13 de enero de 2007

La elección más larga

Pedro Salazar Ugarte

Pedro Salazar Ugarte es investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. Su libro más reciente es La democracia constitucional. Una radiografía teórica (FCE-UNAM, 2006).

FRAUDE, NO; IRREGULARIDADES, SÍ

El 2 de julio de 2006 no hubo fraude electoral en México. Las denuncias que en su momento presentó el candidato de la Coalición por el Bien de Todos, Andrés Manuel López Obrador, y que sembraron la duda en muchos de sus seguidores carecieron de pruebas y, más allá de la sospecha, no pudieron sostenerse. Hubo errores e irregularidades, pero no fraude. El 10 de septiembre pasado, la escritora Elena Poniatowska, seguidora fiel del candidato perdedor, reconoció de manera implícita que la derrota de la izquierda se debió a la falta de votos y no, como se afirmó durante semanas, a la materialización de una estafa orquestada desde el Estado: "Si estos tres personajes [el Subcomandante Marcos, Cuauhtémoc Cárdenas y Patricia Mercado] se hubieran sumado, si no se hubieran echado para atrás, no habría la menor duda del triunfo de López Obrador, pero no lo hicieron por envidia". Cuatro días después Cuauhtémoc Cárdenas, líder histórico de la izquierda mexicana y fundador del Partido de la Revolución Democrática (PRD), respondió a Poniatowska explicando las razones que, desde su perspectiva, determinaron el número de votos que obtuvo López Obrador y denunciando el peor de los males que, todavía hoy, enrarecen el entorno del aspirante fracasado: "me preocupa profundamente -- afirmaba Cárdenas -- la intolerancia y satanización, la actitud dogmática que priva en el entorno de Andrés Manuel para quienes no aceptamos incondicionalmente sus propuestas y cuestionamos sus puntos de vista y sus decisiones, pues con ello se contradicen principios fundamentales de la democracia, como son el respeto a las opiniones de los demás y la disposición al diálogo". Dos días más tarde, el 16 de septiembre, desde el anonimato que ofrece la plaza, como una profecía que se anuncia a sí misma y se cumple y que lacera los tejidos de una parte de la izquierda que no logra madurar en democracia, los gritos de "¡traidor!, ¡traidor!" acompañaron las alusiones a su nombre que hizo la propia Poniatowska. La [auto]crítica no existe en el entorno del ex candidato.

Pero, aunque la tesis del fraude no tuvo un sustento empírico, lo cierto es que los tonos que caracterizaron a las campañas presidenciales, las intromisiones de algunos empresarios y del presidente de la República en la contienda -- en México son ilegales las primeras e ilegítimas las segundas -- , las fundadas esperanzas de triunfo por parte de la izquierda y el cerrado resultado que arrojaron las urnas, despertaron en muchos mexicanos la histórica desconfianza en las autoridades e instituciones electorales. (Las encuestas informan que, todavía hoy, alrededor de 30% de los ciudadanos "cree" que hubo fraude electoral.) Para los árbitros, el día de la elección, se materializó la peor pesadilla imaginable: el partido gobernante, el derechista Partido Acción Nacional (pan), se llevó el triunfo con un escaso margen de 0.56% de votos de ventaja. Y lo hizo en un país golpeado por la pobreza y la desigualdad, derrotando a una coalición de izquierda encabezada por un candidato carismático que había arrancado la campaña con una importante ventaja (a pesar de los intentos que, desde el gobierno nacional, se habían orquestado para frenarlo). De ahí que la frustración de los perdedores buscara refugio y consuelo en la irracional, pero fructífera, teoría del complot.

En las páginas que siguen propongo algunas claves para interpretar lo que pasó y aventuro ciertas medidas para evitar que se repita. Y en ello, por supuesto, soy consciente de que la incertidumbre en los resultados es una nota propia de todo sistema democrático y que, por lo mismo, las elecciones cerradas siempre estarán en el horizonte.

PARLAMENTARIZACIÓN DE LA POLÍTICA

El presidencialismo ha sentado muy mal en América Latina. El problema no es nuevo; reapareció con las transiciones hacia el modelo democrático constitucional: la personalización de la política abona en el terreno de las regresiones populistas y no en el terreno de la consolidación democrática. Al menos en esto conviene mirar a Europa y olvidar a Estados Unidos. Después de todo, en materia de democracia y constitucionalismo, el modelo viejo es el estadounidense y el nuevo, posbélico, es el que floreció del otro lado del Atlántico. Allá, aunque las personalidades cuentan (remember Berlusconi), el eje de la política se centra en el poder legislativo; acá, aunque el parlamento existe, el pivote del poder tiene nombres y apellidos: Hugo Chávez, Luiz Inácio Lula da Silva, Néstor Kirchner, Michelle Bachelet, Evo Morales, Vicente Fox, etc. No es casual que las candidaturas sin partido, mal llamadas "independientes", florezcan con tanta frecuencia en estas tierras. Y tampoco que las asambleas legislativas tengan un perfil tan devaluado.

