Sergio Aguayo Quezada
Durante décadas los ingresos de los presidentes fueron un misterio. Sabíamos que eran altísimos; faltaba precisión sobre el monto. Hace apenas una década Alianza Cívica rompió el tabú al demandar civilmente a Ernesto Zedillo para que informara sobre su salario; el enojo generalizado de la clase política se transformó en apetito ciudadano por conocer el monto de los ingresos de la alta burocracia. Y empezaron a develarse los detalles y a saberse que los gobernantes competían a ver quién se concedía más salario, prestaciones, bonos o privilegios. Y creció la indignación y la exigencia de cambios.
A finales del 2006 el senador perredista Pablo Gómez Álvarez presentó una iniciativa a nombre del Partido de la Revolución Democrática, de Convergencia y del Trabajo para reformar la Constitución. Su argumentación se apalanca en una de las frases más conocidas de Benito Juárez: los servidores públicos "no pueden improvisar fortunas, ni entregarse al ocio y a la disipación, sino consagrarse asiduamente al trabajo, disponiéndose a vivir en la honrosa medianía que proporciona la retribución que la ley les señala".
Todos los políticos de abolengo citaban de memoria las palabras a Juárez, ninguno se tomaba en serio la "honrosa medianía". Por el contrario, se recompensaron con generosidad e imaginación porque a los buenos salarios añadieron jugosas prestaciones que complementaban con los negocios urdidos con compadres, parientes o amigos. Décadas de saqueo dejaron como herencia refranes que trivializan la corrupción: "vivir fuera del presupuesto es vivir en el error", "yo no quiero que me den sino que me pongan donde hay" hasta llegar a la conocida y sonora Ley de Hidalgo: "chingue su madre al que deje algo".
La acumulación salvaje de capital tuvo una lógica. En el México revolucionario entrar en la política ponía en riesgo vida y hacienda e imponía un costoso estilo de vida. Ascender por el escalafón y saltar de cargo en cargo exigía la entrega de regalos y favores a los superiores, a los ayudantes y a una cantidad de ahijados proporcional a la jerarquía. Como en la mafia, el cabeza de familia es responsable del bienestar de los suyos. Una de las consecuencias era que al poderoso llegaban las facturas de los desayunos, comidas y cenas que nuestro elaborado ceremonial exige. La alternancia mantuvo intacta la cultura del restaurante y de las clientelas añadiéndole el costo de cuidar la "imagen".
Esa cultura política es disfuncional con la transparencia actual porque ofende la austeridad que a las mayorías imponen los bajos salarios y el tributo que entregamos mensualmente a nuestros monopolios privados. Y así se fue alimentando la irritación contra los salarios excesivos y el primer gobernante que lo entendió y los redujo fue Andrés Manuel López Obrador en la capital. Y así fue como a finales del 2006 todas las fracciones partidistas en el Senado aprobaron por unanimidad las reformas a la Constitución que establecen como límite máximo el salario del Presidente.
La decisión -pendiente de ser ratificada por diputados y Congresos locales- conduce a un intrincado enigma: ¿cuál es el salario justo de un Presidente y, por tanto, de la alta burocracia? Las respuestas en el mundo son desiguales porque si bien se acepta que el monto debe atraer a los mejores y a los más brillantes, se considera ridículo otorgarles prestaciones de capitán de industria. Después de todo, quienes entran a la política lo hacen para servir al pueblo o a la patria (o al menos eso dicen). Las variaciones entre países revelan la ausencia de un criterio único. Según una comparación hecha por la revista francesa L'Express (1o. de junio del 2006) el mandatario chino percibía 55 mil euros al mes; el estadounidense 33 mil; el español 7 mil 296; el mexicano 11 mil 400; el brasileño 2 mil 900; y el boliviano 667.
En tanto el mundo se pone de acuerdo, las reformas legales aprobadas por el Senado mexicano ponen algo de orden en el caos. A partir del 2008 ningún funcionario federal, estatal o municipal podrá ganar más que el Presidente y eso incluye bonos, compensaciones, premios, recompensas, etcétera. Se salvaron los miembros del Poder Judicial que seguirán ganando más pero sus salarios se congelan y pierden todas las compensaciones.
Estos cambios le regresan protagonismo a un Presidente devaluado durante el sexenio pasado. Felipe Calderón tendrá la oportunidad de demostrar su compromiso con la austeridad cuando, en septiembre próximo, envíe el proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación a la Cámara de Diputados. ¿Cómo reaccionarían las fracciones de los partidos si incluyera una reducción significativa a su salario? En caso de que fuera aceptado generaría un efecto multiplicador saludable para las finanzas públicas.
Pero eso corresponde al incierto futuro. Por ahora, disfrutemos las reformas hechas por los senadores; meten un principio de racionalidad a las arbitrariedades y al limitar los ingresos de los gobernantes forzarán una revisión de algunos rituales de la ceremoniosa y costosa forma de hacer política en México. Si al mismo tiempo crece la fiscalización pública y ciudadana del gasto público -sobre todo en estados y municipios donde el desorden es mayúsculo-, tienen sus días contados tradiciones como la Ley de Hidalgo. No todo lo hecho en México está bien hecho.
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