23 de febrero de 2007

El panismo real

Alfonso Zárate

En palabras de Manuel Gómez Morín, el pan nació para ‘crear ciudadanía’, para formar ‘conciencia cívica’. Hoy su realidad parece distante de aquellos postulados.

Durante buena parte del siglo xx, el partido de la revolución institucionalizada monopolizó el acceso al poder. Más allá de ideologías o programas, muchos militaron (y militan) en el pri por mera conveniencia. Un espacio alternativo nació en las postrimerías del cardenismo, el 16 de septiembre de 1939, con el objetivo de convertirse en la ‘conciencia democrática del país’ se fundó el Partido Acción Nacional.

Durante décadas, el pan participó en la ‘cosa pública’ más en términos simbólicos que reales, era ‘la oposición leal’, un ejército de demócratas, católicos, empresarios e intelectuales, que alentaban una cultura política, cívica y democrática. Más que una fuerza política orientada a conseguir votos, su espacio parecía reducirse a promover su doctrina y crear una militancia, por eso durante años experimentó luchas infructuosas y derrotas al por mayor. No sin ironía Adolfo Ruiz Cortines los llamó: ‘místicos del voto’.

La ‘liberalización’ del régimen y el arribo de ‘neopanistas’ y ‘bárbaros del norte’ (una camada de empresarios que disparó la expropiación bancaria de 1982) le dio una verdadera vocación de poder a la más vieja oposición… Pero el ejercicio del gobierno deterioró la mística de sus fundadores.

Les hizo justicia la alternancia

Con la promesa del ‘cambio’ en 2000 llegó la alternancia por la derecha y el fin del partido de Estado. Pero desde los primeros días del gobierno de Fox los desvaríos panistas sacudieron a la opinión pública: corrupción, nepotismo, despilfarro, frivolidad… Ejemplos sobran: 1) los hipersueldos de alcaldes en municipios del Estado de México, el más obsceno: Agustín Hernández Pastrana, de Ecatepec, quien se adjudicó un salario mensual de 420,000 pesos. No fue el único, otros ediles y gobernadores como Ignacio Loyola, de Querétaro, se despacharon con la cuchara grande; 2) en el Congreso del Estado de México, la falta de escrúpulos panistas se mostró cuando Isidro Pastor, operador del gobernador Arturo Montiel, compró a un grupo de diputados blanquiazules para quitarles la mayoría; 3) el asesinato de la regidora María de los Ángeles Tamés, quien en agosto de 2001 denunció la corrupción en Atizapán, el acusado fue su correligionario, el edil Juan Antonio Domínguez, quien cuatro años después fue absuelto; 4) la frivolidad y los excesos de muchos de sus gobernantes; entre ellos el que lo fuera en Morelos, Sergio Estrada Cajigal, asiduo a las páginas de sociales y a aventuras en ‘el helicóptero del amor’, y 5) la vista gorda de jefes delegacionales como Fadlala Akabini en Benito Juárez y Fernando Aboitiz en Miguel Hidalgo, quienes permitieron la proliferación de antros y edificios fuera de la norma en sus jurisdicciones.

Las tensiones actuales

Hoy, a lo largo del país se exhiben los desarreglos en el pan: en Aguascalientes, el gobernador Armando Reynoso Femat fue denostado por el comité directivo estatal por su desacuerdo con la decisión de endeudar a la entidad por 2,000 mdp. En Yucatán, la insatisfacción con el proceso interno llevó a Ana Rosa Payán a renunciar a una militancia de 23 años e ir por una ‘candidatura ciudadana’ (opción posible en la legislación estatal). En Guerrero, recientemente fue asesinado el diputado local Jorge Bajos Valverde, el presunto autor intelectual es Manuel González, esposo de Jacqueline Orta, diputada suplente del asesinado. En estos días se habla también del nepotismo del actual gobernador de Morelos y líder de ‘La sagrada familia’, Marco Antonio Adame.

Además, el presidente Calderón se topa con un pan ‘infiltrado’ por El Yunque en puestos clave, que en los hechos significa el ‘asalto al partido’ por una derecha radical. Para no ir lejos, el dirigente nacional Manuel Espino designó a Carlos Abascal como Secretario General Adjunto, Luis Ernesto Derbez como secretario de Relaciones Internacionales y Francisco Javier Salazar, de Acción de Gobierno.

El panismo realmente existente sufre tensiones y enfermedades propias del poder. ¿La doctrina y los valores que enseñaron los fundadores sucumbieron ante la mezcla de pragmatismo y falta de escrúpulos?

El autor es politólogo y director de Grupo Consultor Interdisciplinario.

21 de febrero de 2007

Elecciones controvertidas, signo de los tiempos

Michelangelo Bovero

Resumen: En los inicios de este siglo se ha difundido el fenómeno de elecciones cerradas con resultados muy cuestionados por alguna de las partes contendientes. Esto se debe, entre otras cosas, a una tendencia a la personalización de la política y de la verticalización del poder. Ambas cosas debilitan a la democracia, particularmente en América Latina donde la combinación de sistemas presidenciales, instituciones débiles y liderazgos personalistas tiende a exacerbar dichos rasgos.

Michelangelo Bovero es profesor de Filosofía Política en la Universidad de Turín, Italia.


VIRUS

En los inicios de este siglo parece como si un extraño virus hubiese agredido al mundo de las democracias reales: se va difundiendo el fenómeno de las elecciones controvertidas, cuestionadas y, en algunos casos, hasta impugnadas. El foco original de la infección se manifestó en el año 2000 con las elecciones presidenciales de Estados Unidos. ¿Quién no recuerda el desastre del escrutinio de Florida, así como la polémica y las dudas que perduraron incluso después del pronunciamiento de la Corte Suprema de aquel país? Según muchos observadores, Al Gore había obtenido probablemente más votos, pero la victoria se asignó a Bush Jr. En las elecciones estadounidenses de 2004, en las que Bush aventajó a Kerry, también surgieron fuertes dudas, aunque tardías, en torno a los resultados, en particular respecto a la votación del estado de Ohio. En 2005, lo que llamó nuestra atención fue el cerrado resultado, sin un claro vencedor, de las elecciones en Alemania, con la consiguiente controversia entre Helmut Schroeder y Angela Merkel, quienes reivindicaron simultáneamente el derecho a ocupar el cargo de canciller. En 2006 estallaron los casos de Italia, primero, y de México unos meses después. Se podrían considerar también otros ejemplos; pero los que he mencionado me parecen, por su variedad, los más relevantes para reflexionar en torno a un fenómeno que amenaza con desgastar a la institución básica de la política moderna, y que debe interpretarse colocándolo, antes que nada, en el contexto de la evolución más reciente de los regímenes democráticos.

¿DÓNDE ESTÁ LA DEMOCRACIA?

En dos de los cuatro países agredidos por el virus -- Estados Unidos y México -- está vigente el régimen presidencialista; en los otros dos -- Alemania e Italia -- , el régimen parlamentario. Pero, de hecho, la diferencia entre el presidencialismo y el parlamentarismo se está desvaneciendo. Desde hace tiempo presenciamos la homologación tendencial de ambas formas de gobierno (en sentido técnico: las subespecies institucionales de la democracia) en dirección a un único modelo "verticalizado". Algunos estudiosos hablan de la "presidencialización" de los regímenes parlamentarios: los poderes ejecutivos se fortalecen de diversas formas, de jure o de facto, y apuntan a neutralizar su natural dependencia de los parlamentos, o incluso a relegarlos a un papel subordinado. Se trata, pues, de una deformación patológica y progresiva que denomino "macrocefalia institucional": en todas partes una cabeza ejecutiva hipertrófica termina por aplastar a cuerpos representativos (parlamentos y asambleas locales) debilitados y desprovistos de poder.

La difusión de esta patología favorece el aumento y la exacerbación de otro fenómeno negativo muy notable, en gran medida ligado al advenimiento de la era de las imágenes: la personalización de la vida política. Y ésta a su vez favorece la difusión de la patología. En el momento clave de las elecciones, la atención general termina por convergir en pocos personajes, llamados líderes, que compiten por conquistar lo que se percibe como el sitio decisivo del poder, el vértice del Ejecutivo. En estas condiciones, la confrontación dialéctica entre partidos y programas pierde importancia, y las elecciones se transforman en una lucha personal por la investidura popular, en una especie de plebiscito en pro o en contra de éste o de aquel líder, candidato al puesto de "guía supremo" del país. (Dicho sea de paso: ¿acaso nadie se pregunta qué tiene que ver todo esto con la democracia?)

La conjunción de la personalización y la verticalización del poder produce una consecuencia ulterior también negativa en mi opinión: la creciente simplificación del "sistema político" (tal como lo llaman los especialistas: el conjunto de partidos y movimientos, es decir, de los actores colectivos de la política), que tiende a asumir una forma dicotómica. En algunos casos -- como en Italia, pero no sólo allí -- esta tendencia se acompaña, paradójicamente, de la proliferación de partidos y de listas electorales. Sin embargo, la paradoja es sólo aparente: de cualquier manera, la dinámica general del sistema impulsa al reagrupamiento en dos bloques contrapuestos que se disputan el poder gubernamental. La evolución de los sistemas políticos hacia el bipolarismo, y en prospectiva hacia el bipartidismo, se materializa, sobre todo cuando se aproxima el día de la votación, en la figura del liderazgo dual. Las campañas electorales se reducen esencialmente a una especie de duelo entre los líderes de los dos partidos y/o las coaliciones principales, independientemente del tipo de régimen que esté vigente y de la articulación efectiva del sistema político. La confrontación entre Merkel y Schroeder en Alemania -- donde la forma de gobierno es parlamentaria y las fuerzas políticas importantes son cinco o seis -- o el enfrentamiento entre Berlusconi y Prodi en Italia -- donde el régimen también es parlamentario pero los partidos son mucho más abundantes -- han asumido un significado político que no es distinto, en la sustancia, al de la contienda entre Bush y Gore (o Kerry) en Estados Unidos -- país donde rige el presidencialismo y un bipartidismo perfecto -- o de la competencia entre Calderón y López Obrador en México -- donde el sistema es presidencialista pero los partidos importantes son tres -- . Es interesante el caso de México: hasta donde entiendo, la serie de encuestas preelectorales sobre las intenciones de voto para los tres candidatos a la presidencia fue percibida por muchos como una especie de juego de eliminación, del que surgiría la pareja de los "verdaderos" contendientes. De aquí la fascinación (a mi parecer, perversa) que ejerce sobre muchos mexicanos el sistema francés de la segunda vuelta.

La simplificación del sistema político tendiente hacia la forma dicotómica goza de un amplio consenso: es concebida por casi todos los actores políticos importantes, y también por buena parte de los expertos, como el objetivo que toda democracia "madura" debería alcanzar. En mi opinión, por el contrario, constituye un empobrecimiento de la vida democrática. La reducción tendencial del pluralismo al dualismo incrementa la distancia entre el sistema político y la sociedad civil. El abstencionismo, y de manera más general, la apatía política y el alejamiento de la democracia, tienen causas múltiples y complejas, pero entre éstas figura también la reducción excesiva de la gama de posibilidades de elección. Aquellos que no se reconocen en ninguna de las opciones disponibles, no siempre optan por elegir el mal menor: pueden decidir no escoger a nadie. (En ocasiones esto sucede aun si hay más de dos alternativas que, sin embargo, resultan todas impresentables.) En todo caso, el hecho es que la cuota de quienes se abstienen de votar se ha convertido en un factor cada vez más determinante, y como tal es percibido por los actores políticos: casi como si el resultado de una elección no estuviese en manos de quienes sí votan, sino paradójicamente de quienes no lo hacen. Y es por eso que las campañas electorales se orientan cada vez más, de manera predominante, a conquistar el voto de los (así llamados) "electores indecisos o indiferentes". Ir en pos de este objetivo exaspera la lógica del duelo e induce fácilmente a los protagonistas, o a algunos de ellos, a la satanización del adversario. "Si no logro convencer al elector indeciso a votar por mí, al menos como mal menor, trataré de inducirlo a votar contra el otro, presentándolo como el mal mayor". Y, a veces, como el mal absoluto: con medios y argumentos que van mucho más allá de lo correcto, e incluso de lo decente. Es evidente que quienes se dejan convencer de esta manera son los ciudadanos menos educados, menos provistos de cultura democrática. Y es así como la vida política de las democracias reales corre el riesgo de volverse cada vez más decadente, en ambos lados: el de los electores y el de los elegidos.

