21 de febrero de 2007

Elecciones controvertidas, signo de los tiempos

Michelangelo Bovero

Resumen: En los inicios de este siglo se ha difundido el fenómeno de elecciones cerradas con resultados muy cuestionados por alguna de las partes contendientes. Esto se debe, entre otras cosas, a una tendencia a la personalización de la política y de la verticalización del poder. Ambas cosas debilitan a la democracia, particularmente en América Latina donde la combinación de sistemas presidenciales, instituciones débiles y liderazgos personalistas tiende a exacerbar dichos rasgos.

Michelangelo Bovero es profesor de Filosofía Política en la Universidad de Turín, Italia.


VIRUS

En los inicios de este siglo parece como si un extraño virus hubiese agredido al mundo de las democracias reales: se va difundiendo el fenómeno de las elecciones controvertidas, cuestionadas y, en algunos casos, hasta impugnadas. El foco original de la infección se manifestó en el año 2000 con las elecciones presidenciales de Estados Unidos. ¿Quién no recuerda el desastre del escrutinio de Florida, así como la polémica y las dudas que perduraron incluso después del pronunciamiento de la Corte Suprema de aquel país? Según muchos observadores, Al Gore había obtenido probablemente más votos, pero la victoria se asignó a Bush Jr. En las elecciones estadounidenses de 2004, en las que Bush aventajó a Kerry, también surgieron fuertes dudas, aunque tardías, en torno a los resultados, en particular respecto a la votación del estado de Ohio. En 2005, lo que llamó nuestra atención fue el cerrado resultado, sin un claro vencedor, de las elecciones en Alemania, con la consiguiente controversia entre Helmut Schroeder y Angela Merkel, quienes reivindicaron simultáneamente el derecho a ocupar el cargo de canciller. En 2006 estallaron los casos de Italia, primero, y de México unos meses después. Se podrían considerar también otros ejemplos; pero los que he mencionado me parecen, por su variedad, los más relevantes para reflexionar en torno a un fenómeno que amenaza con desgastar a la institución básica de la política moderna, y que debe interpretarse colocándolo, antes que nada, en el contexto de la evolución más reciente de los regímenes democráticos.

¿DÓNDE ESTÁ LA DEMOCRACIA?

En dos de los cuatro países agredidos por el virus -- Estados Unidos y México -- está vigente el régimen presidencialista; en los otros dos -- Alemania e Italia -- , el régimen parlamentario. Pero, de hecho, la diferencia entre el presidencialismo y el parlamentarismo se está desvaneciendo. Desde hace tiempo presenciamos la homologación tendencial de ambas formas de gobierno (en sentido técnico: las subespecies institucionales de la democracia) en dirección a un único modelo "verticalizado". Algunos estudiosos hablan de la "presidencialización" de los regímenes parlamentarios: los poderes ejecutivos se fortalecen de diversas formas, de jure o de facto, y apuntan a neutralizar su natural dependencia de los parlamentos, o incluso a relegarlos a un papel subordinado. Se trata, pues, de una deformación patológica y progresiva que denomino "macrocefalia institucional": en todas partes una cabeza ejecutiva hipertrófica termina por aplastar a cuerpos representativos (parlamentos y asambleas locales) debilitados y desprovistos de poder.

La difusión de esta patología favorece el aumento y la exacerbación de otro fenómeno negativo muy notable, en gran medida ligado al advenimiento de la era de las imágenes: la personalización de la vida política. Y ésta a su vez favorece la difusión de la patología. En el momento clave de las elecciones, la atención general termina por convergir en pocos personajes, llamados líderes, que compiten por conquistar lo que se percibe como el sitio decisivo del poder, el vértice del Ejecutivo. En estas condiciones, la confrontación dialéctica entre partidos y programas pierde importancia, y las elecciones se transforman en una lucha personal por la investidura popular, en una especie de plebiscito en pro o en contra de éste o de aquel líder, candidato al puesto de "guía supremo" del país. (Dicho sea de paso: ¿acaso nadie se pregunta qué tiene que ver todo esto con la democracia?)

