13 de octubre de 2006

Cultura democrática: ¿avance o retroceso?

José Antonio Crespo

Es lugar común que, para que una democracia incipiente logre consolidarse, se requieren cambios sustanciales en la cultura política de la ciudadanía. Esto no garantiza, desde luego, la consolidación democrática, pero la facilita. En cambio, la ausencia de una cultura democrática dificulta ese propósito. En términos realistas e históricos, la cultura democrática es más limitada; se trata, en primer lugar, de la convicción churchilliana de que, con todas sus limitaciones y deficiencias, la democracia es la menos mala de las opciones políticas. ¿Cómo andamos en México? De acuerdo con la Encuesta Nacional de Cultura Política (Encup) que periódicamente levanta la Secretaría de Gobernación, no muy bien. En 2001, si bien un amplio segmento, 62%, pensaba en la democracia como la mejor forma de gobierno, frente a 9% que abiertamente se declaraba pro-autoritario, a la hora de dar como opciones una democracia económicamente ineficaz y un autoritarismo más promisorio, entonces los "demócratas" se reducen a 47% y quienes optarían por el autoritarismo crecen dramáticamente a 32%. Conclusión de Perogrull si una democracia no empieza a rendir frutos económica y socialmente, su legitimación y respaldo se reducen.

La consolidación democrática exige también un alto grado de "cultura de la legalidad", que consiste en confiar en el orden jurídico del país, en sus instituciones de impartición de justicia, en jueces y tribunales. Debe prevalecer un compromiso con las leyes y, si algunas partes concretas de la normatividad no resultan satisfactorias, debe buscarse su transformación dentro del marco institucional y no fuera de él. En eso tampoco andamos muy bien. El 58% de los mexicanos piensa que si una ley es injusta se tiene derecho a desobedecerla (mandarla "al diablo", como quien dice), lo que en principio se aproxima más a una postura revolucionaria que a una democrática. En cambio, sólo 28% refleja una posición altamente legalista. Otro aspecto crucial es la posición frente al uso de la fuerza pública. En virtud de nuestra propia historia, la fuerza pública se ha visto inevitablemente asociada con la arbitrariedad, el abuso y la represión. No es de extrañar que 68% en 2001 viera a la fuerza pública como instrumento de represión, no de gobernabilidad democrática. Cuando se aclara al entrevistado que el conflicto está afectando a terceros inocentes, ese porcentaje se reduce a 55%, todavía una mayoría absoluta.

¿Cómo modificar tales actitudes y avanzar en una sólida cultura democrática que contribuya a la consolidación de la democracia, si es que eso ha de acontecer algún día (lo que no se ve hoy tan claro)? Una idea mítica es que la cultura democrática se logra con base en una campaña publicitaria desplegada por los diversos agentes de socialización (escuelas, lugares de trabajo, iglesias y, sobre todo, medios de comunicación). Eso puede ayudar en cierto grado, pero si los ciudadanos no palpan por experiencia que, en efecto, se dan pasos reales en favor de todo lo que implica un orden democrático, no terminarán por convencerse que se vive en una democracia cabal. O, de creerlo, se pondrá en duda que ésta valga la pena. Es pues a partir de eventos públicos reales y visibles que puede fortalecerse sólidamente la cultura democrática, más que de celebraciones vacías por una democracia más o menos ficticia, o de demagógicos llamados a la unidad nacional.

Durante el gobierno de Fox hubo algunos acontecimientos que pudieron haber contribuido a nutrir la cultura democrática, como la alternancia misma del año 2000, el fortalecimiento del Poder Legislativo (aunque eso se ha visto gradualmente más como traba que como ventaja), la Ley de Transparencia y la ampliación de la libertad de expresión. Pero muchos otros eventos han jugado en contra del avance cultural-democrático. En primerísimo lugar viene la ausencia total de rendición de cuentas. Con la transparencia nos percatarnos en mayor medida de las corruptelas, pero si al mismo tiempo vemos que éstas no se penalizan, se refuerza la idea de que sigue prevaleciendo la impunidad —rasgo del autoritarismo— más que la rendición de cuentas —esencia de la democracia—. El evento del desafuero de Andrés López Obrador, cuando hasta 80% de la población terminó viéndolo como una maquinación política más que como un intento universalista de aplicar la ley, refuerza la idea de que la ley sirve más para promover mezquinos intereses políticos. Así lo cree hoy 60% de la población frente a un ingenuo 35% que cree que la ley sirve en México para proteger a los ciudadanos o para hacer justicia.

La reciente represión en San Salvador Atenco, comprobada y documentada por la CNDH, fortaleció a su vez la imagen de que la fuerza pública es más un instrumento de represión que para preservar legítimamente el orden social. Finalmente, la forma en que se llevó a cabo la elección presidencial y el hecho de que casi la mitad alimente dudas acerca de la fidelidad del triunfo de Felipe Calderón, merma en lugar de fortalecer la credibilidad en las instituciones electorales. Aunque también, el hecho de que López Obrador no haya acatado el dictamen del Tribunal Electoral, como lo dispone la Constitución, nutre en muchos ciudadanos la convicción de que algunos partidos —yo digo que todos— no muestran disposición real a aceptar el juego democrático. Ambos bandos, felipistas y obradoristas, están convencidos de defender la democracia, y de que el adversario violó los acuerdos tomados entre 1994 y 2000. Un clima nada propicio para la gobernabilidad democrática. Los actores políticos son responsables en distinta medida de esa situación. En suma, pese a la enorme oportunidad de fortalecer la cultura democrática que se abrió en el año 2000, el corte de caja aparentemente arroja un saldo negativo.

1 comentario:

rm dijo...

El autoritarismo siempre será la prostituta que desde la acera de enfrente nos coquetea para darnos amor fácil a cambio de nuestra monedas: La libertad.

Ante la desilución amorosa con la democracia, comenzamos a mirar por encima del hombro ¿Y si allá enfrente somos más felices? Total, para qué nos sirve ser libres.

La democracia tiene espinas y al parecer no nos gusta eso. Mejor el caramelo de la infancia que el autoritarismo nos regala.

Saludos estimado