31 de octubre de 2006

Etica y vida pública

Otto Granados Roldán

Cerca de su muerte, en una larga conversación con el escritor y premio Nobel Elie Wiesel, el presidente Miterrand insistía en que en la vida pública importa no solo el talante democrático y el respeto a la ley sino que tan indispensables como éstos son el "sentido del deber y la sanción popular". Pues bien, esta es una lección que muchos de quienes hoy figuran con especial intensidad y visibilidad debieran recordar y practicar en un momento en el que tanto las tecnologías de la información como la emergencia de una sociedad civil más demandante han hecho que la cosa pública se vuelva, ciertamente, algo más pública.

En efecto, en los últimos meses y por razones distintas, varios personajes que ocupan posiciones de relevancia social se han visto envueltos en una sucesión al parecer interminable de escándalos y de presuntos delitos que tiene un doble efecto. Por un lado, no deja de ser positivo que quienes ejercen un liderazgo importante estén sujetos a los más elevados grados de escrutinio público y que, si es el caso, respondan, al igual que cualquier mortal, de acuerdo con lo establecido por la norma jurídica. Pero por otro, es evidente que si los que gozan de dicha condición incurren en conductas que vulneran los códigos valorales aceptados por todos, entonces están minando la confianza que una colectividad les ha depositado y, con ello, debilitando un de los cementos más poderosos -la ética- en que se funda la construcción y mantenimiento de la cohesión social.

El fenómeno es ahora particularmente perceptible no solo en el campo de los políticos, algo tan antiguo que parece ya formar parte del paisaje natural, sino también en el de otros dos gremios que por igual comparten esas características: miembros del clero y de los medios de comunicación. Los ejemplos sobran en estos días: las relaciones tan indebidas de políticos mexicanos con empresarios acusados de diversos ilícitos; la presunta pederastia cometida por representantes de la iglesia católica o por legisladores como el ejemplo reciente del republicano norteamericano Mark Foley; la dimisión del editor de The Miami Herald y El Nuevo Herald en el contexto una investigación que reveló pagos oscuros de agencias gubernamentales a periodistas de esos medios o los despidos de reporteros de The New York Times por haber producido materiales con base en inventos y falsedades. Este panorama sugiere al menos dos preguntas clave: ¿por qué es crucial monitorear con mayor puntualidad el comportamiento de políticos, periodistas y curas? Y ¿qué puede hacer una sociedad que se repute civilizada al respecto? Veamos.

Es una obviedad afirmar, en primer término, que las élites políticas tienen la obligación no solo de respetar la ley sino de entender que hay un marco más amplio que los obliga, más que a otros, a cumplir con un código mínimo éticamente aceptable al menos por dos razones. Una tiene que ver con el hecho de que, en materia pecuniaria, la corrupción es no solo una apropiación privada de bienes públicos sino una grave distorsión en el funcionamiento de la economía y un agravante en los costos de transacción para los agentes productivos. No es ninguna casualidad que los países que generalmente ocupan los lugares más altos en los informes de competitividad sean también los que cuentan, entre otras cosas, con mayor transparencia en su sector público.

Pero la otra circunstancia es que cuando un político observa una conducta lesiva de valores exigibles a todos se produce un daño mayor: que la ciudadanía suponga que, si así actúan los dirigentes políticos, entonces esa es una manera aceptable de que las personas comunes se conduzcan. Cuando la mayoría de los estudios de opinión muestra que en México los niveles de confianza interpersonal son tan bajos (22-25%) y la ilegalidad es una práctica consentida y extendida, es casi imposible tener lo que alguien ha llamado una "sociedad decente", uno de los pilares más sólidos de una cultura cívica de alta intensidad y una democracia consolidada. La irregularidad en la tenencia de la tierra, la proliferación del contrabando de autos o la violación contumaz de los contratos son ejemplos cotidianos de la aceptación social que este tipo de delitos tienen en porciones amplias de la comunidad.

El caso de los medios es otra de las zonas minadas en el tejido público mexicano. Pongamos las cosas de la siguiente manera: en los tiempos del régimen autoritario, los medios se quejaban de las limitaciones que teóricamente sufrían para hacer libre e independientemente su trabajo. Pero, en contrapartida, fue en esa misma época en donde la práctica totalidad de las grandes fortunas mediáticas se labraron, lo que revela al menos una contradicción ética considerable: se beneficiaron alegremente de lo mismo que cuestionaban y, vaya paradoja, padecían. Ahora, los ingresos documentados y no documentados de buena parte de esos medios son presumiblemente mayores que antes, cada vez hay más personas metidas al negocio, se conducen con una arrogancia solo equiparable a su ignorancia, la legislación sigue siendo la misma que en el siglo pasado y como ya no pesan sobre ellos los candados que, según dicen, había en el antiguo régimen, entonces actúan con total impunidad en tierra de nadie, sin que exista rendición de cuentas ni, por supuesto, contrapeso alguno. Es justamente por este conjunto de razones que tenemos en México un sistema de medios, con notables y apreciables excepciones, tan mediocre y moralmente tan cuestionable.

Y la tercera área crítica es la de las iglesias, en especial la católica. En numerosas ocasiones esta columna se ha referido al tema subrayando algo muy simple: las religiones -las serias desde luego- son muy importantes para millones de personas que encuentran en ellas el basamento espiritual que acompaña y le da sentido a su existencia física y al universo material; la práctica religiosa es un elemento consustancial en la vida de esos creyentes, y quienes dirigen esa práctica tienen un ascendiente moral claro. Por tanto, cuando algunos de éstos incurren en actos delictivos, que son además condenables y reprobables desde cualquier ángulo que se mire, dañan profundamente una parte muy sensible de la estructura ética comunitaria.

¿Qué hacer? diría el viejo Lenin. Aunque el asunto es sumamente complejo pues tiene que ver no solo con cuestiones legales sino también con factores culturales e, incluso, antropológicos, pueden apuntarse algunas ideas.

