Eric Magar es doctor en Ciencia Política por la University of California, en San Diego, y jefe del Departamento de Ciencia Política del ITAM. Vidal Romero es doctor en Ciencia Política por la Stanford University. Actualmente, ambos son profesores-investigadores de tiempo completo en el ITAM.
LA IRRUPCIÓN DEL GOBIERNO DIVIDIDO EN LA POLÍTICA MEXICANA
Las elecciones críticas de 1997 y 2000 trajeron a México la competencia democrática. Sin embargo el festejo fue muy corto, remplazándolo el desencanto con la administración de Vicente Fox, cada vez más compartido entre comentaristas y observadores de lo político. El ánimo crítico se ha nutrido de acusaciones de ineficacia e ineptitud, de denuncias por los escasos resultados de la administración y por el incumplimiento de las muchas promesas de reforma hechas en la campaña de 2000.
Entre los fracasos del ex presidente Fox sobresale la reforma estructural de la economía. Para los defensores del mercado, estas reformas son condición sine qua non para que la economía de México crezca a buen ritmo, obtenga un mejor provecho del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y coloque al país en mejor situación para competir con las pujantes economías emergentes de Asia y Europa del Este.
La creciente pluralización de la arena electoral mexicana erosionó sin remedio la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI) e inauguró una era de gobierno dividido, fenómeno no visto en México desde la década de 1920. Este fenómeno ocurre cuando el partido del presidente no cuenta con una mayoría en ninguna de las dos cámaras del Congreso. Comparado con el unificado, con el gobierno dividido la diferencia de intereses, tanto dentro de la legislatura como entre la legislatura y el ejecutivo, vuelve áspero el proceso legislativo y dificulta llevar a cabo cambios mayores al statu quo. El balance electoral de 2006 no ofrece un panorama mucho más alentador, ya que de nueva cuenta el partido del presidente carecerá de una mayoría legislativa propia.
En este ensayo argumentaremos que el fracaso de las principales reformas pendientes no es, como a menudo se infiere, resultado del advenimiento del gobierno dividido en México desde 1997. En la siguiente sección sostendremos que el impasse mexicano en los rubros fiscal, laboral y energético -- señalados como los de atención más urgente en la agenda mexicana -- se instaló en realidad desde hace mucho tiempo. Los primeros intentos fallidos de reforma en estos rubros ocurrieron hace alrededor de cuatro décadas. De hecho, el cambio que percibimos hoy es producto de la democracia misma, ya que los fracasos negociadores del pasado ocurrían a puerta cerrada, y hoy se desarrollan ante la mirada pública. Más adelante adoptamos una perspectiva comparada para intentar demostrar que el gobierno unificado no ha sido tampoco la panacea. En la experiencia de América Latina, los gobiernos unificados tampoco han alcanzado un récord reformador ni de desempeño mucho más brillante que el de los gobiernos divididos. En otras palabras, nada garantiza que iniciativas fracasadas en un gobierno dividido sean adoptadas por un gobierno unificado.
Ante la perspectiva de que el gobierno dividido llegó a México para quedarse por algún tiempo -- así como a muchos otros países de la región -- , no faltan voces que sostengan la conveniencia de reformar el sistema electoral para restaurar cláusulas de gobernabilidad o, cuando menos, facilitar mayorías al ejecutivo en el Congreso. Tampoco faltan partidarios de una reforma constitucional que deje la supervivencia del jefe del ejecutivo en manos del Congreso, y así generar alicientes para la cooperación entre los poderes en el proceso legislativo. Si nuestro argumento es correcto, existen menos razones para preocuparse por la gravedad del gobierno dividido. Creemos que estos llamados son un tanto apresurados. El gobierno dividido es un fenómeno democrático normal, esperable cuando se combina un electorado heterogéneo en sus intereses con instituciones que exigen un alto grado de consenso para poder tomar decisiones importantes. Así, en cualquier régimen político la posibilidad de reformar tiene que ver con la distribución de preferencias del electorado y sus representantes, filtradas por las instituciones que permiten la negociación y el intercambio, más que con la buena voluntad y el espíritu altruista del presidente y los legisladores. Concluimos el ensayo con un análisis de las posibilidades de negociación en un gobierno dividido.
