10 de enero de 2007

Sucesión en el PRI

José Antonio Crespo

Pronto se iniciará el proceso de sucesión de la dirigencia nacional del PRI, sin duda importante para ese partido pues, desde cuando perdió la Presidencia de la República en 2000, no ha logrado darse una nueva y eficaz gobernabilidad horizontal (para sustituir a la vertical que le daban los presidentes priistas). Una gobernabilidad esencial al menos para su supervivencia de largo plazo en la oposición (ya que su retorno a la Presidencia se ve cada vez más improbable). Viene entonces este nuevo intento, que deberá ser más exitoso y satisfactorio que el de hace cinco años, si de verdad el PRI ha de prevalecer como una fuerza relevante en la vida política mexicana. Y es que su sonado fracaso en los comicios presidenciales del año pasado encuentra buena parte de su explicación en ese proceso para elegir a su dirigencia nacional en febrero de 2002, sobre el cual cabe recordar lo siguiente:


1) Fue el primero en el cual el PRI se dio dirigentes por sí mismo, sin la famosa línea del jefe del Ejecutivo (el líder nato del partido). De ahí que dicha decisión implicara una competencia real entre dos bandos opuestos, representados uno por Roberto Madrazo (y Elba Esther Gordillo como compañera de fórmula) y otro por Beatriz Paredes. Aunque, en realidad, la contienda consistió menos en ver qué planilla tenía más adeptos que en comprobar cuál de ellas tenía más pericia en meter mano negra a la elección.

2) Ganaron, en efecto, quienes más fraude lograron hacer. Los tres millones de votos oficiales excedían con mucho a los electores verdaderos, lo cual se pudo calcular midiendo el tiempo que cada votante debió utilizar para emitir su sufragio en alguna de las siete mil casillas instaladas para la ocasión. En promedio, se emitió un voto por cada 1.2 minutos ininterrumpidamente durante las nueve horas en que estuvieron abiertas las casillas, un tiempo récord sin duda y, por lo mismo, inverosímil. En algunas el tiempo fue incluso menor: 40 segundos por cada votante, sin interrupción. Pero los periodistas y los observadores no vieron las casillas llenas a tope, como sugerían las cifras oficiales, sino más bien detectaron poca afluencia.

3) Madrazo ganó gracias a la experimentada participación del magisterio nacional en su favor, pero también porque en el estado del que era cacique rellenó las urnas sin el menor recato. En Tabasco, Madrazo le ganó a Paredes con una relación de 17 a uno, una cifra soviética que le aportó una ventaja de 4% a nivel nacional, siendo que logró ganar apenas por 1.4% de la votación total. Y, en Oaxaca, su aliado José Murat logró darle un triunfo en una relación de seis a uno. Es cierto que también Paredes venció claramente en su natal Tlaxcala y en el Estado de México (pues Arturo Montiel era su aliado), pero sólo a razón de tres a uno, cifra más modesta y creíble.

4) Esa elección abrió una nueva fisura dentro del partido. Pero también incubó algo más grave: la rivalidad a muerte (política) entre los ganadores. El acuerdo original fue que Madrazo se quedaría como dirigente nacional del partido y Elba Esther sería la secretaria general y, más adelante, coordinadora de la diputación priista. Madrazo no cumplió su parte y defenestró a la maestra Gordillo como coordinadora de los diputados priistas en 2003. Lo que dejó sembrada la semilla de una dañina guerra intestina.

5) Y, por supuesto, era de todos sabido que si Madrazo buscó la dirigencia nacional de su partido no era por la distinción en sí, sino como una fuerte plataforma para saltar a la candidatura presidencial. Desde ahí utilizó la estructura y los recursos del partido para asegurar esa investidura, pero al costo de dividirlo aún más. Es cierto que Madrazo logró darle un mínimo de cohesión y unidad, pero no al grado de superar las fracturas que inevitablemente tenían que aflorar durante la elección presidencial, lo que envió al PRI al tercer sitio.

A raíz de esa amarga experiencia, el PRI busca evitar caer en lo mismo. La fórmula para renovar hoy su dirigencia parece la menos riesgosa: ni una elección abierta —susceptible de magna defraudación electoral— ni una pequeña convención —fácilmente manipulable por los interesados—. En cambio, los más de 20,000 mil consejeros tendrán más posibilidad de sufragar en condiciones de libertad y autonomía, aun cuando bien se sabe que el peso de los diversos gobernadores priistas puede ser determinante. Eso, al grado en el cual se pondera si Enrique Jackson o Paredes tienen más probabilidades, a partir de los gobernadores que los respaldan (aunque no puedan hacerlo públicamente).

Es en parte una contienda entre la experiencia de unos contendientes frente a la relativa juventud y frescura de otros. Es más que probable que se imponga la experiencia, lo cual no implica que, quien venza, Paredes o Jackson, no intente algún proyecto de renovación profunda del partido, que bastante falta le hace. Y si bien es posible suponer que quien gane la dirigencia nacional automáticamente será precandidato presidencial para el 2012, nada garantiza que pueda alcanzar ese propósito por el hecho mismo de ocupar el cargo. Ahí está ya en precampaña el gobernador mexiquense Enrique Peña Nieto —el represor de San Salvador Atenco y encubridor del corrupto ex gobernador Montiel— y por la misma vía que lo llevó a la gubernatura: un multimillonario despliegue mediático. De cualquier manera, la pugna por la dirigencia suele ser encarnizada, sobre todo en un partido acostumbrado a dirimir sus diferencias mediante un arbitraje supremo, del que ahora carece. Por lo cual, existe la propuesta de firmar un “pacto de civilidad”, que sabemos cuánto vale a la hora de la verdad: nada. Tales pactos son casi un aviso de que la animosidad puede desbordarse una vez más, como hace cinco años.

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