La primera y central es que la llave maestra la tiene la exigencia social. En la medida en que los ciudadanos monitoreen, denuncien, presionen y ejerzan su derecho a cuestionar con razón a quienes, desde una posición pública, vulneran la confianza depositada, en esa misma medida puede gradualmente modificarse el usufructo de poder, santidad o verdad que hoy monopolizan quienes están en el gobierno, el púlpito o los medios. Segundo: otros países han demostrado que el rechazo social hacia quienes lastiman el "sentido del deber" va aparejado con prácticas más transparentes. Es decir, cuando quien ha delinquido no recibe ninguna sanción popular ni sufre la exclusión de sus pares, vecinal o comunitaria, entonces supone que el "hecho" es reprobable para la ley pero admisible para la sociedad. Y tercero: si bien es verdad que en el sector público hay progresos lentos en materia de escrutinio, transparencia y rendición de cuentas, también lo es que, en este sentido, las iglesias y los medios están en la edad de piedra. Es inaceptable que éstos, cuya misión es de interés público, sean un modelo de secretismo o encubrimiento, y que, con frecuencia, en lugar de proceder conforme a la ley, busquen fórmulas para guardar el polvo bajo la alfombra, llegar a acuerdos extrajudiciales, establecer contubernios o sencillamente chantajear, en especial los medios, a quienes osan desafiar su poder.

La discusión sobre ética y vida pública es, desde luego, una de las asignaturas pendientes fundamentales para México, pero no habrá una real transición, no tendremos una cultura cívica fuerte, no seremos un país competitivo ni una democracia asentada si no le damos a estos temas la centralidad que tienen.

Periodista.

25 de octubre de 2006

Espino: obsolescencia orgánica

José Antonio Crespo

Pese a haber pasado seis años en el poder, el PAN no termina por acostumbrarse a ser un partido en el gobierno. Se entiende. Seis décadas en la oposición no podían transcurrir sin dejar huella en la conciencia blanquiazul. Algo parecido a lo que le ocurre al PRI, pero a la inversa. Los priistas pueden seguir cayendo en cada elección presidencial, pero continúan actuando como si fueran el partido gobernante. Volviendo al PAN, ¿en qué se nota su noviciado como partido gobernante? Pues no sólo en su mal desempeño político desde el poder, sino en la relación que existe entre el partido mismo y el presidente emanado de sus filas. En la preservación de una autonomía partidista que era inevitable y natural en su condición de partido opositor, pero que resulta disfuncional desde el gobierno. Si un partido gobernante se disocia del gobierno mismo, entonces se dificulta su coordinación entre ambas instancias para ir por el mismo rumbo. Dos poderes distintos, dos cabezas en lugar de un mecanismo articulado para ejercer el poder desde el Ejecutivo que ha conquistado. De por sí resulta difícil gobernar cuando no se tiene mayoría absoluta en el Congreso, para encima agregar divisiones y disociaciones entre el Presidente de la República y el dirigente de su partido.

Dicha autonomía partidista —y disfuncionalidad inherente— tiene su origen en los propios estatutos del PAN, que estipulan la elección democrática de su presidencia, algo perfectamente natural y deseable cuando se es oposición, pero un absurdo obstáculo cuando se es gobierno. Los panistas consideran esa bipartición como algo consustancial a la democracia, pero resulta que en la mayoría de las democracias reales el jefe del gobierno lo es también de su partido. Y eso le permite contar con la estructura partidaria y su fracción parlamentaria para impulsar la agenda gubernamental. Los presidentes de los partidos gobernantes, cuando no son el mismo jefe de Gobierno, son una especie de encargados del despacho, correas de transmisión entre el jefe de Gobierno y la estructura partidaria. Tal y como sucedía con el PRI. En realidad, si el tricolor no era un partido democrático, no era tanto porque el presidente en turno nombrara a su gusto a los dirigentes del partido —mecanismo eficaz para la gobernabilidad—, sino porque no permitía elecciones abiertas, libres y participativas para seleccionar a sus candidatos, ésa sí una práctica inherentemente democrática.

Por otro lado, que un jefe de gobierno sea el líder real de su partido, no implica automáticamente la sumisión incondicional de la maquinaria partidaria ni de sus legisladores; éstos se deben también a sus electores (pues en esos países existe la reelección parlamentaria). El jefe del Gobierno debe también negociar con sus legisladores (como debe hacerlo con los de otros partidos). Pero ello no supone que deba confrontarse con un liderazgo paralelo y autónomo dentro de su propio partido. ¿Quién podría explicar a los panistas que tal formato no es autoritario, sino que es perfectamente compatible con las democracias, y que prevalece en ellas? No es fácil. Ellos siempre vieron ese esquema como uno de los rasgos autoritarios del PRI. Tal y como lo ha sugerido recientemente el presidente del PAN, Manuel Espino: "Si Acción Nacional decidiera alinearse al Gobierno de Calderón, estaríamos dando un paso suicida, estaríamos regresando… para comenzar a caminar hacia un partido de Estado" (7/X/06).

De tan obsoleta concepción vienen los numerosos desencuentros entre el PAN y sus candidatos presidenciales, y después también con el primer presidente emanado de sus filas, Vicente Fox, quien al decidirse competir por la candidatura de su partido en 1997, sintió la hostilidad y el desafecto de la dirigencia panista. Incluso el PAN intentó fortalecer un candidato alternativo, pero no pudo. Carlos Castillo Peraza, Carlos Medina Plascencia y Francisco Barrio quedaron sembrados en el camino. Y Diego Fernández de Cevallos no quiso contender porque sabía que ganaría fácilmente la candidatura y, dadas las circunstancias, seguramente también la presidencia de la República. Así, Fox quedó como candidato único, y manejó su campaña presidencial sin ayuda del PAN. Probablemente por ello, al llegar al poder, Fox dio las gracias a su partido y le comunicó que gobernaría por su lad "Al final quien gobierna es Vicente Fox, no es el PAN. El que la riega o comete los errores es Vicente Fox, no es el PAN" (6/VII/2000).