LAS REFORMAS PENDIENTES EN MÉXICO . . . DESDE HACE MÁS DE 40 AÑOS
Desde mediados de la década de 1980, y sobre todo en la de 1990, el sistema económico de México experimentó una transformación profunda. En lo que representó un vuelco hacia la derecha tras la bancarrota de 1982, la llamada reforma estructural imprimió prudencia a las finanzas públicas, adelgazó sustancialmente el sector paraestatal y expuso los mercados al comercio exterior. En términos generales, la mudanza estructural tendió a privilegiar al mercado como rector del quehacer económico. Pero la reforma quedó inconclusa: dejó importantes sectores sin liberalizar. Aunque no son pocos los que aventuran la necesidad de echar atrás toda la reforma de mercado debido a sus magros resultados, tres son los principales rubros pendientes a juicio de los defensores del mercado: las reformas fiscal, laboral y energética. (El estado del debate económico en México y América Latina se puede revisar en "Wanted: a new regional agenda for economic growth", The Economist, 24 de abril, 2003.) Estas tres sobresalen por su relevancia para que México esté en condiciones de sostener un buen ritmo de crecimiento económico y de competir exitosamente contra las pujantes economías emergentes de Asia. En entrevista realizada el 30 de noviembre de 2005 por Mario Vázquez Raña, para la Organización Editorial Mexicana, el hoy ex presidente Fox estimaba que, de aprobarse las reformas estructurales que proponía, la economía mexicana crecería anualmente entre 5 y 6 por ciento.
Hoy que el déficit y el endeudamiento se descartan a priori, la reforma fiscal estriba en la necesidad de dotar al gobierno de recursos para actuar. México se encuentra en un nivel de recaudación cercano a la mitad del promedio alcanzado por naciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (en promedio 18.1% del PIB, contra 36.3% en promedio para los demás países miembro). Para mejorar la cantidad y calidad de la educación, para garantizar la seguridad pública o para desarrollar la infraestructura propicia a la inversión directa y productiva se necesitarán enormes inversiones por parte del gobierno, inversiones que resultan prohibitivas con la menguada capacidad recaudatoria actual.
La reforma laboral radica en la necesidad de flexibilizar el mercado de trabajo para alentar la inversión productiva y así poner un freno a la emigración, al desempleo y al engrosamiento del sector informal. El cambio propuesto implica quitar el monopolio de contratación a los sindicatos eliminando la obligatoriedad de los contratos colectivos, así como reducir la injerencia del gobierno en las relaciones obrero-patronales, haciendo voluntarias las quejas ante las Juntas de Conciliación y Arbitraje. Esto requiere reformas constitucionales.
En el caso de la reforma energética, el motor del crecimiento económico acelerado consume grandes cantidades de gasolina, gas y electricidad, y pide precios competitivos. Esto implica mayor inversión en la producción y distribución de energía eléctrica. Puesto que en este sector la constitución establece límites a la inversión privada, debe ser el gobierno el que realice la mayor parte de la inversión y garantice el abasto. Pero, al igual que en otros rubros, el gobierno mexicano no puede sufragar tales inversiones. Observamos así un cuello de botella cada vez más estrecho que parece poner en jaque el desempeño económico futuro.
Como ya se mencionó, mucho del desencanto con la administración Fox provino de su incapacidad de lograr estas reformas ante la obstinación del Congreso. Pero no hay que pasar por alto que las administraciones priístas previas a la de Fox tampoco llevaron a cabo estas tres reformas, incluso a pesar del ímpetu reformador de los presidentes De la Madrid (1982-1988), Salinas (1988-1994) y Zedillo (1994-2000), y de que, por esos años, existían condiciones para que el presidente ejerciera un control centralizado del proceso legislativo y de la reforma constitucional. (Jeffrey A. Weldon, "The political sources of Presidencialismo in Mexico", en S. Mainwarning y M.S. Shugart (comps.), Presidentialism and Democracy in Latin America, 1997; Alonso Lujambio, "Adiós a la excepcionalidad", febrero de 2000.)