POLÍTICA ANTIPOLÍTICA

Puede suceder que las coaliciones que se contraponen queden a final de cuentas divididas por un diminuto puñado de votos. Ello constituye una circunstancia objetiva que favorece la impugnación del resultado electoral. Pero en realidad el fenómeno, en sus formas más virulentas, se manifiesta no tanto porque el surco que divide a los contendientes sea muy delgado, sino más bien porque es muy profundo. Un conflicto áspero y perdurable en torno al resultado de las elecciones no es más que un grado ulterior de la exacerbación del conflicto político, interpretado como un duelo por la conquista de un poder verticalizado y personalizado.

Es verdad que la radicalización del enfrentamiento político tiene también otras causas sustanciales, cuyos orígenes se encuentran, directa o indirectamente, en las complejas y contradictorias dinámicas producidas por la globalización. Me refiero -- sin contar aquí con el espacio para profundizar en este análisis -- a la inclinación generalizada del eje político mundial hacia la derecha: a la afirmación de los neoliberalismos; a la resurrección de los nacionalismos bajo formas étnico-culturalistas; al nacimiento de partidos y movimientos racistas y xenófobos, más o menos (aunque no siempre) minoritarios, etc. Pero pienso, sobre todo, en la difusión de ciertas formas neopopulistas y neodemagógicas de estrategia política y electoral, que algunos estudiosos han rebautizado como "antipolítica". La política antipolítica se expresa en la hostilidad hacia el orden establecido por las arquitecturas institucionales; en el rechazo de la confrontación equilibrada entre las diversas posiciones, del debate que no esté orientado al choque, de las mediaciones en general; en la intolerancia al equilibrio de los poderes y hacia cualquier tipo de vínculos o controles; en definitiva, en la contraposición de la "voluntad del pueblo" frente a la de los órganos del poder constituido, invitando siempre a desconfiar de ellos (hasta que sean ocupados por otros). En Europa muchos movimientos y partidos de la derecha, ligados bajo diversas formas al "chauvinismo del bienestar" (Habermas), han obtenido un notable éxito político con métodos "antipolíticos". Es cierto que muchos partidos de izquierda han emprendido una especie de carrera de imitación de las derechas en el terreno político-programático; pero, a pesar de ello, la fractura se ha profundizado y el conflicto se ha radicalizado, justo cuando las derechas se hacían más populistas y antipolíticas.

En América Latina, en cambio, han sido más bien algunos partidos y movimientos (presunta y supuestamente) de izquierda, que se dirigen de diferentes maneras a las víctimas de la globalización, los que han asumido ropajes antipolíticos, sobre todo mediante el protagonismo de ciertos personajes carismáticos (en sentido neutro, weberiano). Es fácil ver cómo la antipolítica encuentra un terreno fértil en los fenómenos degenerativos que llevan a interpretar las elecciones como un método de designación de un vencedor supremo, o sea del "líder del país" y, por consiguiente, a concebir la democracia como una especie de autocracia electiva.1 A veces, en las formas grotescas de lo que yo denomino "caudillismo posmoderno".

NADIE PUEDE SER JUEZ DE SU PROPIA CAUSA

Cuando el resultado electoral es cuestionado, se plantean -- para los contendientes, los estudiosos, los observadores y los ciudadanos -- dos tipos de problemas. En primer lugar: ¿cómo se puede y cómo se debe establecer con certeza quién ha sido el verdadero vencedor de las elecciones? En segundo lugar: ¿acaso el vencedor, quien quiera que éste sea, triunfó realmente? Y dado que sólo representa a la mitad del país, ¿cómo puede pretender imponer su política a la otra mitad? Digamos de una vez por todas que esta última pregunta, en el plano formal, de la legitimidad jurídica y política, carece de sentido. Aquel candidato y/o coalición política que haya prevalecido, aunque sólo sea por un voto, tiene el derecho-deber de gobernar, esto es, de ejercer el poder de iniciativa y marcar la orientación política, y además de asumir las competencias que las diversas constituciones atribuyen a los titulares de la máxima función ejecutiva. Ello no equivale a imponer sin más la propia política. La pregunta conserva sentido, no obstante, en el plano sustancial, cuando perduran las condiciones de un conflicto radical: por ejemplo, cuando uno de los dos contendientes rechaza de cualquier modo y obstinadamente el reconocimiento de la victoria del otro.

Así se hace más urgente y apremiante responder a la primera pregunta: ¿cómo se determina quién fue el vencedor? Errores de cálculo, imprecisiones en la transmisión de los datos, pero también controversias en torno a la asignación de numerosos votos, en particular a las boletas nulas, se verifican en cualquier proceso electoral. Sin duda, éstos y otros factores pueden ganar importancia cuando el margen es estrecho. La experiencia enseña, no obstante, que afectan en una medida casi igual a todas las partes. Es, más bien, la radicalización del conflicto la que lleva a evocar (con razón o sin ella) el fantasma de la conspiración, de los fraudes. Pero sobre éstos, al igual que sobre los otros elementos cuestionables, ciertamente no es la presunta víctima la que tiene el poder de juzgar. Nemo iudex in causa sua. Cualquier ordenamiento constitucional democrático prevé normas para la solución de las controversias electorales y atribuye a un órgano institucional, con rango de magistratura, el poder de decidir sobre el mérito del asunto apoyándose en dichas normas. La legislación en la materia puede ser más o menos completa o adolecer de lagunas, puede ser más o menos adecuada o mediocre. Pero a un juez -- quien quiera que sea -- no se le puede y no se le debe pedir otra cosa que aplicarla. Ciertamente no se le debe pedir que la viole. Mucho menos que invente normas que no existen, pues será eventualmente tarea de la nueva legislatura mejorar las leyes vigentes. Y es menos admisible todavía, además de insensato, pedir al juez que decida a condición de que lo haga de un modo determinado, porque eso sería como decirle: "me someto a tu juicio si me das la razón". Ello equivaldría indudablemente a desautorizar a dicho juez.

En el modo de enfrentar y resolver la controversia y de asumir las consecuencias normativas radican las mayores diferencias existentes entre los casos que he considerado aquí. La solución más indolora se adoptó en Alemania en 2005, incluso porque allí nadie promovió una verdadera impugnación de los resultados del conteo: el cargo de canciller fue asignado al líder del partido de mayoría relativa, aun cuando tal mayoría era reducidísima, y así se formó un gobierno de "gran coalición". Solución que fue posible gracias a la mayor flexibilidad del régimen parlamentario que, a pesar de las distorsiones inducidas por la tendencia hacia la "presidencialización material", conserva todavía en algunos casos concretos, como el alemán, diferencias importantes y ventajosas con respecto al presidencialismo formal y completo. Sin duda es una solución excepcional pero, quiero agregar, perfectamente democrática: sólo quien es presa de una concepción distorsionada de la democracia como imposición de la voluntad de la mayoría (o, peor, de un líder) no logra ver las virtudes democráticas del compromiso. Sin embargo, una solución similar de "gran coalición" fue rechazada -- por Prodi, correctamente en mi opinión -- en Italia, donde también el régimen parlamentario está en vigor aunque mucho más deteriorado que el alemán; pero la brecha entre las coaliciones políticas es profunda y el conflicto irreconciliable.

En cambio, en las elecciones estadounidenses de 2000, la controversia estalló precisamente por el resultado numérico de la votación. Es probable que el candidato que fue declarado perdedor, Al Gore, haya conservado la firme convicción de haber obtenido más votos que su adversario. Pero frente al pronunciamiento de las autoridades competentes se retiró de la contienda en buena lid. Ciertamente ni siquiera acarició la idea de organizar una protesta popular. Mucho menos de hacerse nombrar presidente por una multitud reunida en una plaza. La democracia de Estados Unidos es muy imperfecta; más aún, en mi opinión, es insuficientemente democrática, pero las instituciones son sólidas. Y fuera de las instituciones constitucionales, o peor aún en contra de ellas, sólo puede existir una caricatura de democracia.

En Italia, hace pocos meses, frente a una ventaja reducidísima de votos a favor de la coalición de centro-izquierda, el líder de la coalición de centro-derecha -- el primer ministro saliente Berlusconi, héroe emblemático del neopopulismo mediático, príncipe de la antipolítica posmoderna -- , denunció una conjura y habló de fraudes. (Nótese bien: en Italia las elecciones son organizadas y controladas por el ministro del Interior, que en esa circunstancia era un hombre de confianza de Berlusconi, y que al final del escrutinio afirmó que todo se había desarrollado correctamente.) Nuestro "tele-caudillo" declaró haber sufrido "el robo de una victoria limpia", levantando la sospecha de decenas o centenas de miles de votos arrebatados fraudulentamente por la izquierda, y de innumerables boletas a su favor injustamente anuladas. Afirmó que iba a "exigir" el recuento total de los votos. Ello, sencillamente, no está permitido por la ley. Amenazó con llenar las plazas (alternando las acusaciones y las amenazas con propuestas de "gran coalición" al estilo alemán: la coherencia no es una virtud de los demagogos). Sin embargo, después de la sentencia de la magistratura competente que confirmaba la victoria del centro-izquierda, mientras continuaba ocasionalmente con sus amenazas, se fue adaptando más o menos al papel de jefe de la oposición, persiguiendo un objetivo bien preciso: aprovechar cada ocasión para hacer caer al gobierno de Prodi, objetivamente débil en el ámbito parlamentario.

¿DEMOCRACIA DIRECTA?

En México, podría decirse que López Obrador realizó, al menos en parte y a su modo, lo que Berlusconi sólo había amenazado. Convocó a sus seguidores a llevar a cabo una protesta masiva, que adquirió también el significado de una presión pública sobre el Tribunal Electoral. Pero después fue más allá: tras el pronunciamiento definitivo por parte de dicha institución, organizó una (pretendida) Convención Nacional Democrática, de tal forma que el "pueblo" (¿?) reunido en la plaza lo proclamase "presidente legítimo" contra el "usurpador". Me pregunto si ésta no es una típica estrategia antipolítica: la Plaza frente al Palacio, el Pueblo frente al Poder. No se me malentienda: la protesta colectiva, incluso radical, corresponde perfectamente a la dialéctica de la vida democrática, sólo que con ciertas condiciones. No siempre, aun cuando sea formalmente legítima, una protesta tiene motivaciones y fines, formas y contenidos aceptables desde un punto de vista democrático. En ocasiones puede representar un peligro precisamente para la salud de la democracia. Un peligro todavía más insidioso en la medida en que la acción de protesta exhibe vistosas apariencias democráticas.

Después del primer anuncio del resultado electoral, López Obrador manejó su relación con la masa presentándola como un ejercicio de "democracia directa". Ahora bien: la decisión de una multitud que responde a las preguntas del líder con un sí o con un no, o que aprueba o desaprueba levantando la mano, no es una decisión democrática. Es más bien equiparable a la aclamación, que constituye (según decía Bobbio) precisamente la antítesis de la democracia, porque los eventuales disidentes no cuentan para nada, ni tienen una verdadera manera para expresarse, además de sufrir la presión, por lo menos psicológica, de quien está junto a ellos. Se puede definir democrática a la decisión de una asamblea sólo si cada uno de sus miembros tiene la misma posibilidad de discutir las propuestas de los demás y de presentar y argumentar propuestas alternativas. Esto es lo que sucedía en la democracia directa ateniense, y es también lo que sucede, toda diferencia guardada, en un parlamento bien ordenado. En cambio, para quien conoce la historia del siglo XX italiano, la imagen de una multitud que responde "Síii" a la pregunta del líder "¿Estamos de acuerdo en esto?", evoca malos recuerdos. No pretendo sugerir analogías contundentes, quisiera solamente despertar de manera modesta y serena una interrogante en el ánimo de quienes estuviesen demasiado seguros de encontrar la democracia en la multitud, pasando por encima de las instituciones.

