1 de octubre de 2006
Candidaturas independientes
Francisco Valdés ugalde
Es indispensable una reforma electoral. Pero no deberíamos pensar, al estilo Zedillo, en una que fuese definitiva. No hay nada "definitivo" en la construcción del orden social o jurídico. Hay que pensar en los avances necesarios, hay que usar la imaginación para llevar a cabo una reforma que propicie la consolidación de las instituciones democráticas, que facilite la participación de los ciudadanos en la vida política, que induzca a los partidos y a los candidatos a rendir cuentas al electorado, y que haga posible que la sociedad controle más y mejor el ejercicio del poder por la clase política.
Este último objetivo, en particular, es fundamental y estamos lejos de haberlo conseguido. La democracia no es únicamente una forma de representación de los ciudadanos en los órganos del poder público; es eso y mucho más, una manera de controlar el ejercicio del poder. Contra lo que pudiera pensarse, los políticos y los ciudadanos comunes y corrientes no tienen los mismos intereses. Mientras que los primeros están ocupados fundamentalmente de seducirnos para obtener nuestros votos y llegar a los puestos públicos para disfrutar de sus beneficios expresados en dinero, reputación, influencia y poder, los segundos nos interesamos en que los problemas que nos afectan en el orden de lo público sean atendidos y resueltos con eficiencia, diligencia y honradez. Una vez que los políticos obtienen nuestros votos y consiguen los puestos, tienden a olvidarse de nosotros, al menos hasta la siguiente elección, cuando los votos vuelven a ser indispensables. Visto así, no puede haber intereses más encontrados que los de políticos y ciudadanos. Creer lo contrario es hacerse ilusiones.
¿Entonces, por qué suponemos que la democracia es un buen sistema de gobierno? La respuesta es sencilla aunque es difícil alcanzarla: porque la democracia brinda libertad a los individuos y permite mejor que ningún otro sistema el control del poder político por parte de la sociedad. De acuerdo, pero a condición de que se presentan algunos ingredientes esenciales. Elecciones periódicas entre por lo menos dos alternativas en competencia por los mismos puestos; presencia de partidos políticos que propongan programas basados en sistemas de ideas que puedan ser conocidos y analizados por los ciudadanos; información abundante acerca de quiénes son los candidatos, de cómo están compuestos y organizados los partidos y cómo ejercen el poder; ciudadanos conscientes de todo lo anterior y con capacidad de allegarse el máximo posible de información objetiva acerca de los problemas de la sociedad y de los políticos y partidos que intentan darle solución.
Nada de esto se consigue sin la presencia de reglas jurídicas de cumplimiento obligatorio que produzcan dos efectos: inhibir conductas inapropiadas para el interés público y castigar severamente estas conductas cuando la inhibición es insuficiente para someter a los políticos al cumplimiento de su deber.
Es evidente a todas luces la insuficiencia del marco jurídico que organiza el comportamiento de los políticos, los partidos y los gobernantes. A lo largo de la transición democrática hemos visto de todo, desde Amigos de Fox y el señor de la ligas hasta el misterio financiero y técnico de los segundos pisos. El lector también podrá identificar algunas cosas buenas: progresos en materia de combate a la pobreza, estabilidad de precios, pensiones para los adultos mayores, etcétera.
Pero al examinar el tema del control social sobre el ejercicio del poder político siempre llegamos a la conclusión de que nos hemos quedado demasiado cortos. Para emprender la reforma electoral necesaria es imprescindible un diagnóstico de este complejo problema. Entre los asuntos que están implicados en él está sin duda la forma en que se han edificado los partidos políticos y la relación de éstos con las candidaturas a los puestos de elección popular.
Mientras que el artículo 35 de la Constitución señala que todo ciudadano mexicano goza de la prerrogativa de "poder ser votado para todos los cargos de elección popular, y nombrado para cualquier otro empleo o comisión, teniendo las calidades que establezca la ley", el código electoral estipula que para ser candidato con registro y acceso al financiamiento público, es imprescindible ser postulado por un partido político. Muy pronto la Suprema Corte de Justicia se pronunciará sobre este tema y, al parecer, la mayoría de sus ministros se inclina por modificar esta disposición de ley para garantizar el derecho constitucional y abrir el camino a las candidaturas independientes.
Aunque no es la única dimensión relacionada con el control del poder por la sociedad, el monopolio de los partidos sobre las candidaturas a los puestos de elección es uno de sus componentes. Romper este monopolio enfrentaría a los partidos a un desafío de mayor competitividad, pues deberán poner más cuidado en sus funciones de gobierno si quieren mantener el favor ciudadano en lugar de ser reemplazados por otro partido o por una alternativa independiente. Esto puede lograrse mediante la apertura legal a candidaturas independientes sujetas a reglas de representatividad como, por ejemplo, ser postuladas por una fracción significativa de la lista nominal de electores de una unidad electoral (municipios, distritos, entidades federativas).
No existe una regla universal en este respecto. Hay democracias que funcionan bien con o sin candidaturas independientes. Lo que debemos examinar integralmente es si este sería un componente que ayude a romper lo que en el lenguaje cotidiano hemos denominado "partidocracia" y que está asociada no solamente al monopolio de las candidaturas sino a la corrupción política que ese monopolio contribuye a propiciar.
Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM
Es indispensable una reforma electoral. Pero no deberíamos pensar, al estilo Zedillo, en una que fuese definitiva. No hay nada "definitivo" en la construcción del orden social o jurídico. Hay que pensar en los avances necesarios, hay que usar la imaginación para llevar a cabo una reforma que propicie la consolidación de las instituciones democráticas, que facilite la participación de los ciudadanos en la vida política, que induzca a los partidos y a los candidatos a rendir cuentas al electorado, y que haga posible que la sociedad controle más y mejor el ejercicio del poder por la clase política.
Este último objetivo, en particular, es fundamental y estamos lejos de haberlo conseguido. La democracia no es únicamente una forma de representación de los ciudadanos en los órganos del poder público; es eso y mucho más, una manera de controlar el ejercicio del poder. Contra lo que pudiera pensarse, los políticos y los ciudadanos comunes y corrientes no tienen los mismos intereses. Mientras que los primeros están ocupados fundamentalmente de seducirnos para obtener nuestros votos y llegar a los puestos públicos para disfrutar de sus beneficios expresados en dinero, reputación, influencia y poder, los segundos nos interesamos en que los problemas que nos afectan en el orden de lo público sean atendidos y resueltos con eficiencia, diligencia y honradez. Una vez que los políticos obtienen nuestros votos y consiguen los puestos, tienden a olvidarse de nosotros, al menos hasta la siguiente elección, cuando los votos vuelven a ser indispensables. Visto así, no puede haber intereses más encontrados que los de políticos y ciudadanos. Creer lo contrario es hacerse ilusiones.
¿Entonces, por qué suponemos que la democracia es un buen sistema de gobierno? La respuesta es sencilla aunque es difícil alcanzarla: porque la democracia brinda libertad a los individuos y permite mejor que ningún otro sistema el control del poder político por parte de la sociedad. De acuerdo, pero a condición de que se presentan algunos ingredientes esenciales. Elecciones periódicas entre por lo menos dos alternativas en competencia por los mismos puestos; presencia de partidos políticos que propongan programas basados en sistemas de ideas que puedan ser conocidos y analizados por los ciudadanos; información abundante acerca de quiénes son los candidatos, de cómo están compuestos y organizados los partidos y cómo ejercen el poder; ciudadanos conscientes de todo lo anterior y con capacidad de allegarse el máximo posible de información objetiva acerca de los problemas de la sociedad y de los políticos y partidos que intentan darle solución.
Nada de esto se consigue sin la presencia de reglas jurídicas de cumplimiento obligatorio que produzcan dos efectos: inhibir conductas inapropiadas para el interés público y castigar severamente estas conductas cuando la inhibición es insuficiente para someter a los políticos al cumplimiento de su deber.
Es evidente a todas luces la insuficiencia del marco jurídico que organiza el comportamiento de los políticos, los partidos y los gobernantes. A lo largo de la transición democrática hemos visto de todo, desde Amigos de Fox y el señor de la ligas hasta el misterio financiero y técnico de los segundos pisos. El lector también podrá identificar algunas cosas buenas: progresos en materia de combate a la pobreza, estabilidad de precios, pensiones para los adultos mayores, etcétera.
Pero al examinar el tema del control social sobre el ejercicio del poder político siempre llegamos a la conclusión de que nos hemos quedado demasiado cortos. Para emprender la reforma electoral necesaria es imprescindible un diagnóstico de este complejo problema. Entre los asuntos que están implicados en él está sin duda la forma en que se han edificado los partidos políticos y la relación de éstos con las candidaturas a los puestos de elección popular.
Mientras que el artículo 35 de la Constitución señala que todo ciudadano mexicano goza de la prerrogativa de "poder ser votado para todos los cargos de elección popular, y nombrado para cualquier otro empleo o comisión, teniendo las calidades que establezca la ley", el código electoral estipula que para ser candidato con registro y acceso al financiamiento público, es imprescindible ser postulado por un partido político. Muy pronto la Suprema Corte de Justicia se pronunciará sobre este tema y, al parecer, la mayoría de sus ministros se inclina por modificar esta disposición de ley para garantizar el derecho constitucional y abrir el camino a las candidaturas independientes.
Aunque no es la única dimensión relacionada con el control del poder por la sociedad, el monopolio de los partidos sobre las candidaturas a los puestos de elección es uno de sus componentes. Romper este monopolio enfrentaría a los partidos a un desafío de mayor competitividad, pues deberán poner más cuidado en sus funciones de gobierno si quieren mantener el favor ciudadano en lugar de ser reemplazados por otro partido o por una alternativa independiente. Esto puede lograrse mediante la apertura legal a candidaturas independientes sujetas a reglas de representatividad como, por ejemplo, ser postuladas por una fracción significativa de la lista nominal de electores de una unidad electoral (municipios, distritos, entidades federativas).
No existe una regla universal en este respecto. Hay democracias que funcionan bien con o sin candidaturas independientes. Lo que debemos examinar integralmente es si este sería un componente que ayude a romper lo que en el lenguaje cotidiano hemos denominado "partidocracia" y que está asociada no solamente al monopolio de las candidaturas sino a la corrupción política que ese monopolio contribuye a propiciar.
Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM
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