De hecho, detectamos indicios de que la reforma fiscal está en la congeladora desde la década de 1960. Considérese el siguiente extracto de un clásico, El dilema del desarrollo en México, de Raymond Vernon (1966, p. 201):
El nivel de inversiones públicas internas depende parcialmente de la capacidad y disposición del gobierno para recaudar impuestos y en parte de su habilidad para obtener utilidades de las empresas descentralizadas. La disposición y capacidad para recaudar impuestos están limitadas por [...] una prolongada tradición de evasión y corrupción [así como] por limitaciones técnicas en el aparato de recaudación de tributos [...] Como resultado, aunque el gobierno mexicano todavía tiene capacidad suficiente para maniobrar en el proceso de hacer modestas revisiones de la estructura impositiva [...] parece incapaz, por el momento, de recaudar más del 10 o el 11% de la producción nacional bruta en forma de contribuciones.
Aunque estas afirmaciones pueden atribuirse claramente a la presidencia de Vicente Fox (el único cambio significativo es que hoy el gobierno mexicano recauda alrededor de 18% del PIB; véase Alberto Díaz Cayeros, Federalism, Fiscal Authority and Centralization in Latin America, 2006), el catedrático de la Harvard University se refería en realidad a las de Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958) y Adolfo López Mateos (1958-1964), en el apogeo de la hegemonía del PRI. A pesar de que por aquellos años ese partido ostentaba mayorías de entre 95 y 100% en las cámaras del Congreso, y de que al presidente se le reconocía la conducción centralizada de su partido, Vernon sostiene que el halo de omnipotencia presidencial era en gran medida simbólico. En los asuntos capitales, entre los que Vernon destaca (op. cit., p. 205) la reforma fiscal, el presidente mexicano estaba en realidad metido en una camisa de fuerza política, sostenida firmemente por los grupos de interés relevantes, que le imposibilitaron tomar medidas para acelerar el crecimiento económico de México.
En el caso de la política laboral, hay indicios de que la imposibilidad de reformar data, al menos, del sexenio del propio presidente Salinas, el gran reformador. En sus memorias (México, un paso difícil hacia la modernidad, 2000, pp. 495-500) narra su frustrado intento de convencer a la cúpula sindical de las bondades de su propuesta de reforma constitucional:
La tarde del 17 de noviembre de 1993 [...] me entrevisté con el dirigente de los trabajadores, Fidel Velázquez, y con Arsenio Farell, el secretario responsable del área laboral. La reunión estaba planeada para plantear al líder obrero la conveniencia de promover ante el Congreso una iniciativa de reforma al artículo 123 de la Constitución. [Mientras exponía...] don Fidel empezó a moverse inquieto en su sillón. Pero más intranquilo se mostraba el Secretario del Trabajo [...] Quien primero dio la voz de alarma en contra de la propuesta fue el Secretario del Trabajo: para mi profunda sorpresa, pues le había comentado con anterioridad la reforma, se opuso totalmente a ella... Don Fidel se sumó a la resistencia [...] No tuve más remedio que acceder.
A Salinas no pareció bastarle que su partido tuviera entonces el control de 64% de los escaños de la Cámara de Diputados y de la virtual totalidad del Senado. Previó una fuerte oposición dentro de su propio partido, y ello bastó para frustrar la reforma laboral de manera tan efectiva como silenciosa. El trasfondo de este episodio es la reacción anticipada. Si A prevé que, sin remedio, B echará atrás su propuesta, y A no espera ganancias de este rechazo, lo conveniente es contenerse y no proponer nada. Como resultado: no se observa conflicto entre A y B (en este caso, segmentos del PRI), lo cual está lejos de expresar que no existiera.
Sobre la fallida reforma energética, en específico la producción y distribución de energía eléctrica, existe entre los mexicanos una oposición mayoritaria a cambios en este rubro. Es significativo que en una encuesta realizada por ARCOP (a 1186 personas con representatividad nacional) en agosto de 2004, dos de cada tres entrevistados respondieron "el gobierno" al preguntárseles si creían que la electricidad es una actividad que debería estar en manos de éste o de particulares. Esta proporción se sostiene entre los grupos de edad, lo que permite concluir el fuerte conservadurismo de los mexicanos en materia de energía e hidrocarburos. El único elemento razonablemente optimista que se desprende del fracaso de la reforma eléctrica de Fox es que los partidos parecen transmitir esta sostenida preferencia del electorado hasta el gobierno. Algo esperable y normal en una democracia moderna con frenos y contrapesos.