En el caso mexicano tal parece que el rechazo radical al resultado electoral se relaciona con una forma particularmente acentuada de liderazgo personalista: el rechazo al resultado representa la exacerbación extrema de una interpretación hiperconflictiva de la política como duelo y, por otro lado, el liderazgo personalista constituye la expresión más aguda de una concepción verticalizada del poder. Ambos fenómenos pueden interpretarse como manifestaciones críticas particularmente graves de las mismas patologías degenerativas a las que tiende, por su naturaleza, el régimen presidencialista.

El presidencialismo, sugería Bobbio, se desliza fatalmente hacia el autoritarismo. Al menos, si no encuentra frenos y contrapesos eficaces en el parlamento. Por desgracia, la historia más reciente de las democracias reales muestra una tendencia más o menos uniforme hacia el desequilibrio de los poderes en perjuicio de los órganos representativos parlamentarios. Y ahí donde las cámaras logran todavía contrarrestar el reforzamiento del poder ejecutivo -- como sucede en algunos países de Europa en los cuales rige el parlamentarismo, y en ocasiones incluso en Estados Unidos o en aquellos regímenes presidenciales o semipresidenciales cuando se verifica la circunstancia del "gobierno dividido" -- inmediatamente se invocan y se diseñan dispositivos, institucionales y/o informales, para dar vuelta al obstáculo en nombre de la "gobernabilidad". Palabra mágica y peligrosa, a la que casi siempre se recurre para impulsar y justificar un empeoramiento de la calidad democrática de la vida política. En América Latina, una desafortunada coyuntura histórica ha querido que los procesos de democratización (la llamada "Tercera Ola", pero también la transición mexicana, que representa un caso aparte) se hayan canalizado a través de ordenamientos constitucionales de tipo presidencialista, con parlamentos por lo general débiles. Las señales de degeneración de estas democracias frágiles no tardaron en manifestarse: en algunos casos, como ya apunté, en la forma grotesca del caudillismo posmoderno; en otros, en la forma menos colorida de un desbordamiento de los poderes y de la acción del ejecutivo, protegida por la neutralización o subordinación de los órganos de control, como las cortes constitucionales. Temo que es una mala apuesta esperar que en la región prevalgan los ejemplos más virtuosos (que sin embargo existen). Quien desee verdaderamente la democracia, debe reconocer que en América Latina es necesario trasladar el eje del poder desde el gobierno presidencial hacia el parlamento. O dicho con toda claridad: del presidencialismo al parlamentarismo.

20 de febrero de 2007

El impasse mexicano en perspectiva

Eric Magar y Vidal Romero

Resumen: Con la democracia volvió a México el gobierno dividido, y con éste la parálisis legislativa. Situar el problema del impasse legislativo en el gobierno divido del México democrático y en el egoísmo de los legisladores es una visión incompleta. La aprobación de políticas distributivas depende de las compensaciones que pueden ofrecerse a los beneficiarios del statu quo, y no a la simple presencia de un gobierno dividido.

Eric Magar es doctor en Ciencia Política por la University of California, en San Diego, y jefe del Departamento de Ciencia Política del ITAM. Vidal Romero es doctor en Ciencia Política por la Stanford University. Actualmente, ambos son profesores-investigadores de tiempo completo en el ITAM.

...en sentido real, la fuerza del presidente de México es un espejismo. Raymond Vernon, 1966

LA IRRUPCIÓN DEL GOBIERNO DIVIDIDO EN LA POLÍTICA MEXICANA

Las elecciones críticas de 1997 y 2000 trajeron a México la competencia democrática. Sin embargo el festejo fue muy corto, remplazándolo el desencanto con la administración de Vicente Fox, cada vez más compartido entre comentaristas y observadores de lo político. El ánimo crítico se ha nutrido de acusaciones de ineficacia e ineptitud, de denuncias por los escasos resultados de la administración y por el incumplimiento de las muchas promesas de reforma hechas en la campaña de 2000.

Entre los fracasos del ex presidente Fox sobresale la reforma estructural de la economía. Para los defensores del mercado, estas reformas son condición sine qua non para que la economía de México crezca a buen ritmo, obtenga un mejor provecho del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y coloque al país en mejor situación para competir con las pujantes economías emergentes de Asia y Europa del Este.

La creciente pluralización de la arena electoral mexicana erosionó sin remedio la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI) e inauguró una era de gobierno dividido, fenómeno no visto en México desde la década de 1920. Este fenómeno ocurre cuando el partido del presidente no cuenta con una mayoría en ninguna de las dos cámaras del Congreso. Comparado con el unificado, con el gobierno dividido la diferencia de intereses, tanto dentro de la legislatura como entre la legislatura y el ejecutivo, vuelve áspero el proceso legislativo y dificulta llevar a cabo cambios mayores al statu quo. El balance electoral de 2006 no ofrece un panorama mucho más alentador, ya que de nueva cuenta el partido del presidente carecerá de una mayoría legislativa propia.

En este ensayo argumentaremos que el fracaso de las principales reformas pendientes no es, como a menudo se infiere, resultado del advenimiento del gobierno dividido en México desde 1997. En la siguiente sección sostendremos que el impasse mexicano en los rubros fiscal, laboral y energético -- señalados como los de atención más urgente en la agenda mexicana -- se instaló en realidad desde hace mucho tiempo. Los primeros intentos fallidos de reforma en estos rubros ocurrieron hace alrededor de cuatro décadas. De hecho, el cambio que percibimos hoy es producto de la democracia misma, ya que los fracasos negociadores del pasado ocurrían a puerta cerrada, y hoy se desarrollan ante la mirada pública. Más adelante adoptamos una perspectiva comparada para intentar demostrar que el gobierno unificado no ha sido tampoco la panacea. En la experiencia de América Latina, los gobiernos unificados tampoco han alcanzado un récord reformador ni de desempeño mucho más brillante que el de los gobiernos divididos. En otras palabras, nada garantiza que iniciativas fracasadas en un gobierno dividido sean adoptadas por un gobierno unificado.

Ante la perspectiva de que el gobierno dividido llegó a México para quedarse por algún tiempo -- así como a muchos otros países de la región -- , no faltan voces que sostengan la conveniencia de reformar el sistema electoral para restaurar cláusulas de gobernabilidad o, cuando menos, facilitar mayorías al ejecutivo en el Congreso. Tampoco faltan partidarios de una reforma constitucional que deje la supervivencia del jefe del ejecutivo en manos del Congreso, y así generar alicientes para la cooperación entre los poderes en el proceso legislativo. Si nuestro argumento es correcto, existen menos razones para preocuparse por la gravedad del gobierno dividido. Creemos que estos llamados son un tanto apresurados. El gobierno dividido es un fenómeno democrático normal, esperable cuando se combina un electorado heterogéneo en sus intereses con instituciones que exigen un alto grado de consenso para poder tomar decisiones importantes. Así, en cualquier régimen político la posibilidad de reformar tiene que ver con la distribución de preferencias del electorado y sus representantes, filtradas por las instituciones que permiten la negociación y el intercambio, más que con la buena voluntad y el espíritu altruista del presidente y los legisladores. Concluimos el ensayo con un análisis de las posibilidades de negociación en un gobierno dividido.

LAS REFORMAS PENDIENTES EN MÉXICO . . . DESDE HACE MÁS DE 40 AÑOS

Desde mediados de la década de 1980, y sobre todo en la de 1990, el sistema económico de México experimentó una transformación profunda. En lo que representó un vuelco hacia la derecha tras la bancarrota de 1982, la llamada reforma estructural imprimió prudencia a las finanzas públicas, adelgazó sustancialmente el sector paraestatal y expuso los mercados al comercio exterior. En términos generales, la mudanza estructural tendió a privilegiar al mercado como rector del quehacer económico. Pero la reforma quedó inconclusa: dejó importantes sectores sin liberalizar. Aunque no son pocos los que aventuran la necesidad de echar atrás toda la reforma de mercado debido a sus magros resultados, tres son los principales rubros pendientes a juicio de los defensores del mercado: las reformas fiscal, laboral y energética. (El estado del debate económico en México y América Latina se puede revisar en "Wanted: a new regional agenda for economic growth", The Economist, 24 de abril, 2003.) Estas tres sobresalen por su relevancia para que México esté en condiciones de sostener un buen ritmo de crecimiento económico y de competir exitosamente contra las pujantes economías emergentes de Asia. En entrevista realizada el 30 de noviembre de 2005 por Mario Vázquez Raña, para la Organización Editorial Mexicana, el hoy ex presidente Fox estimaba que, de aprobarse las reformas estructurales que proponía, la economía mexicana crecería anualmente entre 5 y 6 por ciento.

Hoy que el déficit y el endeudamiento se descartan a priori, la reforma fiscal estriba en la necesidad de dotar al gobierno de recursos para actuar. México se encuentra en un nivel de recaudación cercano a la mitad del promedio alcanzado por naciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (en promedio 18.1% del PIB, contra 36.3% en promedio para los demás países miembro). Para mejorar la cantidad y calidad de la educación, para garantizar la seguridad pública o para desarrollar la infraestructura propicia a la inversión directa y productiva se necesitarán enormes inversiones por parte del gobierno, inversiones que resultan prohibitivas con la menguada capacidad recaudatoria actual.

La reforma laboral radica en la necesidad de flexibilizar el mercado de trabajo para alentar la inversión productiva y así poner un freno a la emigración, al desempleo y al engrosamiento del sector informal. El cambio propuesto implica quitar el monopolio de contratación a los sindicatos eliminando la obligatoriedad de los contratos colectivos, así como reducir la injerencia del gobierno en las relaciones obrero-patronales, haciendo voluntarias las quejas ante las Juntas de Conciliación y Arbitraje. Esto requiere reformas constitucionales.

En el caso de la reforma energética, el motor del crecimiento económico acelerado consume grandes cantidades de gasolina, gas y electricidad, y pide precios competitivos. Esto implica mayor inversión en la producción y distribución de energía eléctrica. Puesto que en este sector la constitución establece límites a la inversión privada, debe ser el gobierno el que realice la mayor parte de la inversión y garantice el abasto. Pero, al igual que en otros rubros, el gobierno mexicano no puede sufragar tales inversiones. Observamos así un cuello de botella cada vez más estrecho que parece poner en jaque el desempeño económico futuro.

Como ya se mencionó, mucho del desencanto con la administración Fox provino de su incapacidad de lograr estas reformas ante la obstinación del Congreso. Pero no hay que pasar por alto que las administraciones priístas previas a la de Fox tampoco llevaron a cabo estas tres reformas, incluso a pesar del ímpetu reformador de los presidentes De la Madrid (1982-1988), Salinas (1988-1994) y Zedillo (1994-2000), y de que, por esos años, existían condiciones para que el presidente ejerciera un control centralizado del proceso legislativo y de la reforma constitucional. (Jeffrey A. Weldon, "The political sources of Presidencialismo in Mexico", en S. Mainwarning y M.S. Shugart (comps.), Presidentialism and Democracy in Latin America, 1997; Alonso Lujambio, "Adiós a la excepcionalidad", febrero de 2000.)

