Mary Anastasia O’Grady es editora de la columna de las Américas del Wall Street Journal.
Los grandes sindicatos son la principal razón por la que Barack Obama está en la Casa Blanca. Desde la imposición de nuevos aranceles a los neumáticos fabricados en China a la reestructuración de Chrysler por parte del gobierno que puso los intereses del sindicato por encima de los de los principales acreedores, los jefes de los sindicatos ya han recibido un buen retorno sobre su inversión. Pese a esto, todo indica que todo el trabajo adelantado en los primeros nueve meses apenas fue la cuota inicial.
Una señal de que hay mucho más por venir se aprecia en la decisión del gobierno de reforzar sus filas de corporativistas, esos planificadores centrales que consideran que un "pacto" entre las empresas, los sindicatos y el gobierno constituye la solución final al acertijo de cómo distribuir el pastel social. Para muestra de que Obama está canalizando a su peronista interno, no hay que ir más lejos de su decisión de contratar a Ron Bloom, un abogado del sindicato United Steel Workers, para que dirija la "política manufacturera" desde la Casa Blanca.
Si Obama consigue transformar a la economía estadounidense en un sindicato, el sueño americano correrá la misma suerte del dodo, el ave que se extinguió en menos de 80 años en el siglo XVII. Pero no tome mi palabra como garantía. Basta con mirar a los países que recorrieron ese camino y ahora están pasando apuros para ir en la dirección opuesta porque están cansados de ser pobres.
Hace ocho días, poco después de la medianoche del domingo, el presidente mexicano Felipe Calderón dio instrucciones a la policía federal para que asumiera el control de las operaciones del monopolio estatal de electricidad Luz y Fuerza del Centro (LyFC), el cual abastece a Ciudad de México y partes de los estados aledaños. Los activos de la compañía se mantendrán en manos del gobierno, pero ahora serán gestionados por la Comisión Federal de Electricidad (CFE), una empresa de servicios públicos nacional y el mayor proveedor de la energía de LyFC.
El resultado neto de la decisión es destronar a los 42.000 miembros del sindicato de empleados eléctricos, los que habían obtenido beneficios a lo largo de décadas que harían sonrojar a los trabajadores de las tres grandes automotrices de Detroit. Una vez que se complete la liquidación, se espera que la compañía emplee a unas 8.000 personas. Para apreciar la magnitud de la decisión de Calderón, piense en cómo Ronald Reagan despidió a los controladores de tráfico aéreo, pero a mayor escala. Cómo indicó el domingo un economista mexicano reconocido internacionalmente, se trata "acto de gobierno más importante en 20 años".
¿Por qué la decisión adquiere ribetes tan importantes? En principio, porque el sistema político mexicano, desde la Revolución de 1910, ha sido dominado por el poder de los sindicatos organizados. En la teología corporativista de México, a la gente se le enseña a adorar al Estado y el Estado se arrodilla ante los jefes sindicales, quienes simbolizan el nacionalismo económico.
En alguna parte de este idealismo está la promesa de elevar a los trabajadores, como Diego Rivera soñó en sus murales anticapitalistas que muestran masas de puños cerrados. Sin embargo, todo lo que hizo el corporativismo mexicano fue empobrecer al país. El ejemplo más famoso es el del monopolio petrolero estatal, el cual gracias al dominio de los sindicatos es incapaz de monetizar los millones de barriles de oro negro sobre los cuales está parado. LyFC es un ejemplo igual de pertinente sobre cómo los sindicatos han estado destruyendo el futuro de México.
El sindicato de LyCF es uno de los más antiguos de México y los políticos siempre han entendido que nunca deben tocar sus privilegios. Sin embargo, su reputación de ineficiencia, desperdicio y corrupción es legendaria. A mediados de la década de los 70, el presidente Luis Echeverría trató de liquidar la compañía y poner sus activos bajo el control de su proveedor, CFE, pero los sindicatos lo derrotaron. Después de eso, ningún presidente se atrevió a volver a la carga, hasta la semana pasada.
No es complicado imaginar lo que llevó a Calderón a emprender medidas tan radicales. Las pérdidas de LyFC se estaban acumulando debido a que la productividad del sindicato es una fracción de la de CFE y a que el balance de la compañía ha estado sangrando sin control debido a problemas técnicos, así como al robo de energía. Sus costos ascendían al doble de sus ingresos y este año la Secretaría de Hacienda tendría que haberla subsidiado con US$3.500 millones para mantenerla a flote. Hacienda subraya que CFE opera sin ningún subsidio y ofrece las mismas tarifas a sus clientes.
Además, LyFC se ha convertido en un fiasco eléctrico. La compañía es tristemente célebre por las interrupciones de su servicio y la irregularidad del voltaje y no ha podido estar a la par del aumento en la demanda. Las esperanzas de una mejora en los estándares de vida de los mexicanos dependen de la inversión en nuevos negocios. Eso no va a ocurrir si la infraestructura eléctrica está estancada en mediados del siglo XX.
El sindicato salió a las calles con toda su fuerza la semana pasada, y dice que luchará contra la liquidación en las cortes. El gobierno argumenta que la compañía fue fundada por decreto ejecutivo y puede ser cerrada de la misma manera. Pero Calderón podría encontrar el apoyo popular para su decisión. El sindicato se había vuelto tan poderos que logró un acuerdo para hacer que las pensiones subieran al doble de la tasa de incrementos salariales.
Los políticos sin duda encontraron que tal generosidad sería el camino de menor resistencia. Pero ahora llegó el momento de cobrar y el resto del país no quiere pagar por ello. Hay una lección aquí para Obama
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