La conjunción de la personalización y la verticalización del poder produce una consecuencia ulterior también negativa en mi opinión: la creciente simplificación del "sistema político" (tal como lo llaman los especialistas: el conjunto de partidos y movimientos, es decir, de los actores colectivos de la política), que tiende a asumir una forma dicotómica. En algunos casos -- como en Italia, pero no sólo allí -- esta tendencia se acompaña, paradójicamente, de la proliferación de partidos y de listas electorales. Sin embargo, la paradoja es sólo aparente: de cualquier manera, la dinámica general del sistema impulsa al reagrupamiento en dos bloques contrapuestos que se disputan el poder gubernamental. La evolución de los sistemas políticos hacia el bipolarismo, y en prospectiva hacia el bipartidismo, se materializa, sobre todo cuando se aproxima el día de la votación, en la figura del liderazgo dual. Las campañas electorales se reducen esencialmente a una especie de duelo entre los líderes de los dos partidos y/o las coaliciones principales, independientemente del tipo de régimen que esté vigente y de la articulación efectiva del sistema político. La confrontación entre Merkel y Schroeder en Alemania -- donde la forma de gobierno es parlamentaria y las fuerzas políticas importantes son cinco o seis -- o el enfrentamiento entre Berlusconi y Prodi en Italia -- donde el régimen también es parlamentario pero los partidos son mucho más abundantes -- han asumido un significado político que no es distinto, en la sustancia, al de la contienda entre Bush y Gore (o Kerry) en Estados Unidos -- país donde rige el presidencialismo y un bipartidismo perfecto -- o de la competencia entre Calderón y López Obrador en México -- donde el sistema es presidencialista pero los partidos importantes son tres -- . Es interesante el caso de México: hasta donde entiendo, la serie de encuestas preelectorales sobre las intenciones de voto para los tres candidatos a la presidencia fue percibida por muchos como una especie de juego de eliminación, del que surgiría la pareja de los "verdaderos" contendientes. De aquí la fascinación (a mi parecer, perversa) que ejerce sobre muchos mexicanos el sistema francés de la segunda vuelta.

La simplificación del sistema político tendiente hacia la forma dicotómica goza de un amplio consenso: es concebida por casi todos los actores políticos importantes, y también por buena parte de los expertos, como el objetivo que toda democracia "madura" debería alcanzar. En mi opinión, por el contrario, constituye un empobrecimiento de la vida democrática. La reducción tendencial del pluralismo al dualismo incrementa la distancia entre el sistema político y la sociedad civil. El abstencionismo, y de manera más general, la apatía política y el alejamiento de la democracia, tienen causas múltiples y complejas, pero entre éstas figura también la reducción excesiva de la gama de posibilidades de elección. Aquellos que no se reconocen en ninguna de las opciones disponibles, no siempre optan por elegir el mal menor: pueden decidir no escoger a nadie. (En ocasiones esto sucede aun si hay más de dos alternativas que, sin embargo, resultan todas impresentables.) En todo caso, el hecho es que la cuota de quienes se abstienen de votar se ha convertido en un factor cada vez más determinante, y como tal es percibido por los actores políticos: casi como si el resultado de una elección no estuviese en manos de quienes sí votan, sino paradójicamente de quienes no lo hacen. Y es por eso que las campañas electorales se orientan cada vez más, de manera predominante, a conquistar el voto de los (así llamados) "electores indecisos o indiferentes". Ir en pos de este objetivo exaspera la lógica del duelo e induce fácilmente a los protagonistas, o a algunos de ellos, a la satanización del adversario. "Si no logro convencer al elector indeciso a votar por mí, al menos como mal menor, trataré de inducirlo a votar contra el otro, presentándolo como el mal mayor". Y, a veces, como el mal absoluto: con medios y argumentos que van mucho más allá de lo correcto, e incluso de lo decente. Es evidente que quienes se dejan convencer de esta manera son los ciudadanos menos educados, menos provistos de cultura democrática. Y es así como la vida política de las democracias reales corre el riesgo de volverse cada vez más decadente, en ambos lados: el de los electores y el de los elegidos.

POLÍTICA ANTIPOLÍTICA

Puede suceder que las coaliciones que se contraponen queden a final de cuentas divididas por un diminuto puñado de votos. Ello constituye una circunstancia objetiva que favorece la impugnación del resultado electoral. Pero en realidad el fenómeno, en sus formas más virulentas, se manifiesta no tanto porque el surco que divide a los contendientes sea muy delgado, sino más bien porque es muy profundo. Un conflicto áspero y perdurable en torno al resultado de las elecciones no es más que un grado ulterior de la exacerbación del conflicto político, interpretado como un duelo por la conquista de un poder verticalizado y personalizado.