De hecho, detectamos indicios de que la reforma fiscal está en la congeladora desde la década de 1960. Considérese el siguiente extracto de un clásico, El dilema del desarrollo en México, de Raymond Vernon (1966, p. 201):

El nivel de inversiones públicas internas depende parcialmente de la capacidad y disposición del gobierno para recaudar impuestos y en parte de su habilidad para obtener utilidades de las empresas descentralizadas. La disposición y capacidad para recaudar impuestos están limitadas por [...] una prolongada tradición de evasión y corrupción [así como] por limitaciones técnicas en el aparato de recaudación de tributos [...] Como resultado, aunque el gobierno mexicano todavía tiene capacidad suficiente para maniobrar en el proceso de hacer modestas revisiones de la estructura impositiva [...] parece incapaz, por el momento, de recaudar más del 10 o el 11% de la producción nacional bruta en forma de contribuciones.

Aunque estas afirmaciones pueden atribuirse claramente a la presidencia de Vicente Fox (el único cambio significativo es que hoy el gobierno mexicano recauda alrededor de 18% del PIB; véase Alberto Díaz Cayeros, Federalism, Fiscal Authority and Centralization in Latin America, 2006), el catedrático de la Harvard University se refería en realidad a las de Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958) y Adolfo López Mateos (1958-1964), en el apogeo de la hegemonía del PRI. A pesar de que por aquellos años ese partido ostentaba mayorías de entre 95 y 100% en las cámaras del Congreso, y de que al presidente se le reconocía la conducción centralizada de su partido, Vernon sostiene que el halo de omnipotencia presidencial era en gran medida simbólico. En los asuntos capitales, entre los que Vernon destaca (op. cit., p. 205) la reforma fiscal, el presidente mexicano estaba en realidad metido en una camisa de fuerza política, sostenida firmemente por los grupos de interés relevantes, que le imposibilitaron tomar medidas para acelerar el crecimiento económico de México.

En el caso de la política laboral, hay indicios de que la imposibilidad de reformar data, al menos, del sexenio del propio presidente Salinas, el gran reformador. En sus memorias (México, un paso difícil hacia la modernidad, 2000, pp. 495-500) narra su frustrado intento de convencer a la cúpula sindical de las bondades de su propuesta de reforma constitucional:

La tarde del 17 de noviembre de 1993 [...] me entrevisté con el dirigente de los trabajadores, Fidel Velázquez, y con Arsenio Farell, el secretario responsable del área laboral. La reunión estaba planeada para plantear al líder obrero la conveniencia de promover ante el Congreso una iniciativa de reforma al artículo 123 de la Constitución. [Mientras exponía...] don Fidel empezó a moverse inquieto en su sillón. Pero más intranquilo se mostraba el Secretario del Trabajo [...] Quien primero dio la voz de alarma en contra de la propuesta fue el Secretario del Trabajo: para mi profunda sorpresa, pues le había comentado con anterioridad la reforma, se opuso totalmente a ella... Don Fidel se sumó a la resistencia [...] No tuve más remedio que acceder.

A Salinas no pareció bastarle que su partido tuviera entonces el control de 64% de los escaños de la Cámara de Diputados y de la virtual totalidad del Senado. Previó una fuerte oposición dentro de su propio partido, y ello bastó para frustrar la reforma laboral de manera tan efectiva como silenciosa. El trasfondo de este episodio es la reacción anticipada. Si A prevé que, sin remedio, B echará atrás su propuesta, y A no espera ganancias de este rechazo, lo conveniente es contenerse y no proponer nada. Como resultado: no se observa conflicto entre A y B (en este caso, segmentos del PRI), lo cual está lejos de expresar que no existiera.

Sobre la fallida reforma energética, en específico la producción y distribución de energía eléctrica, existe entre los mexicanos una oposición mayoritaria a cambios en este rubro. Es significativo que en una encuesta realizada por ARCOP (a 1186 personas con representatividad nacional) en agosto de 2004, dos de cada tres entrevistados respondieron "el gobierno" al preguntárseles si creían que la electricidad es una actividad que debería estar en manos de éste o de particulares. Esta proporción se sostiene entre los grupos de edad, lo que permite concluir el fuerte conservadurismo de los mexicanos en materia de energía e hidrocarburos. El único elemento razonablemente optimista que se desprende del fracaso de la reforma eléctrica de Fox es que los partidos parecen transmitir esta sostenida preferencia del electorado hasta el gobierno. Algo esperable y normal en una democracia moderna con frenos y contrapesos.

Así, observamos que en México, incluso en periodos de gobierno unificado, cuando el régimen no era democrático y los costos de formar mayorías eran relativamente bajos, no se consumaron reformas similares a las que intentó el gobierno elegido democráticamente de Vicente Fox. En materias fiscal, laboral y energética, el fracaso reformador no es solamente atribuible a la democracia y al advenimiento del gobierno dividido, sino que responde a conflictos de interés muy profundos; no sólo de grupos organizados, sino también de nutridos subconjuntos de ciudadanos. En esto México parece no haber cambiado. Lo que sí cambió se dio en otro plano: el de la visibilidad del conflicto político. La competencia por influir en la política pública, que antes se desarrollaba tras bambalinas, en reuniones de camarillas políticas con ceniceros repletos y con total hermetismo, hoy se da en un ambiente mucho más abierto y transparente.

El ejecutivo y el legislativo hoy discuten abiertamente las diferencias en sus proyectos. Intercambian acusaciones y se recriminan su mutua falta de compromiso con el país. Los analistas acusan la falta de voluntad política y capacidad negociadora de los partidos. Y muchos ciudadanos culpan al sistema y a los políticos por su ineficacia para lograr acuerdos y llevar a buen puerto las reformas que mejorarán, o al menos eso se piensa, su situación. La situación actual se compara con los tiempos "dorados", cuando un mismo partido controlaba ambas ramas de gobierno y el conflicto público era prácticamente invisible. Así, parecería que un gobierno dividido es lo que entorpece los acuerdos entre actores políticos y, a su vez, la viabilidad de las reformas propuestas por el ejecutivo. Sin embargo, estas diferencias de intereses no por estar ocultas dejan de existir, aun cuando sean del mismo partido. Es fácil pasar esto por alto.

EL ÍMPETU REFORMISTA DE GOBIERNOS UNIFICADOS Y DIVIDIDOS

Muy lejos de ser una rareza mexicana, el gobierno dividido es un fenómeno común en democracias presidencialistas. Por ejemplo, dos de cada tres años desde el fin de la Segunda Guerra Mundial el presidente estadounidense ha carecido de una mayoría congresista. En Chile, desde 1990 en que retornó a la democracia, se ha experimentado el gobierno dividido dos de cada tres años; mientras que Venezuela lo hizo la mitad del periodo entre 1959 y 1994. En conjunto, la región latinoamericana ha vivido con gobiernos divididos 57% de los años entre 1985 y 2000. En democracias parlamentarias, el ejecutivo también puede (y suele) carecer de una mayoría legislativa, produciendo gobiernos minoritarios, similares al gobierno dividido. Entre 1945 y 1987, la tercera parte de los gobiernos emanados de los parlamentos de 12 democracias continentales europeas fueron de carácter minoritario. (Las fuentes de este párrafo son las siguientes: Gary W. Cox y Samuel Kernell (coords.), The Politics of Divided Government, 1991, p. 3; Peter M. Siavelis, The President and Congress in Postauthoritarian Chile, 2000; Michael Coppedge, "Venezuela: Democratic despite presidentialism", 1994, p. 333; T. Beck, G. Clark, A. Groff, P. Keefer y P. Walsh, "New tools in comparative political economy: The database of political institutions", World Economic Review, 2001, 15(1), pp. 165-176, y Michael Laver y Norman Schofield, Multiparty Government, 1991.)

El debate actual sobre la conveniencia de cambiar las instituciones para acabar con el gobierno dividido es la versión mexicana de un debate mucho más amplio. En Estados Unidos, James L. Sundquist (Constitutional Reform and Effective Government, 1986.), por ejemplo, hizo un llamado a reformar la constitución para remediar la marcada ineficacia de su gobierno, demostrada a su parecer con gran elocuencia por la tardía respuesta a la Gran Depresión o la dificultad para contener el pantagruélico déficit gubernamental de la década de 1980.

En el contexto latinoamericano, Juan Linz llegó a preguntarse si la inestabilidad que experimentó la democracia en la región durante el del siglo XX no es, de hecho, producto del sistema presidencialista y su marcada proclividad a la parálisis. ("Presidential or parliamentary democracy: Does it make a difference?", 1994.) En aras de la estabilidad, Linz instó a las jóvenes democracias a establecer el parlamentarismo como forma de gobierno.

A nuestro parecer, estos llamados son un tanto alarmistas, y responden a una insuficiente comprensión, muy generalizada, de cómo se toman las decisiones en el presidencialismo. Es significativo que incluso en Estados Unidos, que es por mucho el sistema mejor estudiado por la ciencia política, aún no exista un consenso sobre los efectos del gobierno dividido. Tras peinar las primeras planas de los principales diarios estadounidenses para detectar las iniciativas de ley más importantes que se discutieron en el Capitolio entre 1946 y 1990, David Mayhew (Divided We Govern, 1991) no encontró pruebas significativas de que el gobierno unificado fuera más productivo en éstas que el gobierno dividido. La medida de importancia de Mayhew no deja de tener ciertos problemas de validez, y otros estudios académicos han refutado sus hallazgos, pero nos da una buena idea del estado de la discusión en Estados Unidos.

Volviendo a México, tampoco encontramos indicios de la parálisis total con un gobierno dividido que parecería desprenderse de la lectura de las columnas de muchos analistas. Jeffrey Weldon proporciona un resumen de la actividad legislativa reciente en México que presentamos en el cuadro 1. En sus datos se detecta no una reducción, sino un sorprendente aceleramiento en la aprobación de iniciativas en las cámaras del Congreso de la Unión. Aunque debemos tomar estas pruebas con cierto escepticismo, porque siempre es posible que entre los números brutos se oculten diferencias importantes en el sentido y contenido de la legislación, no deja de sorprender que los diputados aprobaran más del doble de iniciativas en el segundo año de Fox (2001-2002) que en el segundo de Zedillo (1995-1996), y entre 3 y 4.5 veces más en los años siguientes. Lo que sí se hace patente en los datos es la reducción en la marca de éxito del presidente en el campo legislativo, en ambas cámaras. Si bien en el cuadro 1 no se hace el desglose, el presidente fue el autor del número de iniciativas aprobadas (32) en los años legislativos 1996-1997 y 2004-2005, pero si en el primero representaban 73% de ellas, en el segundo representaron solamente 11%. De ninguna forma esto quiere decir que haya parálisis, sino sólo que en el gobierno dividido el presidente no es ni el único ni el principal legislador en México.

En un plano más general, lo arrojado por el estudio tampoco permite confirmar el argumento de que los gobiernos unificados tengan un mejor desempeño económico que los divididos. Si esto fuera cierto, esperaríamos un mayor crecimiento, una menor inflación o un flujo mayor de inversión extranjera cuando el presidente goza de una mayoría parlamentaria que cuando no. La información que aparece en el cuadro 2 contradice estas expectativas. De hecho, y aunque las diferencias no son significativas, los gobiernos divididos de 18 países de América Latina entre 1985 y 2000 mostraron mejores niveles de inflación e inversión extranjera directa que los unificados, aunque los gobiernos unificados crecieron ligeramente más. En cualquier caso, estas diferencias son pequeñas.

En cuanto a llevar a cabo reformas estructurales, tampoco encontramos pruebas de que los unificados sean gobiernos con más éxito que los divididos en emprender reformas estructurales. Podemos tomar como medida el cambio anual de los índices de reformas estructurales de Eduardo Lora, que presentamos en el cuadro 3. Los índices reflejan el avance relativo en liberalizar cinco rubros de actividad económica en 19 países de América Latina y el Caribe entre 1985 y 1999, otorgando una calificación entre 0 (para el país menos reformador) y 1 (para el más reformador). Es patente que, en tres de los cinco rubros que contempla, así como en el índice agregado, los gobiernos divididos mostraron cambios promedio ligeramente mayores (es decir, mayor liberalización) que los de gobiernos unificados. En todo caso, la diferencia en los cambios entre ambos regímenes se encuentran cerca del cero, lo cual indica que hubo buenos y malos reformadores en más o menos la misma proporción tanto en el grupo de gobiernos unificados como en el de los divididos.