Así, observamos que en México, incluso en periodos de gobierno unificado, cuando el régimen no era democrático y los costos de formar mayorías eran relativamente bajos, no se consumaron reformas similares a las que intentó el gobierno elegido democráticamente de Vicente Fox. En materias fiscal, laboral y energética, el fracaso reformador no es solamente atribuible a la democracia y al advenimiento del gobierno dividido, sino que responde a conflictos de interés muy profundos; no sólo de grupos organizados, sino también de nutridos subconjuntos de ciudadanos. En esto México parece no haber cambiado. Lo que sí cambió se dio en otro plano: el de la visibilidad del conflicto político. La competencia por influir en la política pública, que antes se desarrollaba tras bambalinas, en reuniones de camarillas políticas con ceniceros repletos y con total hermetismo, hoy se da en un ambiente mucho más abierto y transparente.
El ejecutivo y el legislativo hoy discuten abiertamente las diferencias en sus proyectos. Intercambian acusaciones y se recriminan su mutua falta de compromiso con el país. Los analistas acusan la falta de voluntad política y capacidad negociadora de los partidos. Y muchos ciudadanos culpan al sistema y a los políticos por su ineficacia para lograr acuerdos y llevar a buen puerto las reformas que mejorarán, o al menos eso se piensa, su situación. La situación actual se compara con los tiempos "dorados", cuando un mismo partido controlaba ambas ramas de gobierno y el conflicto público era prácticamente invisible. Así, parecería que un gobierno dividido es lo que entorpece los acuerdos entre actores políticos y, a su vez, la viabilidad de las reformas propuestas por el ejecutivo. Sin embargo, estas diferencias de intereses no por estar ocultas dejan de existir, aun cuando sean del mismo partido. Es fácil pasar esto por alto.
EL ÍMPETU REFORMISTA DE GOBIERNOS UNIFICADOS Y DIVIDIDOS
Muy lejos de ser una rareza mexicana, el gobierno dividido es un fenómeno común en democracias presidencialistas. Por ejemplo, dos de cada tres años desde el fin de la Segunda Guerra Mundial el presidente estadounidense ha carecido de una mayoría congresista. En Chile, desde 1990 en que retornó a la democracia, se ha experimentado el gobierno dividido dos de cada tres años; mientras que Venezuela lo hizo la mitad del periodo entre 1959 y 1994. En conjunto, la región latinoamericana ha vivido con gobiernos divididos 57% de los años entre 1985 y 2000. En democracias parlamentarias, el ejecutivo también puede (y suele) carecer de una mayoría legislativa, produciendo gobiernos minoritarios, similares al gobierno dividido. Entre 1945 y 1987, la tercera parte de los gobiernos emanados de los parlamentos de 12 democracias continentales europeas fueron de carácter minoritario. (Las fuentes de este párrafo son las siguientes: Gary W. Cox y Samuel Kernell (coords.), The Politics of Divided Government, 1991, p. 3; Peter M. Siavelis, The President and Congress in Postauthoritarian Chile, 2000; Michael Coppedge, "Venezuela: Democratic despite presidentialism", 1994, p. 333; T. Beck, G. Clark, A. Groff, P. Keefer y P. Walsh, "New tools in comparative political economy: The database of political institutions", World Economic Review, 2001, 15(1), pp. 165-176, y Michael Laver y Norman Schofield, Multiparty Government, 1991.)
El debate actual sobre la conveniencia de cambiar las instituciones para acabar con el gobierno dividido es la versión mexicana de un debate mucho más amplio. En Estados Unidos, James L. Sundquist (Constitutional Reform and Effective Government, 1986.), por ejemplo, hizo un llamado a reformar la constitución para remediar la marcada ineficacia de su gobierno, demostrada a su parecer con gran elocuencia por la tardía respuesta a la Gran Depresión o la dificultad para contener el pantagruélico déficit gubernamental de la década de 1980.
En el contexto latinoamericano, Juan Linz llegó a preguntarse si la inestabilidad que experimentó la democracia en la región durante el del siglo XX no es, de hecho, producto del sistema presidencialista y su marcada proclividad a la parálisis. ("Presidential or parliamentary democracy: Does it make a difference?", 1994.) En aras de la estabilidad, Linz instó a las jóvenes democracias a establecer el parlamentarismo como forma de gobierno.