Al principio Fox pensó que podía prescindir de su partido. Que bastaba con su propia popularidad para realizar los cambios prometidos. Poco a poco se percató de que eso no era posible. El caso es que no han terminado los desencuentros entre el Presidente de la República y su partido, como ha quedado de manifiesto una vez más con el deslinde de Manuel Espino respecto a Fox. Según Espino, él le dijo que el PAN no estaría dispuesto a respaldar la loca aventura del desafuero a Andrés López Obrador. Pero de ser cierto, la diputación panista hubiera votado en contra, y no a favor del desafuero. Ahora un panista de cepa llega a la presidencia, pero también enfrenta la ‘autonomía democrática’ de su partido. Como abanderado presidencial, Felipe no pudo influir decisivamente en las listas de candidatos al Congreso, que confeccionó esencialmente Espino. Calderón no quiso enfrentarlo entonces para no dañar su propia campaña. La rivalidad entre ambos líderes es tal, que si antes fue Fox el que marcó su distancia respecto del PAN, ahora es Espino el que pinta su raya con el próximo mandatario. "Así como él fue electo presidente de los mexicanos, yo fui electo presidente del partido", dice Espino (7/X/06). Se trata de una obsolescencia del PAN, que no ha hechos los ajustes orgánicos necesarios para fungir eficazmente como partido gobernante.

24 de octubre de 2006

El porvenir posible

Héctor Aguilar Camín

Este es el título, oportuno y sugerente, que Germán Martínez Cázares y Alonso Lujambio pusieron a su compilación de textos de Carlos Castillo Peraza, uno de los dirigentes históricos del PAN. El libro fue presentado ayer.*
Castillo murió de golpe, a los cincuenta y tres años, el 9 de septiembre del año 2000, poco después del triunfo de Fox. Había dejado las filas del PAN y Fox no era su candidato, pero pocos panistas habrán hecho más que Castillo para poner al PAN en condiciones de aspirar a ese triunfo.
Castillo Peraza fue el artífice de la “política de lo posible” que convirtió al PAN en un partido de gobierno, no sólo de oposición. Este es un rasgo que subrayan Martínez Cázares y Lujambio en su estupendo estudio introductorio, a la vez un perfil biográfico, un recuento político y un itinerario intelectual.
Hay que “resistir la tentación de destruir lo imperfecto para sustituirlo por lo perfecto imposible”, escribió Castillo. “El diablo avanza en el mundo adelante de dios proponiendo lo óptimo, con tal de que no se haga lo bueno”.
La política de lo posible es la única política eficiente que hay, lo demás son aventuras o fantasías. Pero el “posibilismo” o gradualismo es un bien escaso en la política. Lo normal es la desmesura de los propósitos y las ambiciones.
Añado dos virtudes al gradualismo de Castillo: era un político con ideas y era un creyente tolerante en busca de diálogo.
Iba de la política a los libros, y de ambos a la escritura, con naturalidad y pasión; civilizaba la política. Creía con fe de carbonero, pero tenía frente a otros credos una tolerancia liberal: civilizaba la fe.
Hace falta Castillo Peraza en nuestra vida pública, hacen falta sus dones: realismo gradualista, ideas inspiradoras, tolerancia ante la diversidad.
Y humor. Decía que para ser un buen cristiano no es necesario practicar las virtudes teologales. Basta una buena mezcla de pecados capitales: que la pereza modere la lujuria, la gula a la avaricia, la envidia a la soberbia.
En 1990 Castillo escribió que la democracia mexicana “no es un edén, pero sí un buen purgatorio”.
Tenía razón, la democracia es eso: una construcción imperfecta camino a un cielo que nunca llega.

*Carlos Castillo Peraza: El porvenir posible. FCE, 2006

20 de octubre de 2006

Cultura democrática: ¿avance o retroceso?

José Antonio Crespo

Mientras en Oaxaca el presente rebasa al gobierno federal, y amenaza con prolongarse al nuevo gobierno de Felipe Calderón, éste organiza foros de reflexión para trazar el rumbo nacional durante las próximas tres décadas. Se puede pensar que todo estadista, como dice el adagio político, debe centrarse no en la próxima elección, sino en la próxima generación. Y que en ese sentido, Calderón está mostrando una visión de estadista con su programa 20-30 para el futuro (que en este país nunca termina por concretarse en presente). Bueno, ojalá así fuera, pero la experiencia reciente y pasada da motivos para ser algo menos optimistas. En tiempos del PRI, solían organizarse mesas y foros sobre diversos temas para legitimar decisiones previamente tomadas por el Presidente en turno, pero que requerían de un barniz de participación ciudadana. A su debido tiempo, el gobierno anunciaba la decisión que, tras "considerar las propuestas ciudadanas y analizarlas con sumo cuidado", pondría en marcha. Ese tipo de foros fueron perdiendo espontaneidad y credibilidad, al grado en el cual ya al final asistían sólo los propios funcionarios, o bien intelectuales orgánicos del gobierno, o que querían serlo tan pronto como fuera posible.

En contraste, a fines del régimen priista hubo auténticos esfuerzos ciudadanos que terminaron por incidir en alguna reforma importante. Pero no eran producto de convocatorias gubernamentales, sino de ciudadanos y organizaciones cívicas, cuyas propuestas eran más tarde retomadas por el gobierno ante su urgencia de legitimarse. Un ejemplo de ello fue el surgimiento de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), instaurada bajo el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, en parte como resultado de la intensa labor desplegada durante años por diversos organismos cívicos, promotores y defensores de los derechos humanos. Como símbolo de ello, cuando la creación de la CNDH fue anunciada en el marco de la Universidad Iberoamericana, se invitó al presidium al padre Miguel Concha, profesor de esa casa de estudios y un luchador incansable por los derechos humanos. Podría recordarse también cómo en la reforma electoral de 1993 se reconoció y legisló la observación electoral, tras la iniciativa y el empeño de varios ciudadanos que, a partir de 1989, decidieron realizar múltiples ejercicios de observación electoral por motu propio, a veces siendo bienvenidos por gobernadores que deseaban ser vistos como progresistas, y a veces pese a la hostilidad de los dinosaurios refractarios a cualquier avance (Patrocino González Garrido, gobernador de Chiapas, advirtió que de llegar esos observadores a su territorio, "los correría a patadas").