En resumen, está claro que ni el gobierno unificado trae necesariamente la bonanza económica, ni es la plataforma que inevitablemente consigue fuertes cambios al statu quo. Hay que desmitificar al gobierno unificado.

GOBIERNO DIVIDIDO, COSTOS DE TRANSACCIÓN Y CÓMO REFORMAR

Los gobiernos unificado y dividido tienen, cada uno, sus pros y sus contras. Ninguno es ni definitiva ni normativamente superior al otro en todos los aspectos. Más bien existe una tensión entre la coherencia de la política pública y su representatividad. Si el gobierno unificado tiende a producir programas más coherentes y a hacerlo con mayor agilidad que el dividido, éste último tiende a conseguir que una mayor gama de intereses se vea representada en los resultados a costa de un proceso de aprobación más accidentado.

La coherencia entre las distintas partes de un programa de gobierno suele facilitar la consecución rápida y sin obstáculos de los objetivos de un grupo de la sociedad. Pero el atributo de agilidad en producir políticas públicas de ninguna forma imprime sabiduría a las decisiones. Los objetivos alcanzados pueden o no coincidir con los intereses de la mayoría de los ciudadanos, por lo que no hay garantía de que sean "lo mejor para el país". La expropiación de la banca en 1982 -- medida que como pocas contribuyó a desalentar la inversión privada en México -- fue realizada por un gobierno unificado, con una agilidad legislativa extraordinaria. Lo que sí es dado esperar del gobierno unificado es que los intereses del ejecutivo serán más parecidos a los del legislativo que en el caso del dividido, pero eso es todo.

La representatividad política es un factor que favorece a la democracia. La oposición del Congreso, muy esperable en gobiernos divididos, induce al ejecutivo a considerar otros puntos de vista, además del propio, en la formulación de su programa. En caso de resultar aprobados, los elementos del programa habrán acomodado un número mayor de intereses. Aquí el problema es simétrico al examinado anteriormente: a medida que aumenta el número de intereses que es necesario sumar, los acuerdos no sólo se dificultan (el gobierno pierde agilidad y poder de decisión), sino que el resultado puede contener tantos elementos contradictorios que resulte ineficaz para resolver los problemas que se intentaba superar.

No hay que perder de vista que el gobierno unificado y el dividido son sólo dos configuraciones de preferencias ciudadanas distintas, ambas regidas por las mismas reglas de juego. Una de las ventajas del régimen presidencialista, con su elección separada de ejecutivo y legislativo, es que cuando una sociedad se encuentra dividida sobre un asunto, ambos lados del conflicto, con toda probabilidad, encontrarán sus intereses representados en las instancias de decisión política. El costo es el inevitable entorpecimiento del gobierno, pero se gana una mejor representación de las minorías.

Otra manera de representar la tensión es mediante la noción de costos de transacción. Para ello debemos entender la inversión en recursos de diversa índole (por ejemplo tiempo, dinero, concesiones o creatividad) necesaria para obtener resultados. Por la presencia de intereses más heterogéneos, el gobierno dividido aumenta los costos de transacción en el proceso legislativo. Pero no necesariamente los vuelve infranqueables. Por otro lado, nada garantiza que desaparezcan cuando se unifica el control del gobierno: algo que se traba en un gobierno dividido (como las tres reformas mexicanas con Fox) también puede fracasar con gobierno de un solo color (como con el PRI).

Dado que es esperable que el gobierno dividido no desaparezca mañana en México ni en América Latina, en vez de preguntarnos si es mejor el gobierno unificado y forzar mayorías artificiales, es más conveniente discutir las posibles estrategias de negociación en el gobierno dividido. En el fondo lo que urge en México es una mejor comprensión del sistema presidencialista en general, y del gobierno dividido en particular, para saber mejor cómo se legisla cuando los costos de transacción son relativamente elevados y las reformas implican grandes cambios en el statu quo.

Existen varias estrategias de negociación. Considérese primero una de las más recurrentes: otorgar concesiones al adversario. Estos edulcorantes pueden venir en el mismo ámbito que se busca cambiar en la negociación, diluyendo el alcance de la reforma; o bien pueden llegar en otros ámbitos de política pública. Las recientes reformas en el marco de telecomunicaciones en América Latina hicieron concesiones del primer tipo a los sectores nacionalistas más recalcitrantes en Argentina y en México: las cláusulas de privatización contenían límites expresos a la inversión extranjera. (Véase Victoria Murillo, "Political bias in policy convergence: Privatization choices in Latin America", 2002.) Así, las reformas en estos casos fueron posibles gracias a que el ejecutivo adaptó su propuesta a las preferencias de los actores relevantes para su aprobación. El ejecutivo pierde si sus preferencias no son llevadas a la práctica como hubiera deseado, pero gana si la reforma matizada por otros actores le resulta mejor que no reformar.

En otros casos, los presidentes recurren a compensaciones para obtener el apoyo de sus adversarios. Tal fue el caso del Partido Acción Nacional en el sexenio de Salinas, que exigió transparencia en la arena electoral y el reconocimiento de sus victorias en las urnas a cambio de aprobar las modificaciones constitucionales de la reforma económica. Asimismo, hay pruebas materiales de que la posición ideológica del adversario incide en el tamaño de las concesiones: los partidos de izquierda en América Latina, entre 1985 y 1999, exigieron sistemáticamente recompensas en forma de gasto electoral mayores que los de la derecha para dar su apoyo al programa de privatización del presidente. Esto obedece a que a medida que la postura del partido y sus electores esté más alejada de la política propuesta, se enfrentarán mayores costos electorales y de imagen. Las reformas neoliberales propuestas por Menem en Argentina y Salinas en México enfrentaban a sus propios partidos políticos, el Partido Justicialista y el PRI respectivamente, que tenían un largo historial de populismo. Menem compensó a sus aliados con mayores transferencias a las provincias de sus aliados y Salinas puso en práctica amplios programas sociales dirigidos a la clientela de su partido. (Vidal Romero, "Misaligned interests and commitment problems: A study of presidents and their parties with application to the Mexican Presidency and privatization in Latin America", 2005.)

Existen ingeniosas estrategias de negociación que no son tan evidentes como las anteriores. Cuando resulta difícil ablandar a un adversario, puede resultar útil recurrir a terceros partidos, más influyentes. Samuel Kernell (Going Public: New Strategies of Presidential Leadership, 1986) ha mostrado el uso sistemático, y casi siempre exitoso, que los presidentes estadounidenses han hecho de la televisión para solicitar, en peticiones solemnes a los electores que, por el bien de la nación, escriban a sus congresistas a fin de que cese su oposición a los planes del ejecutivo. Si esto no funciona, siempre es posible intentar remplazar al adversario por otro menos duro. Hay pruebas de que los asambleístas estatales y gobernadores en Estados Unidos utilizan sistemáticamente el veto como una herramienta de promoción electoral. (Eric Magar, "Bully pulpits: Posturing, bargaining, and polarization in the legislative process of the Americas", 2001.) El uso estratégico del veto, y la confrontación abierta -- y para muchos de mal gusto -- que resulta, permiten a cada lado de la disputa arengar a sus filas en busca del gobierno unificado para la siguiente elección.

CONCLUSIÓN

Acusar al gobierno dividido de la parálisis de reformas estructurales equivale a culpar al electorado mexicano, que es el que al fin y al cabo decide la conformación de los poderes del gobierno. El electorado, sin embargo, no se equivoca, por la simple razón de que no es un actor unitario con una voluntad general y armónica. Por el contrario, es un conjunto de individuos con numerosos intereses, distintos y, a menudo, contradictorios.

Concedemos que sería preferible que el presidente en México pudiera llevar a cabo su proyecto de gobierno político. No obstante, no es menester reformar las instituciones para simplificar esta tarea. Es responsabilidad de los emprendedores políticos y sus partidos volver a aprender a construir mayorías. Su trabajo consiste en abrir nuevas líneas de enfrentamiento político que superen el actual impasse en el electorado. Negociar implica dar para recibir. Resulta ingenuo pensar que los opositores a las reformas las aprobarán de manera altruista porque son lo mejor para el país. Los frenos y contrapesos de nuestra constitución, que exigen altos niveles de consenso para tomar las decisiones de gran importancia, tienen razones sobradas para existir, expuestas magistralmente en el Federalista por Madison et al. Sería poco prudente hacerlas a un lado para sobreponerse a un conflicto coyuntural.

Política "spotera"

Javier Corral Jurado

Se aprobó en el Senado la Ley para la reforma del Estado, un método para procesar la discusión y el acuerdo parlamentario en torno de posibles cambios constitucionales y legales que rediseñen el régimen político, y aterricen varias de las aspiraciones de nuestra prolongada etapa de transición democrática. Es de esperarse que en las siguientes semanas lo haga la colegisladora, para que tome inicio y vigencia el plazo de 12 meses que los propios legisladores se fijaron para tener resultados. Por supuesto que luchar contra el inmovilismo de los últimos 10 años y desatorar el tema es plausible y esperanzador.

Propongo colocar como uno de los asuntos fundamentales del fortalecimiento democrático y la garantía de los derechos civiles y políticos de los ciudadanos terminar con la política spotera, una de las causas de la desfiguración de la clase política, y por consecuencia, de otras distorsiones en el terreno del poder, la autoridad, ni más ni menos que uno de los elementos constitutivos del Estado.

Escribió Raúl Trejo Delarbre sobre las pasadas elecciones: "Escasas en ideas, desbordantes de irritación y singularizadas por el encono mutuo entre los principales candidatos, las campañas presidenciales de 2006 en México tuvieron en los medios de comunicación su principal e ineludible escenario. Los partidos políticos gastaron centenares de millones de pesos en la contratación de 251 horas de propaganda política en la televisión y la radio de todo el país. Los medios, a su vez, se ocuparon de esas campañas y de sus candidatos presidenciales en más de 6 mil 200 horas en sus noticieros y programas de discusión. Los ciudadanos se enteraron qué decían de sí mismos pero, sobre todo, de las acusaciones que propinaban a sus adversarios los candidatos principales".

"El formato impuesto por los medios, las exigencias de la mercadotecnia, la simplificación que siempre es antagonista de los matices y especialmente el tono de confrontación que creó campos, clientelas y encasillamientos maniqueos, se conjuntaron para que en vez de proyectos hubiera protagonistas durante las campañas de 2006. La personalización de la política es consustancial a la mediatización y al marketing contemporáneos, pero en sociedades con alguna sofisticación o densidad políticas los candidatos son personajes emblemáticos de formaciones ideológicas o de corrientes específicas y no al revés".

Cualquier modelo de reforma institucional que se plantee en serio la consolidación del sistema democrático pasa necesariamente por un cambio en las reglas de relación de la política electoral y los medios. En primer lugar, echar abajo la Ley Televisa, ya sea por vía de la Corte o de la obligada rectificación de los poderes Ejecutivo y Legislativo de la Federación, pues la mejor reforma electoral que se logre actuará sobre un terreno totalmente disparejo. No se debe eludir ese hecho, si somos honestos en el análisis.

Pero lo que es absolutamente básico es regular la publicidad electoral, para iniciar así una nueva lógica poder-medios. Es apremiante, ya que es un elemento deslegitimador de nuestros procesos electorales, es el exceso y la predominancia del dinero destinado a la publicidad política.

