, dotar a cada una de las autoridades electorales de las funciones para las que están preparadas: el IFE a organizar y administrar, y el TEPJF a impartir justicia electoral.

Tres. Adecuar la legislación en materia de lo que se permite y prohíbe a las autoridades. Sé que no es políticamente correcto hablar en este país de que los mandatarios intervengan en las campañas. Pero ya es tiempo de que se deje de confundir el hecho de hacer proselitismo a favor del partido al que se pertenece y hacerlo en los tiempos y con los recursos públicos. No hay país democrático que impida a un mandatario federal o estatal hacer proselitismo a favor de su partido. En todo caso, si de verdad los legisladores van a permitir la reelección, este problema se va a plantear de inmediato o ¿acaso pretenden que todos aquellos que aspiren a reelegirse van a tener que renunciar a sus puestos antes de las campañas?

Cuatro. Disminuir aún más los recursos económicos dedicados a partidos y elecciones. Tres mil 633 millones para ocho partidos es mucho dinero. Este recorte debe incluir, además de lo que se otorga a los partidos, lo que se destina al IFE. Somos el único país que mantiene una burocracia electoral federal permanente y 32 burocracias locales, también permanentes. Más aún, si el gobierno federal decidiera hacer buena su obligación de la credencial de identidad, en automático se podría ahorrar el 40% del presupuesto del IFE, que es el que se dedica al registro electoral y emisión de credenciales.

Cinco. Revisar la legislación de precampañas. Tal y como resultó el experimento, las precampañas sirvieron para ampliar y legitimar el otorgamiento de recursos —en efectivo y en tiempos de radio y televisión— y para compensar la reducción en los tiempos de campaña. Si las precampañas son para la selección de candidatos y la mayoría de ellos son nombrados por métodos que no requieren de la lucha entre contendientes, no hay necesidad ni de financiamiento público, ni de tiempos en medios, ni de fiscalización especial.

Seis. Abordar los temas pendientes: reelección, candidaturas independientes, fórmulas de representación y formas de democracia directa. Ninguno de estos temas es de “blanco o negro”. Las modalidades que pueden adoptar son muy variadas, como también lo son sus consecuencias. Por ejemplo, se requiere una discusión seria sobre quién, cómo y en qué asuntos se admite el plebiscito, sobre las consecuencias de la disminución de la representación proporcional, sobre el número de reelecciones que se quiere permitir.

Se requiere, también, evitar la expectativa de lo que estas reformas pueden gene-rar. Ninguna de ellas curará los males de la política mexicana ni allanará el camino a los acuerdos. No se olvide, por ejemplo, que si la reelección de los diputados llegara a aprobarse, los electores tendrían que escoger de entre los partidos existentes porque no hay de otros.

Habría que revisar otros temas, como el método de nombramiento de los consejeros o el órgano de fiscalización del IFE. Incluso reflexionar so-bre reformas un poco más audaces y que ayuden a resolver los problemas de gobernabilidad. Reflexionar sobre la pertinencia de permitir que los candidatos a la presidencia compitan a la vez por un asiento en el Senado; hacer coincidir el liderazgo de los partidos y de la fracción parlamentaria en la misma persona; introducir mecanismos para que las alianzas electorales se transformen en alianzas parlamentarias.

En todo caso, pocas reglas sencillas, claras, operables y a las cuales esté atada una sanción creíble son siempre la mejor receta para una reforma exitosa. Derechos y deberes razonables, razonados y exigibles, son un buen camino para aminorar la crisis de representación.

Sin embargo, hay que dejar en claro que ninguna reforma aguanta la voluntad de los actores a los que pretende regular de contravenirla, y de las autoridades encargadas de aplicar la ley de no hacerlo.



María Amparo Casar. Profesora-investigadora del CIDE. Es editorialista del periódico Reforma.


1 Gabriel Sosa, “Radiodifusores: más amparos contra ley electoral”, en Razón y Palabra, Revista Electrónica, México, julio 2009.
2 Los porcentajes respectivos para las elecciones de 1994, 1997, 2000 y 2003 fueron 25%, 55%, 54% y 49% (Ciro Murayama, “Financiamiento a los partidos políticos: el nuevo modelo mexicano”, en Córdova, L. y Salazar, P., Estudios sobre la Reforma Electoral 2007, TEPJF, México, 2008).
3 Menciono tres. La decisión de utilizar todos los tiempos oficiales (48 minutos) durante el interludio entre las precampañas y las campañas; la decisión de sobreseer la acusación contra las televisoras por haber transmitido en un solo bloque los spots y haberlos precedido de una cortinilla responsabilizando al IFE de tal situación y la reglamentación emitida por los consejeros para completar la tarea que dejaron inconclusa los legisladores.
4 Al respecto, ver los análisis de las sentencias del Tribunal Electoral en Democracia sin garantes: Las autoridades contra la Reforma Electoral, IIJ-UNAM, 2008.
5 Reforma, 3 de noviembre de 2008.
6 El caso más escandaloso es el del PVEM, que aprovechando a su grupo parlamentario utilizó un supuesto informe de labores para hacer propaganda político-electoral. El IFE condenó y sancionó la conducta, el partido impugnó y el TEPJF contra todo pronóstico dio la razón al PVEM
7 Existieron, desde luego, otros propósitos que sí cubrieron las expectativas o al menos lo hicieron parcialmente: coaliciones, reforzamiento del TEPJF, capítulo sobre sanciones, recursos para campañas, calendarios, disminución del periodo de campañas, liquidación de los partidos que pierden registro, disminución del límite a las aportaciones privadas, renovación escalonada de los consejeros, reglas para el recuento de votos.
8 150,624 spots electorales (IFE + partidos) entre las 6 a.m. y las 12 p.m. a través de 217 canales de TV y 1,352 estaciones de radio.
9 Durante las precampañas que comienzan el 31 de enero y terminan el 11 de marzo corresponden 18 minutos a los partidos y 30 al IFE; durante la intercampaña que va del 12 de marzo al 2 de mayo, los 48 minutos son para el IFE; durante las campañas que van del 3 de mayo al 2 de julio 41 minutos son para los partidos y 7 para el IFE.

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