Otto Granados Roldán
Cerca de su muerte, en una larga conversación con el escritor y premio Nobel Elie Wiesel, el presidente Miterrand insistía en que en la vida pública importa no solo el talante democrático y el respeto a la ley sino que tan indispensables como éstos son el "sentido del deber y la sanción popular". Pues bien, esta es una lección que muchos de quienes hoy figuran con especial intensidad y visibilidad debieran recordar y practicar en un momento en el que tanto las tecnologías de la información como la emergencia de una sociedad civil más demandante han hecho que la cosa pública se vuelva, ciertamente, algo más pública.
En efecto, en los últimos meses y por razones distintas, varios personajes que ocupan posiciones de relevancia social se han visto envueltos en una sucesión al parecer interminable de escándalos y de presuntos delitos que tiene un doble efecto. Por un lado, no deja de ser positivo que quienes ejercen un liderazgo importante estén sujetos a los más elevados grados de escrutinio público y que, si es el caso, respondan, al igual que cualquier mortal, de acuerdo con lo establecido por la norma jurídica. Pero por otro, es evidente que si los que gozan de dicha condición incurren en conductas que vulneran los códigos valorales aceptados por todos, entonces están minando la confianza que una colectividad les ha depositado y, con ello, debilitando un de los cementos más poderosos -la ética- en que se funda la construcción y mantenimiento de la cohesión social.
El fenómeno es ahora particularmente perceptible no solo en el campo de los políticos, algo tan antiguo que parece ya formar parte del paisaje natural, sino también en el de otros dos gremios que por igual comparten esas características: miembros del clero y de los medios de comunicación. Los ejemplos sobran en estos días: las relaciones tan indebidas de políticos mexicanos con empresarios acusados de diversos ilícitos; la presunta pederastia cometida por representantes de la iglesia católica o por legisladores como el ejemplo reciente del republicano norteamericano Mark Foley; la dimisión del editor de The Miami Herald y El Nuevo Herald en el contexto una investigación que reveló pagos oscuros de agencias gubernamentales a periodistas de esos medios o los despidos de reporteros de The New York Times por haber producido materiales con base en inventos y falsedades. Este panorama sugiere al menos dos preguntas clave: ¿por qué es crucial monitorear con mayor puntualidad el comportamiento de políticos, periodistas y curas? Y ¿qué puede hacer una sociedad que se repute civilizada al respecto? Veamos.
Es una obviedad afirmar, en primer término, que las élites políticas tienen la obligación no solo de respetar la ley sino de entender que hay un marco más amplio que los obliga, más que a otros, a cumplir con un código mínimo éticamente aceptable al menos por dos razones. Una tiene que ver con el hecho de que, en materia pecuniaria, la corrupción es no solo una apropiación privada de bienes públicos sino una grave distorsión en el funcionamiento de la economía y un agravante en los costos de transacción para los agentes productivos. No es ninguna casualidad que los países que generalmente ocupan los lugares más altos en los informes de competitividad sean también los que cuentan, entre otras cosas, con mayor transparencia en su sector público.
Pero la otra circunstancia es que cuando un político observa una conducta lesiva de valores exigibles a todos se produce un daño mayor: que la ciudadanía suponga que, si así actúan los dirigentes políticos, entonces esa es una manera aceptable de que las personas comunes se conduzcan. Cuando la mayoría de los estudios de opinión muestra que en México los niveles de confianza interpersonal son tan bajos (22-25%) y la ilegalidad es una práctica consentida y extendida, es casi imposible tener lo que alguien ha llamado una "sociedad decente", uno de los pilares más sólidos de una cultura cívica de alta intensidad y una democracia consolidada. La irregularidad en la tenencia de la tierra, la proliferación del contrabando de autos o la violación contumaz de los contratos son ejemplos cotidianos de la aceptación social que este tipo de delitos tienen en porciones amplias de la comunidad.
El caso de los medios es otra de las zonas minadas en el tejido público mexicano. Pongamos las cosas de la siguiente manera: en los tiempos del régimen autoritario, los medios se quejaban de las limitaciones que teóricamente sufrían para hacer libre e independientemente su trabajo. Pero, en contrapartida, fue en esa misma época en donde la práctica totalidad de las grandes fortunas mediáticas se labraron, lo que revela al menos una contradicción ética considerable: se beneficiaron alegremente de lo mismo que cuestionaban y, vaya paradoja, padecían. Ahora, los ingresos documentados y no documentados de buena parte de esos medios son presumiblemente mayores que antes, cada vez hay más personas metidas al negocio, se conducen con una arrogancia solo equiparable a su ignorancia, la legislación sigue siendo la misma que en el siglo pasado y como ya no pesan sobre ellos los candados que, según dicen, había en el antiguo régimen, entonces actúan con total impunidad en tierra de nadie, sin que exista rendición de cuentas ni, por supuesto, contrapeso alguno. Es justamente por este conjunto de razones que tenemos en México un sistema de medios, con notables y apreciables excepciones, tan mediocre y moralmente tan cuestionable.
Y la tercera área crítica es la de las iglesias, en especial la católica. En numerosas ocasiones esta columna se ha referido al tema subrayando algo muy simple: las religiones -las serias desde luego- son muy importantes para millones de personas que encuentran en ellas el basamento espiritual que acompaña y le da sentido a su existencia física y al universo material; la práctica religiosa es un elemento consustancial en la vida de esos creyentes, y quienes dirigen esa práctica tienen un ascendiente moral claro. Por tanto, cuando algunos de éstos incurren en actos delictivos, que son además condenables y reprobables desde cualquier ángulo que se mire, dañan profundamente una parte muy sensible de la estructura ética comunitaria.
¿Qué hacer? diría el viejo Lenin. Aunque el asunto es sumamente complejo pues tiene que ver no solo con cuestiones legales sino también con factores culturales e, incluso, antropológicos, pueden apuntarse algunas ideas.
La primera y central es que la llave maestra la tiene la exigencia social. En la medida en que los ciudadanos monitoreen, denuncien, presionen y ejerzan su derecho a cuestionar con razón a quienes, desde una posición pública, vulneran la confianza depositada, en esa misma medida puede gradualmente modificarse el usufructo de poder, santidad o verdad que hoy monopolizan quienes están en el gobierno, el púlpito o los medios. Segundo: otros países han demostrado que el rechazo social hacia quienes lastiman el "sentido del deber" va aparejado con prácticas más transparentes. Es decir, cuando quien ha delinquido no recibe ninguna sanción popular ni sufre la exclusión de sus pares, vecinal o comunitaria, entonces supone que el "hecho" es reprobable para la ley pero admisible para la sociedad. Y tercero: si bien es verdad que en el sector público hay progresos lentos en materia de escrutinio, transparencia y rendición de cuentas, también lo es que, en este sentido, las iglesias y los medios están en la edad de piedra. Es inaceptable que éstos, cuya misión es de interés público, sean un modelo de secretismo o encubrimiento, y que, con frecuencia, en lugar de proceder conforme a la ley, busquen fórmulas para guardar el polvo bajo la alfombra, llegar a acuerdos extrajudiciales, establecer contubernios o sencillamente chantajear, en especial los medios, a quienes osan desafiar su poder.
La discusión sobre ética y vida pública es, desde luego, una de las asignaturas pendientes fundamentales para México, pero no habrá una real transición, no tendremos una cultura cívica fuerte, no seremos un país competitivo ni una democracia asentada si no le damos a estos temas la centralidad que tienen.
Periodista.
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