Puede recordarse también cómo un plebiscito capitalino, en 1993, organizado por ciudadanos independientes y organismos cívicos, fue fundamento e impulso para la reforma política del Distrito Federal que retornó a los capitalinos el derecho a elegir a su jefe de Gobierno (lo cual ocurrió en 1997, tras 70 años de haber sido conculcado ese derecho). Poco después, otro esfuerzo esencialmente ciudadano influyó significativamente en la reforma electoral de 1996, ahora obsoleta pero en su momento decisiva para cruzar el umbral de la competitividad partidista. Me refiero al Seminario de Chapultepec, organizado no por el gobierno, sino por dos consejeros ciudadanos del IFE (pero al margen de esa institución); José Agustín Ortiz Pinchetti y Santiago Creel (cuando todavía mostraba algún compromiso democrático), junto con especialistas independientes y representantes de los diversos partidos.

Durante el gobierno de Vicente Fox, la reforma política más importante del sexenio, la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública, fue impulsada originalmente también por un grupo ciudadano, el llamado Grupo Oaxaca, conformado por algunos medios de comunicación, evidentemente interesados en la transparencia, y expertos sobre el tema.

En contraste, hace mucho que los foros y talleres de reflexión convocados por el gobierno han sido esencialmente estériles. Recién ganada la elección presidencial de 2000, el Presidente electo convocó a un magno foro sobre la Reforma del Estado, organizado y encabezado por Porfirio Muñoz Ledo, a la cual asistieron especialistas en muy diversos temas, bajo la convicción de que podrían salir propuestas concretas y viables, dada la aparente disposición del primer gobierno de la alternancia a profundizar justo la democratización y modernización institucional. Las múltiples ideas que ahí emergieron fueron pronto sepultadas por el secretario de Gobernación, Santiago Creel, que prefirió convocar a su vez a sus propias mesas, realizadas en el Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, de las que igualmente surgieron gran cantidad de ideas valiosas, emitidas por expertos en diversos temas. Más tardaron en finalizar esos foros, que sus conclusiones ser también archivadas.

Pero eso sí, tiempo después Gobernación anunció con bombo y platillos su Acuerdo Político Nacional, en el que, tras meses de dura "operación política" por parte de Creel, todos los partidos coincidían en aquello en que ya habían convergido desde hace mucho en sus respectivas plataformas políticas. Evidentemente se trataba de un acto de proyección personal para buscar la candidatura presidencial. Y el presidente Fox tuvo también su proyecto 20-25, que más bien debió llamarse 2000-2000, porque de ese año no pasó. A la luz de la futilidad y falta de seriedad de todos esos foros gubernamentales (a diferencia de los esfuerzos ciudadanos), la convocatoria 20-30 suena más a una cortina de humo, una fuga al futuro ante la difícil problemática presente, cuyos asistentes al parecer buscarán, o bien compensar el déficit de legitimidad electoral de Felipe o perfilarse para obtener algún hueso dentro de su gobierno.

18 de octubre de 2006

Reformas electorales

Javier Corral Jurado

En México, las acciones de defraudación electoral en el momento de la jornada hace años que dejaron de existir como práctica consuetudinaria del sistema político que encarnó el modelo de partido único. El avance de las normas que ciudadanizaron el llamado día "D" es innegable. Otro está siendo el problema de nuestra democracia electoral, y es la equidad en la contienda, violentada por formas que van desde la falta de fiscalización del dinero, la participación de las autoridades en los procesos, la falta de transparencia y control de la contratación de la publicidad electoral en medios, y los métodos de falsificación política al integrar los órganos electorales, tanto administrativos como jurisdiccionales.

Esta inequidad es tratada bajo una grave simulación política. Los actores obstaculizan o favorecen modificaciones legales si se encuentran en el ejercicio del poder o en la oposición, y la doble vara ha generado esquizofrenia discursiva -e incongruencia programática- sobre lo que se requiere reformar, motivos y alcances. Así, podemos encontrar diversas posturas entre gobiernos priístas, perredistas y panistas, reflejado en sus legislaciones locales, donde unos avanzan y otros se desfasan dramáticamente, en ocasiones hasta con propuestas regresivas.

Entidades como Chihuahua, referente de la lucha democrática y de cambios legislativos de hondo calado, han pasado a un penoso letargo en el impulso, no sólo por la pequeñez de la mirada de quienes hoy dirigen los destinos de mi querido estado, sino por la falta de contrapesos, que pasan por una desinflada organización social, así como por la ausencia de una actitud crítica e independiente de la mayoría de los medios de comunicación. Y eso acontece en no pocas entidades.

La disparidad de criterios con que actúan los gobiernos locales emanados de partidos políticos nacionales, dibuja el pragmatismo que invade a la política, y el sacrificio de principios y valores democráticos. Pero ello no puede ni debe continuar, porque la tensión social aumenta.

Será difícil superar la confrontación política postelectoral si no hay un verdadero acuerdo para reformar las reglas en las que se llevan a cabo las elecciones locales y del país. La nación no tendrá sosiego ni se hallará espacio entre las autoridades de los distintos niveles y los diferentes poderes, para llegar a acuerdos; será compleja la idea de la cooperación oposición-gobierno, congreso-ejecutivos, y el trabajo en unidad que reclaman muchos problemas sociales se verá aplazado.

El inmovilismo legislativo de la clase política hacia una reforma de la legislación electoral cobrará enormes consecuencias en la estabilidad social, y la llamada "institucionalidad democrática" se verá sustituida por otras formas de expresión y participación no pacíficas.

Además, seguir atizando como explicación postelectoral el argumento de que "estas son las reglas y con ellas aceptó competir" no sólo significa una terrible aceptación de mecanismos injustos, sino que es prueba del cinismo con que se aprueba un modelo cuyo propósito es expulsar de la vía electoral al que no acepta los términos. Luego las autoridades jurisdiccionales reconocen los elementos de inequidad, sin poderlos castigar, por falta de criterios legales y normas específicas que regulen esos fenómenos. Una provocación brutal desde la autoridad.