El diseño institucional presidencialista es el telón de fondo que explica parte importante del dramatismo que caracterizó la reacción de los mexicanos ante el resultado electoral de 2006. Los dos candidatos punteros, Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador, personificaron las aspiraciones, los temores y las frustraciones de millones de mexicanos. Por ello, aunque ninguno de ellos logró superar el 35% de la votación total emitida, cuando la carrera se emparejó, los ánimos se desbordaron. Los casi 15 millones de electores que optaron por cada uno de ellos vivieron el resultado electoral como una victoria/derrota absoluta. Son las perversidades del arreglo: mientras el ganador se lleva todo, el perdedor, al menos en la justa presidencial, se queda sin nada. Por ello aunque la izquierda obtuvo sus mejores resultados históricos, logrando casi duplicar su número de senadores y obteniendo 150 diputados adicionales en tan sólo seis años, los seguidores de López Obrador vivieron la elección federal como un fracaso. De hecho, la estrepitosa derrota del Partido Revolucionario Institucional (PRI), el otrora partido autoritario y hegemónico que, en sólo tres años, perdió 27 senadores y 105 diputados, pasó prácticamente desapercibida. La competencia entre los líderes opacó los méritos de la olimpiada democrática.

Fortalecer al Poder Legislativo, colocar al parlamento en el centro de la política nacional como un espacio de discusión, de deliberación y de decisión, es el reto más ambicioso que aconseja la elección de 2006. "Parlamentarizar" la política, a través de reformas institucionales que debiliten al presidente y fortalezcan al órgano legislativo, en toda América Latina, es la única manera de fortalecer a los partidos por encima de los caudillos, a las instituciones más allá de las personalidades. La verdadera gobernabilidad democrática camina en esa dirección y no en la que, como le gustaba a Fujimori, impone la voluntad unipersonal sobre la pluralidad colegiada. La brújula reformadora debe conducirnos hacia figuras como la reelección legislativa y el gobierno de gabinete o, de plano, hacia el régimen parlamentario y no, como algunos proponen, hacia el fortalecimiento del Poder Ejecutivo mediante la segunda vuelta electoral, el gobierno por decreto o la merma de la pluralidad legislativa reduciendo el número de diputados y/o senadores. Para apuntalar el sistema democrático hace falta más, no menos, democracia; para reforzar el estado de derecho es necesario avanzar hacia el "gobierno de las leyes", no hacia reformulaciones posmodernas del "gobierno de los hombres".

LA CLAVE ESTÁ EN LOS MEDIOS

En México, una verdadera reforma electoral debe cambiar radicalmente la relación entre la política (sobre todo en tiempos electorales) y los medios masivos de comunicación. La legislación actual permite una fórmula perversa que puede resumirse como sigue: los partidos políticos nacionales reciben cantidades ingentes de dinero público que, cada tres años, cuando hay elecciones intermedias y/o presidenciales, terminan en los bolsillos de los dueños de las grandes cadenas de radio y televisión. Tristes paradojas de este infortunado reino de la desigualdad: los recursos estatales, en tiempos electorales, benefician a los ricos y enajenan a los pobres. El problema, conviene aclararlo de inmediato, no reside en la fórmula que privilegia el financiamiento público sobre el dinero privado que reciben los partidos -- y que, como demuestra la evolución electoral de los últimos 10 años, ha favorecido la equidad en la competencia e inhibido las transferencias de dinero "sucio" a la política -- , sino en los montos y en el mediático destino de los recursos. Y la mejor manera para justificar la reducción de las cantidades es restringiendo el abanico de opciones a las que el dinero puede destinarse. En concreto, hay que prohibir la propaganda política en los medios masivos (al menos en los electrónicos) de comunicación.

