José Antonio Crespo
Pese a haber pasado seis años en el poder, el PAN no termina por acostumbrarse a ser un partido en el gobierno. Se entiende. Seis décadas en la oposición no podían transcurrir sin dejar huella en la conciencia blanquiazul. Algo parecido a lo que le ocurre al PRI, pero a la inversa. Los priistas pueden seguir cayendo en cada elección presidencial, pero continúan actuando como si fueran el partido gobernante. Volviendo al PAN, ¿en qué se nota su noviciado como partido gobernante? Pues no sólo en su mal desempeño político desde el poder, sino en la relación que existe entre el partido mismo y el presidente emanado de sus filas. En la preservación de una autonomía partidista que era inevitable y natural en su condición de partido opositor, pero que resulta disfuncional desde el gobierno. Si un partido gobernante se disocia del gobierno mismo, entonces se dificulta su coordinación entre ambas instancias para ir por el mismo rumbo. Dos poderes distintos, dos cabezas en lugar de un mecanismo articulado para ejercer el poder desde el Ejecutivo que ha conquistado. De por sí resulta difícil gobernar cuando no se tiene mayoría absoluta en el Congreso, para encima agregar divisiones y disociaciones entre el Presidente de la República y el dirigente de su partido.
Dicha autonomía partidista —y disfuncionalidad inherente— tiene su origen en los propios estatutos del PAN, que estipulan la elección democrática de su presidencia, algo perfectamente natural y deseable cuando se es oposición, pero un absurdo obstáculo cuando se es gobierno. Los panistas consideran esa bipartición como algo consustancial a la democracia, pero resulta que en la mayoría de las democracias reales el jefe del gobierno lo es también de su partido. Y eso le permite contar con la estructura partidaria y su fracción parlamentaria para impulsar la agenda gubernamental. Los presidentes de los partidos gobernantes, cuando no son el mismo jefe de Gobierno, son una especie de encargados del despacho, correas de transmisión entre el jefe de Gobierno y la estructura partidaria. Tal y como sucedía con el PRI. En realidad, si el tricolor no era un partido democrático, no era tanto porque el presidente en turno nombrara a su gusto a los dirigentes del partido —mecanismo eficaz para la gobernabilidad—, sino porque no permitía elecciones abiertas, libres y participativas para seleccionar a sus candidatos, ésa sí una práctica inherentemente democrática.
Por otro lado, que un jefe de gobierno sea el líder real de su partido, no implica automáticamente la sumisión incondicional de la maquinaria partidaria ni de sus legisladores; éstos se deben también a sus electores (pues en esos países existe la reelección parlamentaria). El jefe del Gobierno debe también negociar con sus legisladores (como debe hacerlo con los de otros partidos). Pero ello no supone que deba confrontarse con un liderazgo paralelo y autónomo dentro de su propio partido. ¿Quién podría explicar a los panistas que tal formato no es autoritario, sino que es perfectamente compatible con las democracias, y que prevalece en ellas? No es fácil. Ellos siempre vieron ese esquema como uno de los rasgos autoritarios del PRI. Tal y como lo ha sugerido recientemente el presidente del PAN, Manuel Espino: "Si Acción Nacional decidiera alinearse al Gobierno de Calderón, estaríamos dando un paso suicida, estaríamos regresando… para comenzar a caminar hacia un partido de Estado" (7/X/06).
De tan obsoleta concepción vienen los numerosos desencuentros entre el PAN y sus candidatos presidenciales, y después también con el primer presidente emanado de sus filas, Vicente Fox, quien al decidirse competir por la candidatura de su partido en 1997, sintió la hostilidad y el desafecto de la dirigencia panista. Incluso el PAN intentó fortalecer un candidato alternativo, pero no pudo. Carlos Castillo Peraza, Carlos Medina Plascencia y Francisco Barrio quedaron sembrados en el camino. Y Diego Fernández de Cevallos no quiso contender porque sabía que ganaría fácilmente la candidatura y, dadas las circunstancias, seguramente también la presidencia de la República. Así, Fox quedó como candidato único, y manejó su campaña presidencial sin ayuda del PAN. Probablemente por ello, al llegar al poder, Fox dio las gracias a su partido y le comunicó que gobernaría por su lad "Al final quien gobierna es Vicente Fox, no es el PAN. El que la riega o comete los errores es Vicente Fox, no es el PAN" (6/VII/2000).
Al principio Fox pensó que podía prescindir de su partido. Que bastaba con su propia popularidad para realizar los cambios prometidos. Poco a poco se percató de que eso no era posible. El caso es que no han terminado los desencuentros entre el Presidente de la República y su partido, como ha quedado de manifiesto una vez más con el deslinde de Manuel Espino respecto a Fox. Según Espino, él le dijo que el PAN no estaría dispuesto a respaldar la loca aventura del desafuero a Andrés López Obrador. Pero de ser cierto, la diputación panista hubiera votado en contra, y no a favor del desafuero. Ahora un panista de cepa llega a la presidencia, pero también enfrenta la ‘autonomía democrática’ de su partido. Como abanderado presidencial, Felipe no pudo influir decisivamente en las listas de candidatos al Congreso, que confeccionó esencialmente Espino. Calderón no quiso enfrentarlo entonces para no dañar su propia campaña. La rivalidad entre ambos líderes es tal, que si antes fue Fox el que marcó su distancia respecto del PAN, ahora es Espino el que pinta su raya con el próximo mandatario. "Así como él fue electo presidente de los mexicanos, yo fui electo presidente del partido", dice Espino (7/X/06). Se trata de una obsolescencia del PAN, que no ha hechos los ajustes orgánicos necesarios para fungir eficazmente como partido gobernante.
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