Es hora de un diagnóstico profundo sobre el estado que guarda la democracia en nuestro país, y un balance comparativo de la situación en las entidades. El momento es propicio para una segunda generación de reformas electorales que centren esfuerzos en regular las precampañas, reduzcan el gasto electoral, se acorten los tiempos de las campañas, y se saque a la política de la dependencia existencial del capital privado y de la tv. Reglamentar la publicidad gubernamental y la actuación de los gobernantes durante las campañas es otro imperativo. Quintana Roo dio pasos en la regulación de la publicidad oficial y prohibió su uso con propósitos de promoción de la imagen personal. Zacatecas incorporó a su legislación "el derecho exclusivo de los partidos políticos y, en su caso, de las coaliciones, de contratar por conducto del Consejo General del Instituto Estatal Electoral tiempos y espacios en los medios de comunicación social para difundir mensajes orientados a la obtención del voto durante las campañas electorales".

El financiamiento de las campañas y el gasto ordinario de los partidos son de los asuntos que presentan mayor contraste en el interior de las organizaciones políticas. Hacer que prevalezca el financiamiento público sobre el privado no sólo se orienta en el sentido de garantizar la mayor independencia y autonomía de los actores políticos en el gobierno, sino asegura un control real sobre los gastos en campaña.

Metido en la promesa de una reforma electoral, el PAN en Chihuahua está proponiendo a sus contrapartes "considerar y colocarse a la vanguardia del país, en el tema de la homologación del calendario electoral local con el federal. Con intervalos muy reducidos, estamos constantemente en elecciones, y debemos darnos plazos suficientes para el acuerdo y la tarea conjunta". Vamos a ver qué pasa y luego lo comentaremos.

Profesor de la FCPyS de la UNAM

13 de octubre de 2006

Cultura democrática: ¿avance o retroceso?

José Antonio Crespo

Es lugar común que, para que una democracia incipiente logre consolidarse, se requieren cambios sustanciales en la cultura política de la ciudadanía. Esto no garantiza, desde luego, la consolidación democrática, pero la facilita. En cambio, la ausencia de una cultura democrática dificulta ese propósito. En términos realistas e históricos, la cultura democrática es más limitada; se trata, en primer lugar, de la convicción churchilliana de que, con todas sus limitaciones y deficiencias, la democracia es la menos mala de las opciones políticas. ¿Cómo andamos en México? De acuerdo con la Encuesta Nacional de Cultura Política (Encup) que periódicamente levanta la Secretaría de Gobernación, no muy bien. En 2001, si bien un amplio segmento, 62%, pensaba en la democracia como la mejor forma de gobierno, frente a 9% que abiertamente se declaraba pro-autoritario, a la hora de dar como opciones una democracia económicamente ineficaz y un autoritarismo más promisorio, entonces los "demócratas" se reducen a 47% y quienes optarían por el autoritarismo crecen dramáticamente a 32%. Conclusión de Perogrull si una democracia no empieza a rendir frutos económica y socialmente, su legitimación y respaldo se reducen.

La consolidación democrática exige también un alto grado de "cultura de la legalidad", que consiste en confiar en el orden jurídico del país, en sus instituciones de impartición de justicia, en jueces y tribunales. Debe prevalecer un compromiso con las leyes y, si algunas partes concretas de la normatividad no resultan satisfactorias, debe buscarse su transformación dentro del marco institucional y no fuera de él. En eso tampoco andamos muy bien. El 58% de los mexicanos piensa que si una ley es injusta se tiene derecho a desobedecerla (mandarla "al diablo", como quien dice), lo que en principio se aproxima más a una postura revolucionaria que a una democrática. En cambio, sólo 28% refleja una posición altamente legalista. Otro aspecto crucial es la posición frente al uso de la fuerza pública. En virtud de nuestra propia historia, la fuerza pública se ha visto inevitablemente asociada con la arbitrariedad, el abuso y la represión. No es de extrañar que 68% en 2001 viera a la fuerza pública como instrumento de represión, no de gobernabilidad democrática. Cuando se aclara al entrevistado que el conflicto está afectando a terceros inocentes, ese porcentaje se reduce a 55%, todavía una mayoría absoluta.

¿Cómo modificar tales actitudes y avanzar en una sólida cultura democrática que contribuya a la consolidación de la democracia, si es que eso ha de acontecer algún día (lo que no se ve hoy tan claro)? Una idea mítica es que la cultura democrática se logra con base en una campaña publicitaria desplegada por los diversos agentes de socialización (escuelas, lugares de trabajo, iglesias y, sobre todo, medios de comunicación). Eso puede ayudar en cierto grado, pero si los ciudadanos no palpan por experiencia que, en efecto, se dan pasos reales en favor de todo lo que implica un orden democrático, no terminarán por convencerse que se vive en una democracia cabal. O, de creerlo, se pondrá en duda que ésta valga la pena. Es pues a partir de eventos públicos reales y visibles que puede fortalecerse sólidamente la cultura democrática, más que de celebraciones vacías por una democracia más o menos ficticia, o de demagógicos llamados a la unidad nacional.

Durante el gobierno de Fox hubo algunos acontecimientos que pudieron haber contribuido a nutrir la cultura democrática, como la alternancia misma del año 2000, el fortalecimiento del Poder Legislativo (aunque eso se ha visto gradualmente más como traba que como ventaja), la Ley de Transparencia y la ampliación de la libertad de expresión. Pero muchos otros eventos han jugado en contra del avance cultural-democrático. En primerísimo lugar viene la ausencia total de rendición de cuentas. Con la transparencia nos percatarnos en mayor medida de las corruptelas, pero si al mismo tiempo vemos que éstas no se penalizan, se refuerza la idea de que sigue prevaleciendo la impunidad —rasgo del autoritarismo— más que la rendición de cuentas —esencia de la democracia—. El evento del desafuero de Andrés López Obrador, cuando hasta 80% de la población terminó viéndolo como una maquinación política más que como un intento universalista de aplicar la ley, refuerza la idea de que la ley sirve más para promover mezquinos intereses políticos. Así lo cree hoy 60% de la población frente a un ingenuo 35% que cree que la ley sirve en México para proteger a los ciudadanos o para hacer justicia.