Es verdad que la radicalización del enfrentamiento político tiene también otras causas sustanciales, cuyos orígenes se encuentran, directa o indirectamente, en las complejas y contradictorias dinámicas producidas por la globalización. Me refiero -- sin contar aquí con el espacio para profundizar en este análisis -- a la inclinación generalizada del eje político mundial hacia la derecha: a la afirmación de los neoliberalismos; a la resurrección de los nacionalismos bajo formas étnico-culturalistas; al nacimiento de partidos y movimientos racistas y xenófobos, más o menos (aunque no siempre) minoritarios, etc. Pero pienso, sobre todo, en la difusión de ciertas formas neopopulistas y neodemagógicas de estrategia política y electoral, que algunos estudiosos han rebautizado como "antipolítica". La política antipolítica se expresa en la hostilidad hacia el orden establecido por las arquitecturas institucionales; en el rechazo de la confrontación equilibrada entre las diversas posiciones, del debate que no esté orientado al choque, de las mediaciones en general; en la intolerancia al equilibrio de los poderes y hacia cualquier tipo de vínculos o controles; en definitiva, en la contraposición de la "voluntad del pueblo" frente a la de los órganos del poder constituido, invitando siempre a desconfiar de ellos (hasta que sean ocupados por otros). En Europa muchos movimientos y partidos de la derecha, ligados bajo diversas formas al "chauvinismo del bienestar" (Habermas), han obtenido un notable éxito político con métodos "antipolíticos". Es cierto que muchos partidos de izquierda han emprendido una especie de carrera de imitación de las derechas en el terreno político-programático; pero, a pesar de ello, la fractura se ha profundizado y el conflicto se ha radicalizado, justo cuando las derechas se hacían más populistas y antipolíticas.

En América Latina, en cambio, han sido más bien algunos partidos y movimientos (presunta y supuestamente) de izquierda, que se dirigen de diferentes maneras a las víctimas de la globalización, los que han asumido ropajes antipolíticos, sobre todo mediante el protagonismo de ciertos personajes carismáticos (en sentido neutro, weberiano). Es fácil ver cómo la antipolítica encuentra un terreno fértil en los fenómenos degenerativos que llevan a interpretar las elecciones como un método de designación de un vencedor supremo, o sea del "líder del país" y, por consiguiente, a concebir la democracia como una especie de autocracia electiva.1 A veces, en las formas grotescas de lo que yo denomino "caudillismo posmoderno".

NADIE PUEDE SER JUEZ DE SU PROPIA CAUSA

Cuando el resultado electoral es cuestionado, se plantean -- para los contendientes, los estudiosos, los observadores y los ciudadanos -- dos tipos de problemas. En primer lugar: ¿cómo se puede y cómo se debe establecer con certeza quién ha sido el verdadero vencedor de las elecciones? En segundo lugar: ¿acaso el vencedor, quien quiera que éste sea, triunfó realmente? Y dado que sólo representa a la mitad del país, ¿cómo puede pretender imponer su política a la otra mitad? Digamos de una vez por todas que esta última pregunta, en el plano formal, de la legitimidad jurídica y política, carece de sentido. Aquel candidato y/o coalición política que haya prevalecido, aunque sólo sea por un voto, tiene el derecho-deber de gobernar, esto es, de ejercer el poder de iniciativa y marcar la orientación política, y además de asumir las competencias que las diversas constituciones atribuyen a los titulares de la máxima función ejecutiva. Ello no equivale a imponer sin más la propia política. La pregunta conserva sentido, no obstante, en el plano sustancial, cuando perduran las condiciones de un conflicto radical: por ejemplo, cuando uno de los dos contendientes rechaza de cualquier modo y obstinadamente el reconocimiento de la victoria del otro.

Así se hace más urgente y apremiante responder a la primera pregunta: ¿cómo se determina quién fue el vencedor? Errores de cálculo, imprecisiones en la transmisión de los datos, pero también controversias en torno a la asignación de numerosos votos, en particular a las boletas nulas, se verifican en cualquier proceso electoral. Sin duda, éstos y otros factores pueden ganar importancia cuando el margen es estrecho. La experiencia enseña, no obstante, que afectan en una medida casi igual a todas las partes. Es, más bien, la radicalización del conflicto la que lleva a evocar (con razón o sin ella) el fantasma de la conspiración, de los fraudes. Pero sobre éstos, al igual que sobre los otros elementos cuestionables, ciertamente no es la presunta víctima la que tiene el poder de juzgar. Nemo iudex in causa sua. Cualquier ordenamiento constitucional democrático prevé normas para la solución de las controversias electorales y atribuye a un órgano institucional, con rango de magistratura, el poder de decidir sobre el mérito del asunto apoyándose en dichas normas. La legislación en la materia puede ser más o menos completa o adolecer de lagunas, puede ser más o menos adecuada o mediocre. Pero a un juez -- quien quiera que sea -- no se le puede y no se le debe pedir otra cosa que aplicarla. Ciertamente no se le debe pedir que la viole. Mucho menos que invente normas que no existen, pues será eventualmente tarea de la nueva legislatura mejorar las leyes vigentes. Y es menos admisible todavía, además de insensato, pedir al juez que decida a condición de que lo haga de un modo determinado, porque eso sería como decirle: "me someto a tu juicio si me das la razón". Ello equivaldría indudablemente a desautorizar a dicho juez.