En materia de legislación electoral, atada a las normas de radiodifusión, debemos prohibir de una vez por todas la contratación comercial de publicidad electoral, y sólo poner a disposición de los procesos eleccionarios locales y federales la utilización de los tiempos oficiales en radio y tv, que aun y con la cesión que la administración anterior hizo de esta obligación fiscal, no es nada despreciable el tiempo que resta a favor del Estado: 48 minutos en tv y 65 minutos en radio, diariamente, en cada una de las mil 488 estaciones de radio (mil 150 concesiones y 338 permisos), y en los 584 canales de tv operando (461 concesiones y 123 permisos).

En una estación de radio, en sólo 90 días, el Estado tiene 97.5 horas. Y en una estación de tv, 72 horas. Si continuara la política spotera: en una estación de radio representarían 292.5 sound bites de 20 segundos, duración en la que ya anda el spot; en un canal de televisión, 216. Suficientes para continuar la saturación, pero que le ahorraría cuantiosos recursos al Estado, y eliminaríamos ese vínculo de dependencia existencial del sistema de partidos con los medios.

Es por lo tanto necesario incorporar a la Ley Federal de Radio y Televisión -y las correspondientes adecuaciones en el Cofipe- un capítulo que regule los tiempos de Estado, y homologue a 60 minutos la obligación a concesionarios y permisionarios de radio y tv. Se le reducen cinco minutos a la radio y se le aumentan 12 minutos a la tv, de lo que hoy tienen. Se eliminaría el llamado tiempo fiscal, y todo se concentraría en la ley.

Atajar la política spotera es el reto, eliminar la matriz de la corrupción política que, según Manuel Castells, está en esa "infrafinanciación crónica que padecen los actores políticos". y en "el aumento exponencial de la brecha entre los gastos necesarios y los ingresos legales".

Profesor de la FCPyS de la UNAM

16 de febrero de 2007

Democracia mediática

Sergio Anzaldo Baeza y Felipe Chao Ebergenyi

Asistimos a una nueva interrelación entre política y comunicación derivada, sobre todo, del espectacular desarrollo, pluralidad y competencia de los medios de comunicación masiva, así como de las novedosas y sofisticadas formas de utilización de la información y su consecuente incidencia en la formación, percepción y reacción de públicos específicos.

Por ello, el estudio, comprensión y elaboración de propuestas frente a los desafíos de la vida política de nuestro tiempo supone, necesariamente, el análisis y la reflexión en torno al nuevo papel de los medios y su incidencia en nuestra vida política y social.

Los medios en el contexto actual

Tratemos de ponderar la importancia de los medios en la coyuntura actual. Es común decir que en México estamos en pleno proceso de transición democrática. Con ello, apuntamos que transitamos a lo largo de un proceso que inicia en un régimen de dominación más discrecional que legal, para arribar a otro con mayor predominio legal, propio de los regímenes democráticos.

El momento emblemático de esta transición lo configura, sin lugar a dudas, el resultado electoral del 2 de julio de 2000 al evidenciar que las condiciones sociales, el marco jurídico y la correlación de fuerzas ya garantizan el desarrollo de la lucha por el poder en un marco de eventual equidad e imparcialidad entre los actores políticos contendientes, tanto en sus fines ­diferentes cargos de elección popular en los tres niveles de gobierno­, como por sus medios ­procesos electorales regulados y determinados por un puntual calendario electoral­.

Al constituirse los procesos electorales en la principal vía legal, legítima y eficaz de acceder al poder, se pone fin al sistema de partido hegemónico y se consolida la democracia electoral en el país. Esta mudanza redimensiona el papel de los medios en la vida política nacional.

No podía ser de otra manera. En una democracia electoral, la comunicación política1 es una herramienta estratégica fundamental tanto en la consecución como en la administración del poder público, porque su origen y destinatario es el ciudadano.

La comunicación se constituye en una de las principales armas que se blanden durante la contienda política que se dirime en la arena electoral.2 Sirve para lograr el posicionamiento de un particular candidato frente a otros; se emplea para promover la plataforma política de un singular partido político frente a otros; se esgrime para persuadir al ciudada-no a sufragar, o no, en un sentido específico.

Una vez ganada la lucha electoral y constituido el nuevo gobierno, la comunicación es fundamental no sólo para difundir las acciones de la nueva administración, sino para vencer y/o neutralizar resistencias a proyectos y programas específicos de gobierno,3 al tiempo de ayudar a construir el consenso necesario entre los gobernados para propiciar condiciones mínimas de gobernabilidad.

En resumen, hoy sin los medios no se puede llegar al poder y mucho menos gobernar. He ahí su trascendencia: en estos tiempos de los medios depende, en buena medida, el acceso al poder, la gobernabilidad democrática y el control político. Revisemos algunos de sus claroscuros.

Medios y opinión pública

El surgimiento y desarrollo de los medios de comunicación está, como Habermas lo demostró,4 estrechamente vinculado con el surgimiento y desarrollo del capitalismo como modo de producción y de la democracia como forma de gobierno, porque son decisivos en la conformación de la opinión pública, sustento tanto del mercado como de la ciudadanía.

Conforme se fueron creando y expandiendo nuevos medios de comunicación masiva, a partir de la instalación de la primera línea telegráfica en 1794, se fue facilitando la difusión, el debate y la participación de un mayor número de ciudadanos respecto de los asuntos públicos.5

Con la aparición de la prensa en el siglo XIX6 se consolida la posibilidad de informar de manera sistemática e inmediata a un gran número de ciudadanos interesados en los asuntos públicos, así como la de recoger sus apreciaciones, juicios y opiniones respecto de los mismos temas. En este sentido, con la aparición de los grandes periódicos se cumplen las condiciones básicas que establece Sartori para la existencia de la opinión pública: "una opinión es pública no sólo porque es del público (difundida entre muchos) sino también porque implica objetos y materias que son de naturaleza pública: el interés general, el bien común y en sustancia, la res pública".7

La evolución de la opinión pública irá de la mano del desarrollo de los medios de comunicación: el periódico a finales del siglo XIX, el cinematógrafo en los albores del XX, la radio en la década de los 30, la televisión en los 50, el correo directo y el telemarketing en los 80, Internet en los 90 y la creciente variedad de telecomunicaciones en los inicios del nuevo milenio.8

Hoy en México, la opinión pública se ha visto beneficiada en su conformación por el desarrollo, pluralidad y alcances de los medios que actualmente configuran un escenario mediático en el que se dificulta en extremo el ocultamiento de la información, la censura, el predominio de un pensamiento único o la preeminencia de una verdad absoluta.

Medios y cultura democrática

Los medios han contribuido en la promoción y formación de una mayor cultura democrática en las sociedades mediáticas, al propiciar la difusión y comparación de diferentes puntos de vista, fomentar los valores propios de la convivencia democrática, impulsar la transparencia en la lucha política y el ejercicio del poder público y, de esa manera, consolidar el espíritu crítico propio de la modernidad, fundamento de la cultura cívica.

Recordemos, a manera de ejemplo, que el análisis y discusión que da sustento teórico a la Constitución de Estados Unidos es protagonizado por Hamilton, Madison y Jay en los periódicos el Diario Independiente, El Correo de Nueva York y El Anunciador Cotidiano y que se publicó desde 1780 con el título, ahora clásico, de El Federalista.9

En este sentido, es posible señalar que la etapa de escándalo mediático que hemos estado viviendo en los últimos años es característica de los regímenes democráticos, y en nuestro caso ha significado una suerte de curso intensivo de educación cívica para la sociedad en general: no sólo hemos oído hablar de la corrupción, sino que la hemos visto y cada día nos enteramos de sus múltiples modalidades; hemos visto acontecimientos ignominiosos como Aguas Blancas o los linchamientos, nos hemos enterado puntualmente del mal uso que en algunas ocasiones se hace de los recursos públicos; recientemente, casi todas las familias se politizaron de un día para otro y de pronto se encontraron discutiendo un tema netamente político e, incluso, aprendieron un término jurídico como el desafuero.

Los medios como guardianes

Una vez que el Estado ha ido perdiendo los mecanismos de control sobre los medios, se ha vuelto casi imposible esconder u ocultar la información de algo o sobre alguien. Al mismo tiempo se ha acrecentado la competencia entre los medios y éstos dependen cada día más de su circulación, su rating y su credibilidad. Los medios están encontrando un rentable nicho de mercado, asumiendo lo que llaman su papel de "perro guardián".

Cada día los medios están más dispuestos a exhibir cualquier desliz de la clase gobernante y a emprender investigaciones periodísticas por su cuenta que, saben, pueden llegar a ser un buen negocio para ellos. De hecho, hay una cerrada competencia para ver quién gana la nota periodística más reveladora, más polémica o más escandalosa. Por el momento no hay nadie por encima del rating.

Gracias a ello, la clase política se ha visto obligada a, por lo menos, moderar y ser más cuidadosa en cierto tipo de prácticas para no ser exhibida en algún video, emisión de radio o en una primera plana de algún periódico o revista. La actitud vigilante de los medios de comunicación ha contribuido, sin ninguna duda, a la disminución de la impunidad y de la discrecionalidad en el ejercicio del poder público y en las competencias electorales.

En un ensayo de José Antonio Crespo que lleva por título "Fundamentos políticos de la rendición de cuentas", se señala que en un régimen democrático de equilibrios y contrapesos del poder, y en el que se busca un sistema eficiente de rendición pública de cuentas, la prensa y los medios de comunicación juegan un papel político de primer orden. Son instrumentos para supervisar estrechamente la acción de gobernantes y políticos y en caso de detectar anomalías o irregularidades en su desempeño público, lo difunden alertando con ello a la ciudadanía y a otros actores políticos, con lo cual favorecen que se eche a andar la maquinaria democrática que contribuye a la rendición de cuentas.

Para fortuna de nuestra vida democrática, podemos afirmar que en estos momentos no hay político que no se sienta potencialmente en la mira de algún medio en particular.

Los medios y el derecho a la información

La democratización de nuestra vida pública pasa, necesariamente, por la posibilidad de acceder a la información. En este sentido, es indudable que los propios medios han contribuido, junto con otros actores, a la apertura de información que antes parecía inconcebible.

La aprobación de la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental y la creación del Instituto Federal de Acceso a la Información Pública (IFAI), constituyen una reforma de enorme relevancia, no sólo por haber concurrido la convicción y la voluntad de la sociedad organizada, los medios, los partidos políticos y el gobierno de la República, sino por responder a la exigencia de hacer efectivo el derecho de acceso a la información pública, cuyos significados y alcances forman una pieza clave en la construcción de un sistema democrático caracterizado por la transparencia y la rendición de cuentas de la gestión pública.

La ley de transparencia abre una perspectiva interesante y distinta para los medios. Apuntamos sólo dos elementos:

· Periodismo de investigación.

· Asimetrías de información.

En lo que toca al periodismo de investigación la ley de transparencia permite a todos los actores sociales solicitar información, y obliga al servidor público a entregarla o, en su caso, explicar y sustanciar por qué considera que tal documento no debe ser del conocimiento general.

Este flujo de actividad, si bien no es privativo de los medios, ni de los periodistas, sí representa una de sus funciones sustantivas; por ello es factible establecer un vínculo de beneficio inmediato con éstos.

A través de la ley, el ejercicio del periodismo de investigación se amplía y encuentra nuevos cauces; de ninguna forma limita al periodista en su búsqueda y contacto con fuentes informativas, por el contrario, le va desplegando un abanico más rico en posibilidades en la medida en la que va solicitando documentos y encuentra respuestas por parte del gobierno.

En lo que se refiere a la asimetría de información, ésta se corrige en el sentido de que posibilita la adquisición de documentos a cualquier medio de comunicación y va a estar en función del talento y capacidad de cada reportero, conseguir la información que le interesa.

Todavía nos hace falta mucho camino por recorrer en materia de acceso a la información. Sin embargo, casi cuatro años de plena vigencia de la ley, hemos sido testigos de un buen número de asuntos que diversos medios han investigado mediante el ejercicio de su derecho a conocer los actos del gobierno.