La reciente represión en San Salvador Atenco, comprobada y documentada por la CNDH, fortaleció a su vez la imagen de que la fuerza pública es más un instrumento de represión que para preservar legítimamente el orden social. Finalmente, la forma en que se llevó a cabo la elección presidencial y el hecho de que casi la mitad alimente dudas acerca de la fidelidad del triunfo de Felipe Calderón, merma en lugar de fortalecer la credibilidad en las instituciones electorales. Aunque también, el hecho de que López Obrador no haya acatado el dictamen del Tribunal Electoral, como lo dispone la Constitución, nutre en muchos ciudadanos la convicción de que algunos partidos —yo digo que todos— no muestran disposición real a aceptar el juego democrático. Ambos bandos, felipistas y obradoristas, están convencidos de defender la democracia, y de que el adversario violó los acuerdos tomados entre 1994 y 2000. Un clima nada propicio para la gobernabilidad democrática. Los actores políticos son responsables en distinta medida de esa situación. En suma, pese a la enorme oportunidad de fortalecer la cultura democrática que se abrió en el año 2000, el corte de caja aparentemente arroja un saldo negativo.

La importancia del orden político

Leo Zuckermann

“La diferencia política más importante entre los países no es su forma de gobierno, sino el grado de gobierno con que cuentan”. Con esta aguda frase comienza Samuel Huntington el que quizá sea su mejor libro El orden político en las sociedades en cambio. Para el politólogo estadunidense, la característica más importante que debe tener un Estado es el orden. Pero, ¿qué es lo que determina la existencia o no de este atributo en un país?

La tesis primordial de Huntington es que las sociedades que experimentan un rápido cambio social generan la movilización política de nuevos grupos que, a su vez, socavan los fundamentos de la autoridad y las instituciones políticas tradicionales. Si los “ritmos de movilización social y el auge de la participación política son elevados”, mientras que los ritmos de la “organización e institucionalización políticas son bajos”, entonces se produce la inestabilidad.

El desorden es producto del “lento desarrollo de las instituciones políticas” que respalden “los cambios económicos y sociales”.

Para Huntington, la diferencia de los sistemas políticos no está entre aquellos que son democráticos o autoritarios, sino entre los eficaces o débiles: “El problema principal no es la libertad, sino la creación de un orden público legítimo. Puede haber orden sin libertad, pero no libertad sin orden. La vigencia de la autoridad es previa a su limitación”.

Huntington publicó su libro en 1968 y, en ese entonces, consideraba que había un país que si bien contaba con un régimen autoritario, había podido instaurar el orden político. Se trataba de México, nación que había experimentado una revolución, la cual terminó por desarrollar un entramado institucional que pudo canalizar y resolver los conflictos sociales asociados al crecimiento económico.

El autor, de hecho, dedica toda una sección a analizar el caso mexicano, donde relata cómo la Revolución ocasionó un cambio en la cultura y en las instituciones políticas, lo cual, a su vez, produjo orden. “El sistema político que emergió después de la Revolución suministró a México una estabilidad política sin precedente en América Latina y la estructura política necesaria para un nuevo periodo de crecimiento económico rápido en los cuarenta y cincuenta”. El México posrevolucionario se convirtió en un caso de éxito de modernización política. Se crearon instituciones complejas, autónomas, coherentes y adaptables, que son los cuatro criterios que utiliza Huntington para evaluar el “grado” de gobierno.

Pues bien, en las últimas tres décadas, México dejó atrás su régimen autoritario con estabilidad política, para pasar a ser uno democrático donde no queda del todo claro cómo procurará el orden. Mientras que el sistema anterior tenía la capacidad de canalizar y resolver los conflictos sociales, el actual está entrampado. Ahí están los casos de Oaxaca o de los territorios gobernados por la violencia del narcotráfico, como ejemplos.

El nuevo gobierno debe entender que la endeble democracia peligra si comienzan a extenderse los bolsones de violencia e inestabilidad política que hoy existen en diversas regiones del país. Y, más allá del uso de la fuerza pública legítima, urge desarrollar nuevas instituciones sólidas, flexibles y coherentes que aseguren el orden político necesario.

12 de octubre de 2006

Poderes subordinados

Juan Francisco Escobedo

La disputa que desencadenaron las reformas intempestivas de la Ley Federal de Radio y Televisión y de la Ley de Telecomunicaciones ha entrado en reflujo. Será la Suprema Corte de Justicia la que determine el curso de acción que en materia de regulación de medios audiovisuales deberá tomar el país.

Entre las consecuencias no deseadas, provocadas por la disputa, es necesario subrayar la pérdida de relevancia de ciertos temas asociados con la normatividad en materia de medios, que simplemente fueron ignorados por los legisladores, como es el caso de los medios audiovisuales actualmente gestionados por los poderes públicos locales.

La transición mediática se ha quedado desfasada respecto del proceso de democratización, no obstante las limitaciones y problemas de este último que se han hecho evidentes por las inadecuadas decisiones y el impreciso manejo de información por parte del IFE.

Diversas son las causas que explican el desfase entre la transición electoral y la transición mediática. En primer lugar, sobresale la pérdida de centralidad y poder del gobierno federal, frente a la capacidad de presión y cabildeo de que disponen las empresas privadas que gestionan medios audiovisuales.

La trama corporativa que han forjado los concesionarios de radio y televisión se ha revelado en el actual contexto de incertidumbre política, como una de las organizaciones privadas con mayor eficacia en la defensa de sus intereses.

La enorme capacidad de movilización de recursos mediáticos y de otros géneros que han desplegado las empresas televisoras y la CIRT, han exhibido la debilidad estructural del gobierno y de los actores políticos para reconducir una disputa inevitable, en los términos más razonables y bajo un marco de referencia equilibrado, en el que se tengan en cuenta las dimensiones democráticas, el interés público, el desarrollo del mercado mediático y las exigencias tecnológicas.

Con las reformas aludidas saltó por los aires el viejo pacto de relación subordinada1 y acomodaticia que prevaleció durante cuatro décadas, entre el gobierno federal y los concesionarios de radio y televisión. Pero el vacío ha sido llenado por el poder fáctico de los empresarios que manejan las concesiones de radio y televisión más rentables. El viejo pacto no ha sido sustituido por uno nuevo, ni tampoco existen pautas de referencia para reconducir las relaciones entre el poder público y los empresarios, en el marco de la legalidad.

Es importante reconocer los hechos, pues de otra manera no se podría comprender por qué el proceso de reforma de la normatividad en la materia estuvo marcado por la discrecionalidad y la operación política al estilo de los mejores días del autoritarismo. Negar a los actores sociales es la mejor manera de perder todas las disputas.

