6 de octubre de 2006

Monopolio y democracia

Felipe Vicencio Álvarez

"Es el dinero el que hace el poder en democracia. Lo escoge, lo crea, lo engendra. Es el árbitro del poder democrático porque en su ausencia dicho poder se precipita a la nada o al caos. Nada de dinero, nada de periódicos. Nada de dinero, nada de electores. Nada de dinero, nada de opinión manifestada. El dinero es el progenitor y el padre de todo poder democrático, de todo poder electo, de todo poder que dependa de la opinión". Como Charles Maurras parecen pensar muchos políticos de nuestro tiempo; pero a diferencia de aquél --que escribió lo anterior en 1937-- éstos se asumen como demócratas de nuestros tiempos.

La cínica constatación de que el dinero es el factor determinante del poder, por encima de cualquier procedimiento formal que pretenda legitimarlo dándole soporte institucional, golpea el eje que articula las reglas de nuestra convivencia democrática, pese a lo cual se repite frecuentemente como certificado de lucidez política. No obstante, sólo desde un desapego por la democracia y sus formas se puede asumir --como explicablemente lo hizo Maurras desde sus convicciones monárquicas-- que así deban ser las cosas.

Precisamente para evitar esa distorsión el propio sistema democrático ha desarrollado diversas modalidades de contrapesos que tienden fundamentalmente a la distribución del poder, como garantía elemental de participación en la toma de decisiones y como contención a propósitos autocráticos. Y por eso también en la arena económica procura garantizar la libre concurrencia y evitar las concentraciones monopólicas, pues éstas resultan contrarias al interés general que el propio sistema por principio busca preservar.

Cuando se evalúa el impacto de las reformas a las leyes federales de Radio y Televisión y de Telecomunicaciones recientemente aprobadas, tendría que tomarse en cuenta precisamente la forma en que tales disposiciones contribuyen a favorecer los equilibrios necesarios en un régimen democrático o, por el contrario, si tales reformas los alteran en provecho sólo de algunos.

En la demanda que 47 senadores presentaron ante la Suprema Corte para pedir la anulación de las reformas aprobadas en el Congreso, cuya resolución todavía está pendiente, se sostiene con diversas pruebas y argumentos que tales reformas representan para los concesionarios radiodifusores una ventaja competitiva de entrada al mercado de telecomunicaciones, en perjuicio de los particulares y de concesionarios de telecomunicaciones que pudieran incursionar en la radiodifusión; además de entorpecer la concurrencia y la libre competencia y de fomentar la concentración de los servicios.

En su oportunidad la propia Comisión Federal de Competencia hizo saber su opinión sobre las reformas señalando claramente que las mismas están formuladas de manera tal que no evitan fenómenos de concentración. Si a lo anterior se añade que se pretende abatir la discrecionalidad en el otorgamiento de concesiones disponiendo que sea la subasta pública ascendente el criterio definitivo para ello, tenemos entonces que se completa el embudo que vierte todos los beneficios de los ajustes legales en unas cuantas empresas en detrimento del resto de los competidores y, lo que es más grave, de los intereses del Estado y de la sociedad en su conjunto.

Sin límite legal a su ímpetu expansionista y sin contención eficaz a su tenaz y multifacético afán comercializador, las principales corporaciones mediáticas resultan altamente lucrativas y se afianzan con una alta concentración en menoscabo de las exigencias comunicacionales de una sociedad auténticamente democrática. Cuando hemos dejado atrás el sistema de partido hegemónico, dice con razón Muñoz Ledo que lo estamos sustituyendo por un "sistema de dinero hegemónico", capaz de moldear la opinión de quien participa en el juego democrático, como advirtió oportunamente Maurras.

El balance de esta condición es dramáticamente deficitario en términos de democracia. A una explosión de medios electrónicos con ese perfil -cada vez menos y más poderosos- se apareja una implosión de la vida pública. Como dice Fischisella, nuestra polis está transformándose en apolis, vamos hacia una democracia sin ciudadanos, o mejor, una declinación de la democracia inversamente proporcional al ascenso de los monopolios y su concentración económica y de intereses.

De ahí la relevancia de la resolución de la Suprema Corte, y la posibilidad que puede abrir para resarcir el daño que empieza a provocar ese paquete de cambios a la ley hecho a la medida de sus autores y con muy poca consideración por el vigor democrático del país.

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