A nuestro parecer, estos llamados son un tanto alarmistas, y responden a una insuficiente comprensión, muy generalizada, de cómo se toman las decisiones en el presidencialismo. Es significativo que incluso en Estados Unidos, que es por mucho el sistema mejor estudiado por la ciencia política, aún no exista un consenso sobre los efectos del gobierno dividido. Tras peinar las primeras planas de los principales diarios estadounidenses para detectar las iniciativas de ley más importantes que se discutieron en el Capitolio entre 1946 y 1990, David Mayhew (Divided We Govern, 1991) no encontró pruebas significativas de que el gobierno unificado fuera más productivo en éstas que el gobierno dividido. La medida de importancia de Mayhew no deja de tener ciertos problemas de validez, y otros estudios académicos han refutado sus hallazgos, pero nos da una buena idea del estado de la discusión en Estados Unidos.
Volviendo a México, tampoco encontramos indicios de la parálisis total con un gobierno dividido que parecería desprenderse de la lectura de las columnas de muchos analistas. Jeffrey Weldon proporciona un resumen de la actividad legislativa reciente en México que presentamos en el cuadro 1. En sus datos se detecta no una reducción, sino un sorprendente aceleramiento en la aprobación de iniciativas en las cámaras del Congreso de la Unión. Aunque debemos tomar estas pruebas con cierto escepticismo, porque siempre es posible que entre los números brutos se oculten diferencias importantes en el sentido y contenido de la legislación, no deja de sorprender que los diputados aprobaran más del doble de iniciativas en el segundo año de Fox (2001-2002) que en el segundo de Zedillo (1995-1996), y entre 3 y 4.5 veces más en los años siguientes. Lo que sí se hace patente en los datos es la reducción en la marca de éxito del presidente en el campo legislativo, en ambas cámaras. Si bien en el cuadro 1 no se hace el desglose, el presidente fue el autor del número de iniciativas aprobadas (32) en los años legislativos 1996-1997 y 2004-2005, pero si en el primero representaban 73% de ellas, en el segundo representaron solamente 11%. De ninguna forma esto quiere decir que haya parálisis, sino sólo que en el gobierno dividido el presidente no es ni el único ni el principal legislador en México.
En un plano más general, lo arrojado por el estudio tampoco permite confirmar el argumento de que los gobiernos unificados tengan un mejor desempeño económico que los divididos. Si esto fuera cierto, esperaríamos un mayor crecimiento, una menor inflación o un flujo mayor de inversión extranjera cuando el presidente goza de una mayoría parlamentaria que cuando no. La información que aparece en el cuadro 2 contradice estas expectativas. De hecho, y aunque las diferencias no son significativas, los gobiernos divididos de 18 países de América Latina entre 1985 y 2000 mostraron mejores niveles de inflación e inversión extranjera directa que los unificados, aunque los gobiernos unificados crecieron ligeramente más. En cualquier caso, estas diferencias son pequeñas.
En cuanto a llevar a cabo reformas estructurales, tampoco encontramos pruebas de que los unificados sean gobiernos con más éxito que los divididos en emprender reformas estructurales. Podemos tomar como medida el cambio anual de los índices de reformas estructurales de Eduardo Lora, que presentamos en el cuadro 3. Los índices reflejan el avance relativo en liberalizar cinco rubros de actividad económica en 19 países de América Latina y el Caribe entre 1985 y 1999, otorgando una calificación entre 0 (para el país menos reformador) y 1 (para el más reformador). Es patente que, en tres de los cinco rubros que contempla, así como en el índice agregado, los gobiernos divididos mostraron cambios promedio ligeramente mayores (es decir, mayor liberalización) que los de gobiernos unificados. En todo caso, la diferencia en los cambios entre ambos regímenes se encuentran cerca del cero, lo cual indica que hubo buenos y malos reformadores en más o menos la misma proporción tanto en el grupo de gobiernos unificados como en el de los divididos.