En materia mediática, en los últimos años ha ocurrido un proceso muy complejo de inserción de las empresas de radio y televisión en los procesos de desarrollo tecnológico y generación de negocios de una altísima tasa de ganancia, que hizo crecer su influencia en la economía y en la política de manera exorbitante.

Negar el proceso y negar a dichos actores sólo ha conducido al debilitamiento de los enfoques alternativos y a la disminución de la capacidad de negociación, como quedó claro en el último lance entre los bandos que disputaron el sentido de las reformas a las leyes aludidas. Todo ello con la complacencia de los tres principales partidos políticos y de los tres principales candidatos a la Presidencia de la República.

Es importante recordar que ninguno de estos candidatos se pronunció de manera categórica sobre las reformas en curso. La pregunta a resolver radica en saber las causas de la prudencia o de las omisiones deliberadas de los principales actores políticos sobre este tema tan importante para el país.

Mientras el gobierno federal, los legisladores y los actores políticos se encontraban distraídos en otras disputas que consideraban más importantes que la formulación de una regulación adecuada para fomentar la coexistencia de las distintas formas de explotación y uso de las frecuencias del espectro radioeléctrico; los empresarios desplegaron con soltura y gran eficacia un intenso cabildeo, hasta conseguir la aprobación de las reformas de manera vertiginosa.

Los hechos son tercos. Los empresarios desplegaron una batalla estratégica, cuyo primer objetivo consistió en establecer posiciones de predominio en el debate teórico y doctrinario sobre los diversos temas que implicaba la reforma de la normatividad vigente.

Es importante reconocer que la estrategia de los empresarios para simplificar el tema resultó eficaz. Sus voceros sembraron en todos los foros posibles la idea de que con el fomento a las estaciones de radio comunitarias y gubernamentales se pretendía constreñir el desarrollo de la industria audiovisual, de manera tan restrictiva que estas medidas terminarían provocando su incompetencia frente a los desafíos de la competencia internacional y del desarrollo tecnológico.

El falso y maniqueo dilema entre medios privados y medios comunitarios y gubernamentales se convirtió en el enfoque predominante para aproximarse al tema de la regulación. En ese contexto se deslizaron ciertas falacias que adoptaron todos los interlocutores. Se llegó a decir que se pretendía disminuir el acceso al mercado de la publicidad gubernamental y al mismo tiempo incrementar los flujos de recursos públicos hacia las estaciones permisionadas, y que de esa manera éstas librarían una competencia desleal por la audiencia.

Nada más lejos de la verdad. Los recursos públicos que se dedican a las estaciones comunitarias son marginales en el presupuesto de las instituciones que las gestionan, y no obstante que tienen audiencia muy leal que tiende a crecer, el mercado social al que dirigen sus mensajes es realmente menor frente a las grandes audiencias a las que llegan las estaciones de radio y televisión comerciales.

Para legitimar una decisión política y justificar el proceso de cabildeo que vendría más tarde, era necesario ganar el debate o por lo menos introducir temas y enfoques que sirvieran a esos propósitos. Es importante reconocer que la estrategia dio los resultados esperados, pues evitó que frente a la trama de intereses que se movieron para impulsar las reformas a las leyes referidas, se articulara una coalición política capaz de detenerla. Y lo lograron.

Ni siquiera los legisladores del PRD tuvieron la capacidad de reaccionar ante tan eficaz despliegue político. NI tampoco tuvieron la entereza para explicar su deliberado apoyo, que luego justificaron como una distracción, ciertamente inaceptable.

Los tres candidatos de entonces calcularon que su deliberada prudencia y silencio sobre el tema sería visto con buenos ojos por los concesionarios, y ello les facilitaría negociaciones favorables para obtener mayor y mejor tiempo aire en la disputa por los electores. Ninguno de los actores políticos que pudo haber reorientado el sentido de la reforma ha dado una explicación acerca de su silencio.

Todos jugaban a la guerra electoral, pensando ingenuamente que tendrían la capacidad de calcular sus efectos y que una vez que ganaran las elecciones, tendrían la posibilidad de renegociar los términos de la relación con las empresas de la industria audiovisual. Todos hicieron una lectura equivocada. Y actualmente no hay forma de reconsiderar la reforma, salvo que la Suprema Corte de Justicia allane esa posibilidad.

Los senadores que se resistieron al alud desplegado para aprobar la denominada Ley Televisa fueron dejados a su suerte por los partidos a los que pertenecen, y jamás consiguieron que el tema entrase en la agenda de sus respectivos candidatos a la Presidencia.

El problema nunca ha sido entre mercado y Estado, ni entre estaciones comerciales, comunitarias y gubernamentales. El problema es más complejo y por lo tanto debió discutirse lejos de las visiones maniqueas. Se trataba y se trata de actualizar la legislación en la materia, para permitir la coexistencia asimétrica entre las formas privadas de uso y operación de las frecuencias del espectro radioeléctrico con las modalidades de gestión comunitaria y pública.

Se trataba de establecer incentivos para el desarrollo de la industria audiovisual, bajo el marco de la legalidad. No de subordinar la operación de las instituciones públicas a las pautas y a la tasa de ganancia de las empresas privadas.

Si los partidos y los candidatos no hubiesen estado obnubilados por la obsesión de ganar las elecciones a cualquier precio, la reforma hubiese tenido otra orientación, las relaciones entre los medios privados y el Estado no fuesen tan desiguales y favorables a las empresas privadas como se encuentran actualmente, y la sociedad mexicana estuviese en condiciones de recibir una oferta audiovisual de mejor calidad.

La perspectiva maniquea borró del debate la historia del modelo de radiodifusión mixto que ha prevalecido en el país. Aprovechando el momento de distracción y debilidad del gobierno y de pérdida de perspectiva de los actores políticos, los empresarios decidieron pujar por quedarse con todo el pastel radioeléctrico, y están a punto de lograrlo, si la Suprema Corte de Justicia no entra al fondo de la cuestión y reconduce el proceso de reforma.