Medios y pluralidad

La democracia es, como lo señala Sartori, un régimen de disensos en los que hay una permanente tensión entre diferentes opiniones sobre la forma de administrar los asuntos públicos. Opinión pública no es sinónimo de unanimidad, es sinónimo de pluralidad. En una democracia conviven diversas corrientes de opinión, contrapuestas y hasta enfrentadas que compiten por la preeminencia en el imaginario colectivo en un momento histórico determinado. En este escenario, el único consenso que es condición imprescindible para la existencia y viabilidad de una democracia es el que tiene que construirse en torno a las reglas de la lucha política, cuya regla primaria "decide cómo decidir y establece un método de solución de conflictos".10

Por ello, la lucha política en un régimen democrático se centra en la persuasión de la opinión pública; se pugna por incrementar la corriente de opinión pública en favor y contrarrestar la de los adversarios. Ahora bien, los medios están constituidos por hombres de carne y hueso que tienen intereses, afinidades, filias y fobias que, explícita o implícitamente, toman partido, en favor o en contra, de algún actor u organización política en particular. Afortunadamente, así como tenemos diversas y variadas ofertas políticas, existen medios con distintas afinidades y, de acuerdo con sus filias y fobias, se encargan de dar un seguimiento más cuidadoso y puntual a un actor u organización política en lo particular.

En México tenemos una larga tradición de pensadores, ensayistas, periodistas, caricaturistas, etcétera, que han dado vida y vitalidad a diversos y variados medios de comunicación y proyectos editoriales, defendiendo las trincheras más diversas y, hasta contrapuestas.11

Medios y objetividad

Los medios generan e impulsan un particular tipo de análisis, una singular perspectiva e interpretación sobre los acontecimientos, acciones o declaraciones de los actores sociales y políticos de una determinada comunidad. Es muy difícil que un medio de comunicación y el equipo de trabajo que lo constituye sean totalmente imparciales y objetivos.

Hay una suerte de imposibilidad epistemológica para ello.

Al respecto Edmundo O'Gorman es claro cuando señala que "cualquier acto, si se le considera en sí mismo, es un acontecimiento que carece de sentido, un acontecimiento del que, por lo tanto, no podemos afirmar lo que es, es decir, un acontecimiento sin ser determinado. Para que lo tenga, para que podamos afirmar lo que es, es necesario postularle una intención o propósito. En el momento que hacemos eso, en efecto, el acto cobra sentido y podemos decir lo que es; le concedemos un ser entre otros posibles. A esto se llama una interpretación, de suerte que podemos concluir que interpretar un acto es dotarlo de un ser al postularle una intención".12 Y este ejercicio de interpretación es el que realizan los medios cuando seleccionan la información que consideran noticiosa, cuando la trabajan y le dan la característica que requiere para que sea publicada o transmitida por el propio medio, y cuando le otorgan un orden específico en el ejemplar de un determinado día o emisión.

La pérdida de control del Estado sobre los medios y los escándalos mediáticos que hemos vivido, han incrementado la confianza ciudadana en los propios medios. De acuerdo con un estudio de opinión realizado por Consulta Mitofsky en agosto de 2006, la credibilidad en los medios es de las más altas, con 7.2 en una escala de 0 a 10.

Bajo este telón de fondo, el principal reto para un periodista está, como bien lo ha señalado Kapuscinski, en lograr la excelencia en su calidad profesional y su contenido ético. El periodista, subraya, tiene el mismo objeto de siempre: informar. Hacer bien su trabajo para que el lector, el radioescucha, el televidente, pueda entender el mundo que lo rodea, para enterarlo, para enseñarle, para mostrarle.

Los medios y la borrachera democrática

Hay evidencias que permiten afirmar que en México se ha pasado de una utilización controlada y marginal de la comunicación durante el régimen de partido hegemónico, a una suerte de borrachera democrática. El concepto es del analista francés Alain Minc,13 que en 1995 publicó un ensayo con ese título. La hipótesis de Minc es que la democracia representativa, junto con los partidos políticos y las clases sociales, están siendo desplazados por los medios, la opinión pública ­expresada en los sondeos de opinión­ y los jueces. Es decir, el sistema de representación característico de la democracia electoral está siendo distorsionado por una democracia de opinión pública, demoscópica, misma que es cooptada por los medios de comunicación masivos.

Siguiendo la reflexión de Minc, en México se está instaurando un nuevo sistema que se parece a una monarquía moderada por los sondeos y las encuestas, en donde la figura del político se enfrenta todos los días a la opinión encarnada en los sondeos. Y los sondeos, como señala Bernard Marín, rebajan el costo, el esfuerzo de la participación política: contestar una encuesta exige menos sacrificios que la antigua militancia, ocupa menos tiempo que las manifestaciones, supone menos renuncias personales que la participación en la vida pública. La participación a través de los sondeos se corresponde "con los criterios de una sociedad hedonista e individualista".14

Los medios y los sondeos también han cambiado las estrategias, tiempos y formas de la acción y negociación política. En primer lugar, al menor descuido de los actores políticos, determinan agenda, tiempos y ritmos del debate público. Introducen los temas, muchas veces mediante escándalos, en los que la ciudadanía habrá de centrar su atención. Imponen los ritmos en la atención de los conflictos. Su necesidad de llenar sus propios espacios mañana, tarde y noche los lleva a atosigar todo el tiempo a los políticos y a acelerar todos los procesos de acción y negociación política, a costa de los propios resultados.

Asimismo, la vida pública de políticos pareciera depender de su respectivo ranking en las encuestas. Su estrategia política se concentra en encontrar la forma de subir puntos, en cómo mantener su nivel o cómo consolidar sus cuotas de popularidad. Su horizonte termina por adecuarse a los límites del tiempo que transcurre entre dos sondeos, las gestiones ya no son sexenales sino trimestrales, mensuales o semanales; sus discursos y actos se "ciñen a la búsqueda del mayor impacto sobre las encuestas y sus pensamientos, a los gestos más eficaces de cara a ellos".15 Por ello, los destinatarios principales de las acciones y discursos de los políticos son los medios. El eslogan reemplaza al programa, la imagen a la personalidad, el estilo al carácter.

A nivel de gobierno, las distorsiones derivadas de la democracia demoscópica han sido más graves todavía porque en muchas ocasiones se ha sobreestimado la importancia de la comunicación y subestimado el papel de la acción, la negociación y la operación propiamente política.

Seguiremos en la borrachera democrática y, como sucede con todas las fiestas, algunas personas se sentirán motivadas a participar por todos los escándalos que ven, oyen y leen, y otras se sentirán con ganas de olvidarse del asunto.

La democracia, escribió Sartori, no requiere de sabios ni de un público cultivado, sino de una ciudadanía suficientemente informada. Hoy, los medios juegan un papel fundamental en la consolidación, o no, de nuestra incipiente vida democrática.


1 En lo general se coincide con la definición propuesta por Canel: "la comunicación política es el intercambio de signos, señales, o símbolos de cualquier clase, entre personas físicas o sociales ­políticos, comunicadores, periodistas y ciudadanos­ con el que se articula la toma de decisiones políticas así como la aplicación de éstas en la comunidad". María José Canel, Comunicación política. Técnicas y estrategias para la sociedad de la información, Madrid, Tecnos, 1999, pp. 23-24.

2 "La contienda electoral tiene un carácter de contienda o competición entre las distintas opciones políticas que aspiran al poder. Los partidos se 'pelean' para conseguir más votos que los demás", Canel, op. cit., p. 33.

3 Canel define a la comunicación que se da en el ejercicio de gobierno como "comunicación de instituciones" y consiste, según la autora, en "el conjunto de reglas (principios) y procedimientos (aplicaciones específicas) de la comunicación de intención persuasiva que, con recursos psicológicos e informativos, llevan a cabo las instituciones para influir en los destinatarios con el fin de conseguir en éstos una adhesión permanente para ejercer y distribuir poder, y realizar el bien público", op. cit. p. 76.

4 Jürgen Habermas, Historia y crítica de la opinión pública, España, Gustavo Gilli.

5 En este sentido, resulta reveladora la declaración que en 1794 realizó Barére con motivo de la inauguración de lo que podemos considerar un primer medio de comunicación masiva: la primera línea telegráfica: "Es un medio que tiende a consolidar la unidad de la República, por la unión íntima e inmediata que proporciona a todas las partes. Los pueblos modernos, mediante la imprenta, la pólvora, la brújula y la lengua de los signos telegráficos, han hecho desaparecer los mayores obstáculos que se oponían a la civilización de los hombres". Citado por Armand Mattelart, La mundialización de la comunicación, Barcelona, Paidós Comunicación, 1998, p. 12.

6 Las grandes agencias de prensa son creadas entre 1830 y 1850: la agencia Havas, que precede a la Agencia France-Presse aparece en 1835, la alemana Wolff en 1849, la británica Reuters en 1851, las estadounidenses Associated Press en 1848 y la United Press en 1907. Los grandes grupos de prensa se constituyen a partir de 1875. En 1884 se publica Le Matin, en 1888 aparece en Londres el Financial Times y en 1889 en Nueva York se publica el Wall Street Journal. Cfr. Armand Mattelart, op. cit., pp. 29-33.

7 Giovanni Sartori señala que la expresión "opinión pública" se remonta a los decenios que precedieron a la Revolución Francesa de 1789. Giovanni Sartori, ¿Qué es la democracia?, México, TRIFE/IFE, 1993, p. 56.

8 Cfr. Anthony Pratkanis y Elliot Aronson, La era de la propaganda. Uso y abuso de la persuasión, Barcelona, Paidós Comunicación, 1994, pp. 26-27. Armand Mattelart plantea el inicio de los medios a partir de la creación y desarrollo de vías de comunicación como la construcción de puentes y el trazado de carreteras, pasando por la invención del telégrafo óptico (1794), el ferrocarril (1830), el cable submarino (1851) hasta llegar a los medios de comunicación masiva citados en el texto; Armand Mattelart, op. cit.

9 A. Hamilton, J. Madison y J. Jay, El Federalista, México, FCE, 2001.

10 Giovanni Sartori, op. cit., p. 58.

11 Desde los medios se han expresado y defendido prácticamente posturas de todo el abanico ideológico: de izquierda y derecha, liberales y conservadores, católicos y socialistas, etcétera. De Regeneración de los hermanos Flores Magón a los periódicos editados por el Grupo El Norte de Monterrey; de El Ahuizote, su hijo y su nieto a los diarios y revistas editadas por el Grupo Editorial Multimedios; del Excélsior de Scherer que dio origen a Plural, a Proceso, a Vuelta, a Letras Libres, al unomásuno, para llegar a La Jornada; de Guadalupe Posada a Calderón, pasando por Naranjo y Magú; de Luis Cabrera, Jorge Cuesta y Daniel Cosío Villegas para llegar a los incontables analistas, articulistas, columnistas, comentaristas y especialistas que hoy pueblan las páginas de las más variadas publicaciones, y los incontables y variantes espacios radiofónicos y televisivos dedicados al debate público.

12 Edmundo O'Gorman, La invención de América, México, FCE, 1977, p. 43.

13 Alain Minc, La borrachera democrática. El nuevo poder de la opinión pública, Madrid, Ediciones Temas de Hoy, 1995.

14 Alain Minc, op. cit., p. 25

15 Ibidem, pp. 26-27.

14 de febrero de 2007

Sugiere la OCDE revisar ley de TV

Para la OCDE, los cambios hechos a la ley en el 2006 permiten que las dos empresas titulares consoliden su control del espectro para las transmisiones.

Lucero Almanza

Ciudad de México (14 febrero 2007).- La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) recomendó a México revisar los cambios que se hicieron en 2006 a la Ley de Radio y Televisión para asegurarse de que consolidan la competencia.

También sugiere supervisar la mencionada ley para verificar que no beneficien a los actuales dueños de la industria en perjuicio de posibles nuevos participantes.