En resumen, está claro que ni el gobierno unificado trae necesariamente la bonanza económica, ni es la plataforma que inevitablemente consigue fuertes cambios al statu quo. Hay que desmitificar al gobierno unificado.
GOBIERNO DIVIDIDO, COSTOS DE TRANSACCIÓN Y CÓMO REFORMAR
Los gobiernos unificado y dividido tienen, cada uno, sus pros y sus contras. Ninguno es ni definitiva ni normativamente superior al otro en todos los aspectos. Más bien existe una tensión entre la coherencia de la política pública y su representatividad. Si el gobierno unificado tiende a producir programas más coherentes y a hacerlo con mayor agilidad que el dividido, éste último tiende a conseguir que una mayor gama de intereses se vea representada en los resultados a costa de un proceso de aprobación más accidentado.
La coherencia entre las distintas partes de un programa de gobierno suele facilitar la consecución rápida y sin obstáculos de los objetivos de un grupo de la sociedad. Pero el atributo de agilidad en producir políticas públicas de ninguna forma imprime sabiduría a las decisiones. Los objetivos alcanzados pueden o no coincidir con los intereses de la mayoría de los ciudadanos, por lo que no hay garantía de que sean "lo mejor para el país". La expropiación de la banca en 1982 -- medida que como pocas contribuyó a desalentar la inversión privada en México -- fue realizada por un gobierno unificado, con una agilidad legislativa extraordinaria. Lo que sí es dado esperar del gobierno unificado es que los intereses del ejecutivo serán más parecidos a los del legislativo que en el caso del dividido, pero eso es todo.
La representatividad política es un factor que favorece a la democracia. La oposición del Congreso, muy esperable en gobiernos divididos, induce al ejecutivo a considerar otros puntos de vista, además del propio, en la formulación de su programa. En caso de resultar aprobados, los elementos del programa habrán acomodado un número mayor de intereses. Aquí el problema es simétrico al examinado anteriormente: a medida que aumenta el número de intereses que es necesario sumar, los acuerdos no sólo se dificultan (el gobierno pierde agilidad y poder de decisión), sino que el resultado puede contener tantos elementos contradictorios que resulte ineficaz para resolver los problemas que se intentaba superar.
No hay que perder de vista que el gobierno unificado y el dividido son sólo dos configuraciones de preferencias ciudadanas distintas, ambas regidas por las mismas reglas de juego. Una de las ventajas del régimen presidencialista, con su elección separada de ejecutivo y legislativo, es que cuando una sociedad se encuentra dividida sobre un asunto, ambos lados del conflicto, con toda probabilidad, encontrarán sus intereses representados en las instancias de decisión política. El costo es el inevitable entorpecimiento del gobierno, pero se gana una mejor representación de las minorías.
Otra manera de representar la tensión es mediante la noción de costos de transacción. Para ello debemos entender la inversión en recursos de diversa índole (por ejemplo tiempo, dinero, concesiones o creatividad) necesaria para obtener resultados. Por la presencia de intereses más heterogéneos, el gobierno dividido aumenta los costos de transacción en el proceso legislativo. Pero no necesariamente los vuelve infranqueables. Por otro lado, nada garantiza que desaparezcan cuando se unifica el control del gobierno: algo que se traba en un gobierno dividido (como las tres reformas mexicanas con Fox) también puede fracasar con gobierno de un solo color (como con el PRI).
Dado que es esperable que el gobierno dividido no desaparezca mañana en México ni en América Latina, en vez de preguntarnos si es mejor el gobierno unificado y forzar mayorías artificiales, es más conveniente discutir las posibles estrategias de negociación en el gobierno dividido. En el fondo lo que urge en México es una mejor comprensión del sistema presidencialista en general, y del gobierno dividido en particular, para saber mejor cómo se legisla cuando los costos de transacción son relativamente elevados y las reformas implican grandes cambios en el statu quo.
