14 de febrero de 2007

Representatividad política

José Antonio Crespo

De 1987 a 1996, un lapso de 10 años, experimentamos cinco reformas electorales. Las primeras tres (1987, 1990 y 1993) dieron pasos atrás en materia de integración del Congreso, para darle al PRI más curules aunque captara menos votos, pero al mismo tiempo se sembraron los embriones de lo que más tarde serían dos pilares de nuestra democracia electoral: el IFE y el Tribunal Electoral. Las dos subsiguientes reformas (1994 y 1996) dieron pasos sustanciales justamente para convertir aquellas instituciones (el IFE y el Tribunal) en autónomas con respecto al gobierno y más facultades para cumplir sus funciones. Ambas reformas nos permitieron cruzar cabalmente el umbral de la competitividad. Pero al parecer, los legisladores se tomaron en serio aquello de que la reforma de 1996 sería la "definitiva", como la bautizó Ernesto Zedillo , y pese a detectar una serie de nuevos problemas y lagunas, dejaron pasar otros diez años sin reformar la legislación electoral federal. Ahora, tras el fracaso de la elección presidencial del año pasado (pues no se consiguió el invaluable consenso electoral), una nueva reforma es indispensable. Ojalá que se trate de una reforma a fondo y no una superficial, que simplemente barnice nuestra obsoleta legislación y parche algunos de los hoyos evidenciados el año pasado.

Por lo pronto, se han empezado a discutir estos temas en el seminario Constitución, Democracia y Elecciones: La reforma que viene, organizado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, a lo largo de esta semana. Hay varios cambios que convendría hacer a la legislación electoral. Por ejemplo: 1) Carlos Abascal y Rosario Green propusieron un "candado al trapecismo político", para evitar que militantes de un partido salten súbitamente como candidatos de otra formación política, como ha ocurrido varias veces (y recientemente con Ana Rosa Payán como abanderada del PT y el PC, y casi del PRD). Y es que tanto los trapecistas como los partidos receptores, al permitir eso, envían un mensaje muy claro en el sentido de que su ideario, su programa, sus ofertas políticas, su historia y trayectoria, son meros embozos para acceder al poder y captar votos. El poder por el poder. Un pragmatismo descarnado disfrazado del más puro idealismo. Una abierta burla a los electores. Y, como no se puede confiar en la ética de candidatos ni partidos, conviene incorporar en la ley un candado para obligar a que transcurran dos años antes de que militantes de un partido ocupen una candidatura bajo las siglas de otro.

2) La fórmula actual de financiamiento público distribuye los excesivos recursos a partir del porcentaje de votos captado por cada partido. Para vincular y responsabilizar a los partidos con los niveles de participación electoral, el criterio al repartir los fondos públicos no debiera ser el porcentaje de votos, sino el número de votos (en términos absolutos). Darle a los partidos una cierta cantidad por cada voto efectivo que recibe, con lo cual el abstencionismo —que va al alza y refleja un bajo desempeño político de los partidos— los penalizaría por donde más les duele: el dinero. Mientras más lejanos de la ciudadanía, menos fondos públicos. Sería lo justo.

3) La reelección legislativa no debe seguir postergándose: constituye uno de los dos pilares de la representación política democrática. El primero es la elección de los legisladores por voto libre y el segundo la rendición de cuentas de esos representantes hacia sus representados, lo que es imposible sin reelección consecutiva. El asunto es de ida y vuelta.

4) La representación política también es deformada por la posibilidad de coaliciones electorales —que no se traducen en alianzas legislativas—, gracias a las cuales partidos sin representación ciudadana pueden acceder al Congreso (como fue el caso del Partido Verde el año pasado), o bien otros con una representación pequeña la pueden incrementar artificialmente (como el PT y el PC al subirse al carro del PRD). Por lo cual, esos partidos detentan más curules y financiamiento de lo que su verdadera fuerza electoral justifica. La salida es regresar a las candidaturas comunes, que permiten contabilizar cada voto a favor de cada partido y, a partir de ahí, dotarlos (o no) de su registro, las curules y el financiamiento correspondientes.

5) La ley permite todavía una sobrerrepresentación de hasta ocho por ciento en la Cámara Baja para los partidos más grandes, resabio de la famosa "cláusula de gobernabilidad" que permitía al PRI mantener la mayoría absoluta de la Cámara aunque no tuviera esa misma proporción de votos. Una mejor representatividad implicaría equilibrar el porcentaje de votos con el porcentaje de curules para cada partido.

6) Igualmente, no se justifican ya los senadores de "representación proporcional", que contravienen el sentido federalista del Senado y se introdujeron para abrir las puertas de la Cámara alta a la oposición. Ahora hay mejor distribución natural del poder.

7) Las elecciones intermedias para renovar la Cámara baja representan una pérdida de tiempo y dinero, pues en ese año se paraliza prácticamente la actividad legislativa. Además, se eleva la probabilidad de que crezca la distancia entre el partido gobernante y su presencia en esa Cámara (como le pasó al PRI en 1997 y al PAN en 2003). Nada perderíamos con nombrar a los diputados también por seis años, dándoles así más tiempo para aprender a legislar (pues casi todos son primerizos). Desafortunadamente, muchas de estas propuestas tienen pocas probabilidades de ser tomadas en cuenta, pues atienden más al interés ciudadano que al de los partidos. Y los legisladores obedecen en primer lugar a sus partidos, y sólo de vez en vez a sus presuntos representados.

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