En el modo de enfrentar y resolver la controversia y de asumir las consecuencias normativas radican las mayores diferencias existentes entre los casos que he considerado aquí. La solución más indolora se adoptó en Alemania en 2005, incluso porque allí nadie promovió una verdadera impugnación de los resultados del conteo: el cargo de canciller fue asignado al líder del partido de mayoría relativa, aun cuando tal mayoría era reducidísima, y así se formó un gobierno de "gran coalición". Solución que fue posible gracias a la mayor flexibilidad del régimen parlamentario que, a pesar de las distorsiones inducidas por la tendencia hacia la "presidencialización material", conserva todavía en algunos casos concretos, como el alemán, diferencias importantes y ventajosas con respecto al presidencialismo formal y completo. Sin duda es una solución excepcional pero, quiero agregar, perfectamente democrática: sólo quien es presa de una concepción distorsionada de la democracia como imposición de la voluntad de la mayoría (o, peor, de un líder) no logra ver las virtudes democráticas del compromiso. Sin embargo, una solución similar de "gran coalición" fue rechazada -- por Prodi, correctamente en mi opinión -- en Italia, donde también el régimen parlamentario está en vigor aunque mucho más deteriorado que el alemán; pero la brecha entre las coaliciones políticas es profunda y el conflicto irreconciliable.

En cambio, en las elecciones estadounidenses de 2000, la controversia estalló precisamente por el resultado numérico de la votación. Es probable que el candidato que fue declarado perdedor, Al Gore, haya conservado la firme convicción de haber obtenido más votos que su adversario. Pero frente al pronunciamiento de las autoridades competentes se retiró de la contienda en buena lid. Ciertamente ni siquiera acarició la idea de organizar una protesta popular. Mucho menos de hacerse nombrar presidente por una multitud reunida en una plaza. La democracia de Estados Unidos es muy imperfecta; más aún, en mi opinión, es insuficientemente democrática, pero las instituciones son sólidas. Y fuera de las instituciones constitucionales, o peor aún en contra de ellas, sólo puede existir una caricatura de democracia.

En Italia, hace pocos meses, frente a una ventaja reducidísima de votos a favor de la coalición de centro-izquierda, el líder de la coalición de centro-derecha -- el primer ministro saliente Berlusconi, héroe emblemático del neopopulismo mediático, príncipe de la antipolítica posmoderna -- , denunció una conjura y habló de fraudes. (Nótese bien: en Italia las elecciones son organizadas y controladas por el ministro del Interior, que en esa circunstancia era un hombre de confianza de Berlusconi, y que al final del escrutinio afirmó que todo se había desarrollado correctamente.) Nuestro "tele-caudillo" declaró haber sufrido "el robo de una victoria limpia", levantando la sospecha de decenas o centenas de miles de votos arrebatados fraudulentamente por la izquierda, y de innumerables boletas a su favor injustamente anuladas. Afirmó que iba a "exigir" el recuento total de los votos. Ello, sencillamente, no está permitido por la ley. Amenazó con llenar las plazas (alternando las acusaciones y las amenazas con propuestas de "gran coalición" al estilo alemán: la coherencia no es una virtud de los demagogos). Sin embargo, después de la sentencia de la magistratura competente que confirmaba la victoria del centro-izquierda, mientras continuaba ocasionalmente con sus amenazas, se fue adaptando más o menos al papel de jefe de la oposición, persiguiendo un objetivo bien preciso: aprovechar cada ocasión para hacer caer al gobierno de Prodi, objetivamente débil en el ámbito parlamentario.

¿DEMOCRACIA DIRECTA?