Existen varias estrategias de negociación. Considérese primero una de las más recurrentes: otorgar concesiones al adversario. Estos edulcorantes pueden venir en el mismo ámbito que se busca cambiar en la negociación, diluyendo el alcance de la reforma; o bien pueden llegar en otros ámbitos de política pública. Las recientes reformas en el marco de telecomunicaciones en América Latina hicieron concesiones del primer tipo a los sectores nacionalistas más recalcitrantes en Argentina y en México: las cláusulas de privatización contenían límites expresos a la inversión extranjera. (Véase Victoria Murillo, "Political bias in policy convergence: Privatization choices in Latin America", 2002.) Así, las reformas en estos casos fueron posibles gracias a que el ejecutivo adaptó su propuesta a las preferencias de los actores relevantes para su aprobación. El ejecutivo pierde si sus preferencias no son llevadas a la práctica como hubiera deseado, pero gana si la reforma matizada por otros actores le resulta mejor que no reformar.
En otros casos, los presidentes recurren a compensaciones para obtener el apoyo de sus adversarios. Tal fue el caso del Partido Acción Nacional en el sexenio de Salinas, que exigió transparencia en la arena electoral y el reconocimiento de sus victorias en las urnas a cambio de aprobar las modificaciones constitucionales de la reforma económica. Asimismo, hay pruebas materiales de que la posición ideológica del adversario incide en el tamaño de las concesiones: los partidos de izquierda en América Latina, entre 1985 y 1999, exigieron sistemáticamente recompensas en forma de gasto electoral mayores que los de la derecha para dar su apoyo al programa de privatización del presidente. Esto obedece a que a medida que la postura del partido y sus electores esté más alejada de la política propuesta, se enfrentarán mayores costos electorales y de imagen. Las reformas neoliberales propuestas por Menem en Argentina y Salinas en México enfrentaban a sus propios partidos políticos, el Partido Justicialista y el PRI respectivamente, que tenían un largo historial de populismo. Menem compensó a sus aliados con mayores transferencias a las provincias de sus aliados y Salinas puso en práctica amplios programas sociales dirigidos a la clientela de su partido. (Vidal Romero, "Misaligned interests and commitment problems: A study of presidents and their parties with application to the Mexican Presidency and privatization in Latin America", 2005.)
Existen ingeniosas estrategias de negociación que no son tan evidentes como las anteriores. Cuando resulta difícil ablandar a un adversario, puede resultar útil recurrir a terceros partidos, más influyentes. Samuel Kernell (Going Public: New Strategies of Presidential Leadership, 1986) ha mostrado el uso sistemático, y casi siempre exitoso, que los presidentes estadounidenses han hecho de la televisión para solicitar, en peticiones solemnes a los electores que, por el bien de la nación, escriban a sus congresistas a fin de que cese su oposición a los planes del ejecutivo. Si esto no funciona, siempre es posible intentar remplazar al adversario por otro menos duro. Hay pruebas de que los asambleístas estatales y gobernadores en Estados Unidos utilizan sistemáticamente el veto como una herramienta de promoción electoral. (Eric Magar, "Bully pulpits: Posturing, bargaining, and polarization in the legislative process of the Americas", 2001.) El uso estratégico del veto, y la confrontación abierta -- y para muchos de mal gusto -- que resulta, permiten a cada lado de la disputa arengar a sus filas en busca del gobierno unificado para la siguiente elección.
CONCLUSIÓN
Acusar al gobierno dividido de la parálisis de reformas estructurales equivale a culpar al electorado mexicano, que es el que al fin y al cabo decide la conformación de los poderes del gobierno. El electorado, sin embargo, no se equivoca, por la simple razón de que no es un actor unitario con una voluntad general y armónica. Por el contrario, es un conjunto de individuos con numerosos intereses, distintos y, a menudo, contradictorios.
Concedemos que sería preferible que el presidente en México pudiera llevar a cabo su proyecto de gobierno político. No obstante, no es menester reformar las instituciones para simplificar esta tarea. Es responsabilidad de los emprendedores políticos y sus partidos volver a aprender a construir mayorías. Su trabajo consiste en abrir nuevas líneas de enfrentamiento político que superen el actual impasse en el electorado. Negociar implica dar para recibir. Resulta ingenuo pensar que los opositores a las reformas las aprobarán de manera altruista porque son lo mejor para el país. Los frenos y contrapesos de nuestra constitución, que exigen altos niveles de consenso para tomar las decisiones de gran importancia, tienen razones sobradas para existir, expuestas magistralmente en el Federalista por Madison et al. Sería poco prudente hacerlas a un lado para sobreponerse a un conflicto coyuntural.
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