"Se deben revisar las enmiendas de 2006 a la Ley de Radio y Televisión para asegurarque éstas refuerzan la competencia.

"Los cambios a la ley de medios permiten que los dos titulares consoliden su control del espectro disponible para las transmisiones", advirtió el organismo, haciendo referencia a Televisa y TV Azteca aunque no los mencionar por su nombre.

En su estudio "Going for Growth 2007", la OCDE, organismo que encabeza el mexicano José Angel Gurría, analiza el avance de sus miembros en la aplicación de reformas estructurales que les permitan elevar su crecimiento económico, así como recomendaciones de políticas prioritarias por parte de la organización.

Es ahí donde el organismo reconoce que México ha logrado avances en materia de regulación de la competencia.

"La reforma de 2006 a la Ley de Competencia aclaró los procedimientos de la Comisión Federal de Competencia (CFC), eficientó las notificaciones de fusiones, fortaleció los poderes de la CFC y aumentó la importancia de sus opiniones para las acciones de Gobierno en los sectores regulados", indica.

Entre otras recomendaciones para México, el organismo consideró la necesidad de eliminar los obstáculos a la inversión, principalmente en los sectores de electricidad, petróleo y gas, así como a la telefonía, construcción, transporte y otras profesiones.

Y es que, aseguró, aún existen restricciones al capital privado y extranjero en muchos sectores que retrasan la competencia e impiden el cambio tecnológico.

Otras acciones en las que México tiene que trabajar, de acuerdo con la Organización, son la simplificación del sistema tributario, ampliar la base del Impuesto al Valor Agregado (IVA), entre otros.

En materia económica, el organismo manifestó que el crecimiento del País ha sido demasiado lento para permitir una convergencia sustancial en los estándares de vida, respecto a los que registran otras naciones de la OCDE.

El bajo nivel de la productividad laboral es la fuente principal de la brecha en el ingreso de la población, afirmó.

Nota publicada en Reforma.

Representatividad política

José Antonio Crespo

De 1987 a 1996, un lapso de 10 años, experimentamos cinco reformas electorales. Las primeras tres (1987, 1990 y 1993) dieron pasos atrás en materia de integración del Congreso, para darle al PRI más curules aunque captara menos votos, pero al mismo tiempo se sembraron los embriones de lo que más tarde serían dos pilares de nuestra democracia electoral: el IFE y el Tribunal Electoral. Las dos subsiguientes reformas (1994 y 1996) dieron pasos sustanciales justamente para convertir aquellas instituciones (el IFE y el Tribunal) en autónomas con respecto al gobierno y más facultades para cumplir sus funciones. Ambas reformas nos permitieron cruzar cabalmente el umbral de la competitividad. Pero al parecer, los legisladores se tomaron en serio aquello de que la reforma de 1996 sería la "definitiva", como la bautizó Ernesto Zedillo , y pese a detectar una serie de nuevos problemas y lagunas, dejaron pasar otros diez años sin reformar la legislación electoral federal. Ahora, tras el fracaso de la elección presidencial del año pasado (pues no se consiguió el invaluable consenso electoral), una nueva reforma es indispensable. Ojalá que se trate de una reforma a fondo y no una superficial, que simplemente barnice nuestra obsoleta legislación y parche algunos de los hoyos evidenciados el año pasado.

Por lo pronto, se han empezado a discutir estos temas en el seminario Constitución, Democracia y Elecciones: La reforma que viene, organizado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, a lo largo de esta semana. Hay varios cambios que convendría hacer a la legislación electoral. Por ejemplo: 1) Carlos Abascal y Rosario Green propusieron un "candado al trapecismo político", para evitar que militantes de un partido salten súbitamente como candidatos de otra formación política, como ha ocurrido varias veces (y recientemente con Ana Rosa Payán como abanderada del PT y el PC, y casi del PRD). Y es que tanto los trapecistas como los partidos receptores, al permitir eso, envían un mensaje muy claro en el sentido de que su ideario, su programa, sus ofertas políticas, su historia y trayectoria, son meros embozos para acceder al poder y captar votos. El poder por el poder. Un pragmatismo descarnado disfrazado del más puro idealismo. Una abierta burla a los electores. Y, como no se puede confiar en la ética de candidatos ni partidos, conviene incorporar en la ley un candado para obligar a que transcurran dos años antes de que militantes de un partido ocupen una candidatura bajo las siglas de otro.

2) La fórmula actual de financiamiento público distribuye los excesivos recursos a partir del porcentaje de votos captado por cada partido. Para vincular y responsabilizar a los partidos con los niveles de participación electoral, el criterio al repartir los fondos públicos no debiera ser el porcentaje de votos, sino el número de votos (en términos absolutos). Darle a los partidos una cierta cantidad por cada voto efectivo que recibe, con lo cual el abstencionismo —que va al alza y refleja un bajo desempeño político de los partidos— los penalizaría por donde más les duele: el dinero. Mientras más lejanos de la ciudadanía, menos fondos públicos. Sería lo justo.

3) La reelección legislativa no debe seguir postergándose: constituye uno de los dos pilares de la representación política democrática. El primero es la elección de los legisladores por voto libre y el segundo la rendición de cuentas de esos representantes hacia sus representados, lo que es imposible sin reelección consecutiva. El asunto es de ida y vuelta.

4) La representación política también es deformada por la posibilidad de coaliciones electorales —que no se traducen en alianzas legislativas—, gracias a las cuales partidos sin representación ciudadana pueden acceder al Congreso (como fue el caso del Partido Verde el año pasado), o bien otros con una representación pequeña la pueden incrementar artificialmente (como el PT y el PC al subirse al carro del PRD). Por lo cual, esos partidos detentan más curules y financiamiento de lo que su verdadera fuerza electoral justifica. La salida es regresar a las candidaturas comunes, que permiten contabilizar cada voto a favor de cada partido y, a partir de ahí, dotarlos (o no) de su registro, las curules y el financiamiento correspondientes.

5) La ley permite todavía una sobrerrepresentación de hasta ocho por ciento en la Cámara Baja para los partidos más grandes, resabio de la famosa "cláusula de gobernabilidad" que permitía al PRI mantener la mayoría absoluta de la Cámara aunque no tuviera esa misma proporción de votos. Una mejor representatividad implicaría equilibrar el porcentaje de votos con el porcentaje de curules para cada partido.

6) Igualmente, no se justifican ya los senadores de "representación proporcional", que contravienen el sentido federalista del Senado y se introdujeron para abrir las puertas de la Cámara alta a la oposición. Ahora hay mejor distribución natural del poder.

7) Las elecciones intermedias para renovar la Cámara baja representan una pérdida de tiempo y dinero, pues en ese año se paraliza prácticamente la actividad legislativa. Además, se eleva la probabilidad de que crezca la distancia entre el partido gobernante y su presencia en esa Cámara (como le pasó al PRI en 1997 y al PAN en 2003). Nada perderíamos con nombrar a los diputados también por seis años, dándoles así más tiempo para aprender a legislar (pues casi todos son primerizos). Desafortunadamente, muchas de estas propuestas tienen pocas probabilidades de ser tomadas en cuenta, pues atienden más al interés ciudadano que al de los partidos. Y los legisladores obedecen en primer lugar a sus partidos, y sólo de vez en vez a sus presuntos representados.

Medios y democracia

Javier Corral Jurado

El de los medios de comunica ción es el asunto más relevante dentro de una posible reforma electoral venidera; debería colocarse como uno de los ejes fundamentales de una nueva constitucionalidad en México. No sólo porque la lógica y organización de las empresas de comunicación, principalmente las electrónicas, están dominando e influyendo decisivamente en lo político, electoral y estatal, sino porque también están imponiendo -a través de su dinámica mercantilista- un momento crepuscular en lenguaje, tradición, cultura e identidad. Destinados a ser los más grandes aliados de la palabra, la educación y la democracia, se han constituido en uno de sus valladares y quizá, como advierte Luigi Ferrajoli, en uno de sus mayores peligros.

El de los medios se ha convertido en un espacio esencial por donde pasa el Estado y la nación. Y por tanto los medios no pueden eludir su tránsito por un nuevo sistema de legalidad y constitucionalidad democrática, que demarque con toda claridad su responsabilidad social y política en esa interacción, que es, además, construcción de la democracia. En el sistema democrático, el poder impune y la zona de excepción jurídica no deben existir. La naturaleza de su sistema de equilibrios obliga a que todo aquel que ejerza un poder rinda cuentas.

Y así como señalo que los medios se han convertido en la arena más importante de la disputa electoral y la operación política, también propongo que por ningún motivo aceptemos que es una arena definitiva. Es uno de los elementos definitorios, pero no definen por sí mismos. Y ahí está la oportunidad del Estado, y su necesaria intervención. En la nueva hora del debate sobre comunicación y democracia -que acontece esta semana en el IIJ-UNAM, alentado por dos inteligencias frescas en la concepción del derecho y la investigación jurídica: Lorenzo Córdova y Pedro Salazar-, hay que atisbar contra esa pretendida definitividad que sólo magnifica los miedos entre la clase política y convierte en exponencial la ignorancia sobre el verdadero funcionamiento de la política informacional. Sí, hay que matizar el poder que les hemos conferido quienes hemos desarrollado una conciencia crítica de sus efectos negativos, sin que ello signifique negar su influencia y capacidad de seducción, muchas veces caracterizada por la vía del chantaje o la amenaza.

A este matiz contribuyen la concepción de Manuel Castells en La era de la información y un reciente análisis sobre el pasado proceso electoral en la relación medios de comunicación y campañas electorales de Raúl Trejo Delarbre.

El sociólogo español Manuel Castells, de quien su maestro Alain Touraine nos había anticipado como un clásico del siglo XXI por su tratado La era de la información, señala el papel crucial de los medios electrónicos en la política contemporánea, pero afirma que "debido a los efectos convergentes de la crisis de los sistemas políticos tradicionales y del espectacular aumento de la penetración de los nuevos medios, la comunicación y la información políticas han quedado capturadas en el espacio de los medios. Fuera de su esfera sólo hay marginalidad política. Lo que pasa en este espacio político dominado por los medios no está determinado por ellos: es un proceso político y social abierto. Pero la lógica y la organización de los medios electrónicos encuadra y estructura la política. este encuadre de la política por su captura en el espacio de los medios (una tendencia característica de la era de la información) repercute no sólo en las elecciones, sino en la organización política, en la toma de decisiones y en el gobierno, modificando en definitiva la naturaleza de la relación existente entre el Estado y la sociedad. Y como los sistemas políticos se siguen basando en formas organizativas y estrategias políticas de la era industrial, se han quedado obsoletos en cuanto a política y ven negada su autonomía por los flujos de información de los que dependen. Esta es una fuente fundamental de la crisis de la democracia en la era de la información".

Con base en lo anterior debemos trabajar en reformas que liberen a la política de la captura de los medios, y que den más densidad y contenido a la política. Y todavía con un arrojo mayor, que es conciencia de nuestra realidad: para esta tarea hay muy poca clase política.

Pero si sólo el pueblo salva al pueblo, debemos convencer a los actores políticos -más allá de sus deficiencias y vulnerabilidades- de que tienen que liberarse a sí mismos; de lo contrario, se ahondará la dinámica de substitución de los poderes formales del Estado a manos de los poderes fácticos, señaladamente los medios de comunicación. Poco podrá hacer el sistema de partidos cuando los candidatos resulten directamente de las televisoras. Ello depende de reformas legislativas que modifiquen la lógica mercantil, la operación autoritaria, la concentración multimedia; esto es, una reforma de la estructura de la industria mediática electrónica. Pensar en esas reformas no es un asunto de sofisticación jurídica, sobre todo cuando otros países de nuestro continente lo han llevado a la práctica desde hace años, aunque hay que reconocer que sí requieren algo de valor.

Profesor de la FCPyS de la UNAM