En México, podría decirse que López Obrador realizó, al menos en parte y a su modo, lo que Berlusconi sólo había amenazado. Convocó a sus seguidores a llevar a cabo una protesta masiva, que adquirió también el significado de una presión pública sobre el Tribunal Electoral. Pero después fue más allá: tras el pronunciamiento definitivo por parte de dicha institución, organizó una (pretendida) Convención Nacional Democrática, de tal forma que el "pueblo" (¿?) reunido en la plaza lo proclamase "presidente legítimo" contra el "usurpador". Me pregunto si ésta no es una típica estrategia antipolítica: la Plaza frente al Palacio, el Pueblo frente al Poder. No se me malentienda: la protesta colectiva, incluso radical, corresponde perfectamente a la dialéctica de la vida democrática, sólo que con ciertas condiciones. No siempre, aun cuando sea formalmente legítima, una protesta tiene motivaciones y fines, formas y contenidos aceptables desde un punto de vista democrático. En ocasiones puede representar un peligro precisamente para la salud de la democracia. Un peligro todavía más insidioso en la medida en que la acción de protesta exhibe vistosas apariencias democráticas.

Después del primer anuncio del resultado electoral, López Obrador manejó su relación con la masa presentándola como un ejercicio de "democracia directa". Ahora bien: la decisión de una multitud que responde a las preguntas del líder con un sí o con un no, o que aprueba o desaprueba levantando la mano, no es una decisión democrática. Es más bien equiparable a la aclamación, que constituye (según decía Bobbio) precisamente la antítesis de la democracia, porque los eventuales disidentes no cuentan para nada, ni tienen una verdadera manera para expresarse, además de sufrir la presión, por lo menos psicológica, de quien está junto a ellos. Se puede definir democrática a la decisión de una asamblea sólo si cada uno de sus miembros tiene la misma posibilidad de discutir las propuestas de los demás y de presentar y argumentar propuestas alternativas. Esto es lo que sucedía en la democracia directa ateniense, y es también lo que sucede, toda diferencia guardada, en un parlamento bien ordenado. En cambio, para quien conoce la historia del siglo XX italiano, la imagen de una multitud que responde "Síii" a la pregunta del líder "¿Estamos de acuerdo en esto?", evoca malos recuerdos. No pretendo sugerir analogías contundentes, quisiera solamente despertar de manera modesta y serena una interrogante en el ánimo de quienes estuviesen demasiado seguros de encontrar la democracia en la multitud, pasando por encima de las instituciones.

En el caso mexicano tal parece que el rechazo radical al resultado electoral se relaciona con una forma particularmente acentuada de liderazgo personalista: el rechazo al resultado representa la exacerbación extrema de una interpretación hiperconflictiva de la política como duelo y, por otro lado, el liderazgo personalista constituye la expresión más aguda de una concepción verticalizada del poder. Ambos fenómenos pueden interpretarse como manifestaciones críticas particularmente graves de las mismas patologías degenerativas a las que tiende, por su naturaleza, el régimen presidencialista.

El presidencialismo, sugería Bobbio, se desliza fatalmente hacia el autoritarismo. Al menos, si no encuentra frenos y contrapesos eficaces en el parlamento. Por desgracia, la historia más reciente de las democracias reales muestra una tendencia más o menos uniforme hacia el desequilibrio de los poderes en perjuicio de los órganos representativos parlamentarios. Y ahí donde las cámaras logran todavía contrarrestar el reforzamiento del poder ejecutivo -- como sucede en algunos países de Europa en los cuales rige el parlamentarismo, y en ocasiones incluso en Estados Unidos o en aquellos regímenes presidenciales o semipresidenciales cuando se verifica la circunstancia del "gobierno dividido" -- inmediatamente se invocan y se diseñan dispositivos, institucionales y/o informales, para dar vuelta al obstáculo en nombre de la "gobernabilidad". Palabra mágica y peligrosa, a la que casi siempre se recurre para impulsar y justificar un empeoramiento de la calidad democrática de la vida política. En América Latina, una desafortunada coyuntura histórica ha querido que los procesos de democratización (la llamada "Tercera Ola", pero también la transición mexicana, que representa un caso aparte) se hayan canalizado a través de ordenamientos constitucionales de tipo presidencialista, con parlamentos por lo general débiles. Las señales de degeneración de estas democracias frágiles no tardaron en manifestarse: en algunos casos, como ya apunté, en la forma grotesca del caudillismo posmoderno; en otros, en la forma menos colorida de un desbordamiento de los poderes y de la acción del ejecutivo, protegida por la neutralización o subordinación de los órganos de control, como las cortes constitucionales. Temo que es una mala apuesta esperar que en la región prevalgan los ejemplos más virtuosos (que sin embargo existen). Quien desee verdaderamente la democracia, debe reconocer que en América Latina es necesario trasladar el eje del poder desde el gobierno presidencial hacia el parlamento. O dicho con toda claridad: del presidencialismo al parlamentarismo.

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