El problema de la mediatización de la competencia política no se reduce a la cuestión económica. Como demostró con elocuencia la campaña presidencial mexicana de 2006, la publicidad electoral en los medios masivos de comunicación tiende a la simplificación del mensaje, a la trivialización de la cosa pública y, en el extremo, a la satanización del adversario. Habrá quien piense que esto es inevitable (e, incluso, positivo): la política -- dirán -- es enfrentamiento y en ella, como en la guerra y el amor, (casi) todo se vale. Pero otros admitimos sólo la primera parte del razonamiento: la política es confrontación, cierto, pero, para que sea democrática, debe darse dentro de ciertos límites y hacer eco de principios como la tolerancia, el respeto a la pluralidad, la legalidad, etc. Ésa es la lógica de la legislación mexicana vigente que establece que los partidos tienen la obligación de "abstenerse de cualquier expresión que implique diatriba, calumnia, infamia, injuria, difamación o que denigre a los ciudadanos, a las instituciones públicas o a otros partidos políticos y sus candidatos, particularmente durante las campañas electorales y en la propaganda política que se utilice durante las mismas" (Art. 38, inciso p del Código electoral). De lo contrario, la lucha por el poder sigue siendo política pero deja de ser democrática y amenaza con desbordar el cauce institucional. La experiencia de 2006 ofrece un asidero fáctico para la advertencia.

Durante la campaña presidencial, aconsejados por publicistas y mercadólogos que conciben la política como un gran mercado, la mayoría de los partidos mexicanos se saltó la norma. Y, de esta forma, el encono durante las campañas, multiplicado por la resonancia de los medios, dividió a los electores de los candidatos punteros en buenos y malos, honestos y corruptos, demócratas y fascistas. El extremo ofensivo de estas parejas de adjetivos fue esgrimido de manera simultánea, indistinta y recíproca, desde un bando contra el otro, y de regreso. Y, como hemos descubierto con asombro y tristeza después de la elección, muchos mexicanos quedaron atrapados en la lógica de amigo/enemigo de schmittiana memoria. Este clima de enemistad, podemos darlo por descontado, aumentó la presión (y la intensidad de las descalificaciones) a la que se vieron sometidas las autoridades electorales. Ante la intensidad del golpeteo, el árbitro parecía un párvulo en una partida de tahúres.

Por ello, como sucede en algunos países europeos, debe prohibirse de manera definitiva la contratación de publicidad política. Esto no implica que la política y la discusión democrática queden excluidas de la radio y la televisión, pero sí supone el fin de la propaganda pagada en los medios. Éstos deben tener la obligación de permitir, en igualdad de circunstancias, la difusión de las ideas y de los programas de las diferentes fuerzas políticas y, además, deben difundir en tiempos estatales las propuestas de los partidos y sus candidatos. De esta forma, por un lado, se reducirá radicalmente el costo de las campañas (y, en consecuencia, podrá rebajarse de manera importante el dinero que reciben los partidos políticos); por el otro, en principio, se generarán los incentivos necesarios para privilegiar las ideas sobre los insultos, las propuestas sobre las ocurrencias. Y, de paso, para matar tres pájaros de un tiro, deberá reducirse la duración de las campañas: La campaña para la presidencia dura cerca de 166 días (23 semanas y media), la campaña de senadores cerca de 91 días (13 semanas) y la de diputados cerca de 70 días (casi 11 semanas.) Esta reducción es otra medida virtuosa que justificaría la reducción del financiamiento a los partidos.

MÁS LEÑA A LA HOGUERA

En la elección mexicana de 2006, como nunca antes, actores distintos de los partidos políticos y sus candidatos se metieron de lleno en la competencia. Y, obviamente, cuando pudieron, lo hicieron desde los medios masivos de comunicación. Por una parte, el presidente Vicente Fox, con recursos del Estado, desenvainó la espada contra el candidato de la izquierda; por otra, aunque la legislación lo prohíbe expresamente, algunos empresarios y grupos de interés manifestaron su preferencia por el candidato que resultó ganador. Estos fenómenos, que en algunos países se consideran normales (y hasta deseables), en México, dado el diseño de nuestra legislación y el clima de animadversión que marcó a la contienda, abonaron en el terreno de quienes interpretaron el resultado electoral como la culminación de un complot contra el candidato de la Coalición. Para colmo, en un acto de profunda y cínica irresponsabilidad, cuando el Tribunal Federal Electoral, instancia judicial responsable de calificar la elección, denunció las faltas y los excesos en los que incurrieron tanto Fox como el Consejo Coordinador Empresarial, éstos ignoraron el reclamo de los jueces y presumieron la supuesta legitimidad de sus acciones. Más leña a la hoguera . . .

Hacia el futuro, una de dos: o la legislación contempla sanciones efectivas para quienes violen este tipo de prohibiciones o se levanta la restricción y se permite que cualquiera intervenga en las campañas. Es verdad que la autoridad electoral mexicana, el Consejo General del Instituto Federal Electoral (IFE), podría haber intentado acciones más enérgicas para frenar las campañas negativas e interrumpir la publicidad pagada por los empresarios y por la Presidencia de la República, pero también es cierto que no contaba con las herramientas legales -- sanciones efectivas y oportunas -- para detenerlos definitivamente. Y de ello se aprovecharon quienes ahora reclaman respeto para el árbitro de la competencia: presidente, partidos y empresarios, sabedores de que la autoridad no podía sancionarlos con eficacia, se burlaron de los llamados, acuerdos y comunicaciones del IFE. En esa medida, son corresponsables del deterioro de su credibilidad.

Estas intervenciones ilegítimas, y/o ilegales, que tanto han gravitado en el ambiente postelectoral mexicano, son un argumento adicional para prohibir, de manera definitiva y para todos, la compra de publicidad política en los medios de comunicación. De hecho, en una paradoja aparente, una restricción legal en este sentido podría venir acompañada de una liberalización de la intromisión de los ciudadanos y de sus asociaciones en las campañas electorales. Después de todo, en una democracia que se precie de serlo, la puerta para expresar preferencias y apoyar opciones políticas debe estar abierta para todos. Lo que no es válido es denigrar al adversario ni valerse de situaciones de privilegio -- el poder político, económico o ideológico -- para incidir en la contienda. Por ello, por sus costos e intereses, la publicidad política en los medios debe quedar igualmente vedada para todos. Una legislación que permita a los ciudadanos expresar abiertamente sus preferencias políticas pero que, además de procurar un debate de calidad, evite que sólo se escuchen las voces de los poderosos -- en términos políticos y/o económicos -- , prohibiendo que esas expresiones se difundan a través de los medios masivos de comunicación, sería el mejor signum prognosticum para el futuro.

PECADO ORIGINAL

En la elección presidencial mexicana de 2006, el máximo órgano de la autoridad electoral, el Consejo General del IFE, cometió algunos errores puntuales y, aunque culposos, políticamente relevantes. En concreto, los consejeros electorales: a) no difundieron en la noche de la elección las tendencias de los resultados; b) fueron poco convincentes al comunicar las razones que explicaban dicha omisión, y c) fueron torpes y confusos al explicar los motivos por los que no se habían computado, en el Programa de Resultados Electorales Preliminares (que permite consultar a través de internet el resultado de la elección casilla por casilla, pero sin validez legal), los votos de algunas actas que tenían ciertas "inconsistencias". Aunque esas decisiones habían sido previamente acordadas con todos los partidos políticos, no fueron comunicadas con oportunidad y precisión a los ciudadanos. El error, a la luz de los resultados de la elección, adquirió dimensiones mayúsculas. Como advertía Bentham: "una explicación tardía no repara siempre el mal de una primera impresión errónea. El pueblo, con lo poco que se trasluce de un proyecto, habrá concebido siniestros recelos". Sobre todo, hay que decirlo, cuando uno de los contendientes (en este caso la Coalición) decide aprovecharse de los titubeos de la autoridad para alimentar la espiral de la desconfianza. La negligente inexperiencia de unos y la deslealtad con la democracia de los otros pusieron en jaque a las instituciones electorales.

Pero la autoridad electoral cargaba con un vicio de origen que no es imputable a los funcionarios que integran su órgano directivo: el nombramiento de su presidente y los consejeros electorales, en 2003, fue fruto del desacuerdo y no del compromiso político. Muchos presagiamos los males que ese defecto prometía: sobre todo si se verificaba el resultado que finalmente, como una mala broma del destino, presenciamos en la elección presidencial. La falta de un acuerdo político detrás del nombramiento de los árbitros ha contaminado -- en muchos casos de manera injusta -- la evaluación pública de su desempeño y ha mermado su autoridad política. La solución de este defecto original no pasa -- al menos no necesariamente -- por la sustitución de los integrantes del órgano electoral pero sí, de manera urgente, por la manifestación categórica de confianza en el árbitro de parte de todas las fuerzas políticas (o, al menos, de las tres más importantes). El compromiso con el árbitro es un requisito político, no jurídico, de cara a las elecciones futuras. En esta dirección sería conveniente, de una vez por todas, encontrar una fórmula de renovación escalonada de los órganos directivos de las autoridades electorales (administrativas y jurisdiccionales). La experiencia, como hemos constatado, vale.

PARA TERMINAR

La única ruta prometedora, para reformar las instituciones electorales, es la del compromiso, el acuerdo, entre los partidos. Como sabía Kelsen, el "compromiso significa posponer lo que divide a los asociados para privilegiar lo que los une. Cada acuerdo, cada pacto, es un compromiso, porque compromiso significa recíproca tolerancia". Ese pacto político debe ser resultado de una deliberación y de una negociación amplia y responsable porque se trata de acordar las reglas del juego con las que se competirá por el poder político. Una competencia que, como nos enseñó Popper, sólo puede ser pacífica cuando logra ser democrática.

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