No estoy seguro que en el corto plazo existan condiciones para revisar la cuestión con perspectiva de Estado. Por lo pronto, se dejó fuera del debate asuntos relacionados con la gestión de los medios de los poderes locales y de instituciones educativas.

El excluyente dilema entre el mercado y el Estado borró la discusión sobre el alto interés público que tiene la gestión de medios audiovisuales, independientemente de quienes los administren. Se relegó la experiencia de los modelos mixtos y asimétricos que funcionan con éxito en otros países, en los que coexisten sin mayor problema los medios privados con los públicos, sin que el Estado abdique de su obligación de árbitro y regulador de la industria audiovisual.

También se dejó de lado el tema de las transformaciones en los medios administrados por los poderes ejecutivos locales con la excepción del caso de Morelos,2 administrado por el Poder Legislativo. Con ello se minimizó el debate acerca de la necesidad de impulsar la transformación de los medios gubernamentales regionales en medios públicos.

El marco doctrinario y las experiencias comparadas de las que se nutre el modelo de medios públicos han sido ignorados por el gobierno federal y los actores políticos. Para las empresas privadas el tema simplemente no existe.

La perspectiva democrática que tienen los actores políticos es insuficiente y acomodaticia. Mientras no llegaba el momento electoral y calculaban que con negociaciones especiales podían ganar las elecciones, los partidos y los candidatos presidenciales se abstuvieron de pronunciarse sobre tan importante asunto.

Eludieron por conveniencia el tema y al hacerlo se convirtieron en patrocinadores de la reforma intempestiva de la legislación vigente. Ninguno de los tres principales partidos y de los tres principales candidatos presidenciales se salva de las responsabilidades que lleva implícita la aprobación de una reforma, que se realizó de espaldas al proceso de democratización del país. Digamos que ingenuamente los actores políticos se distrajeron con las disputas electorales, para ceder en la disputa mediática.

No hay democracia que sea viable en el largo plazo, que no haya domeñado los intereses de las corporaciones mediáticas. Los excesos de la campaña presidencial, incluidos los excesos de la guerra sucia, en la que todos los actores concurrieron, fue posible en buena medida por el margen tan laxo de actuación en el que operan las empresas de medios audiovisuales.

Las reglas las pone el Estado democrático y no los actores privados. En el caso de las reformas aludidas, los legisladores actuaron como interpósitas personas de los concesionarios. Y esta reforma habrá de consumarse, salvo que la Suprema Corte de Justicia resuelva la reconducción del proceso legislativo que dio origen a la reforma legal intempestiva a la que me he referido

1 Ver José Carreño Carlón, "Un modelo de la relación entre prensa y poder en México en el siglo XX", en www.saladeprensa.org

2 Ver María Dolores Rosales, "Hacia un modelo regional de medios públicos: el caso de Morelos", en www.bib.uia.mx/tesis/programas.html

De la periferia al centro, de nuevo

César Cansino

Siempre creí que una vez que la alternancia llegara a nivel federal, después de abrirse camino trabajosamente en varios estados de la República, el siguiente paso de la transición, o sea el rediseño institucional y normativo del nuevo régimen democrático, se gestaría del nivel federal a los estados, es decir, del centro a la periferia. Sin embargo, la reforma del Estado no tuvo lugar durante el sexenio del cambio y no hay indicios de que la nueva Legislatura federal esté a la altura del desafío, pese a que las elecciones federales pasadas mostraron la imperiosa necesidad de introducir cambios profundos en nuestro arreglo normativo para recuperar credibilidad y eficacia institucionales.

Frente a esta parálisis del Congreso de la Unión, varios congresos locales han iniciado promisorias reformas de sus constituciones, sobre todo en materia electoral, que nos obligan a replantear la tesis descrita arriba. Tal parece que, al igual que la transición en su momento, la reforma del Estado también avanzará de la periferia al centro, es decir, los estados irán introduciendo modificaciones democráticas cada vez más profundas y avanzadas en sus legislaciones que tarde o temprano el Congreso federal tendrá que considerarlas a nivel de nuestra Carta Magna si no quiere verse rebasado por la historia.

Entre otras entidades que se han subido al tren de las reformas institucionales destacan la de Veracruz, Nuevo León, Oaxaca, Zacatecas, Guerrero, Yucatán y el DF. No en todos estos casos las reformas y los procedimientos han sido los más adecuados ni han generado consensos claros. Empero, indican un camino al que se irán sumando nuevos proyectos de reforma locales, hasta resonar en el nivel federal.

En ocasiones se ha avanzado solicitando a la Suprema Corte de Justicia que falle sobre la constitucionalidad de ciertas prerrogativas, como el asunto de las candidaturas independientes presentado a iniciativa del Congreso de Yucatán, lo cual sienta un precedente, sobre todo cuando los tribunales se pronuncian favorablemente, como en este caso.

Por ello, así como no se puede subestimar el peso que tuvieron en su momento varias experiencias de alternancia a nivel estatal para que la transición democrática en México avanzara al gobierno central, tampoco se puede restar importancia a todas estas experiencias de reforma institucional locales en la perspectiva de que finalmente se avance hacia la reforma del Estado a nivel federal. Con todo, cabe subrayar que la única posibilidad para consolidar lo alcanzado hasta ahora pasa necesariamente por una reforma integral del actual entramado normativo e institucional, es decir, por una reforma del Estado a nivel federal, y de ahí, de regreso, a todas las entidades de la federación.

Es decir, si la transición democrática en nuestro país avanzó de la periferia al centro, la instauración de la democracia y su eventual consolidación sólo podrá concretarse si finalmente las fuerzas políticas representadas en el Congreso de la Unión y los demás protagonistas de la vida política del país son capaces de llegar a acuerdos que pongan al día a nuestras leyes e instituciones en sintonía con las exigencias y condiciones propias de un régimen democrático.

En ausencia de estas reformas a nuestra Carta Magna, la transición seguirá instalada en la ambigüedad, atrapada por las inercias autoritarias del pasado, con señales de inestabilidad e ingobernabilidad, de parálisis y traslape de funciones, por no haberse adecuado a tiempo nuestra normatividad a una lógica de funcionamiento democrático. Basta echar una mirada a los principales conflictos que se han experimentado a lo largo del sexenio de la alternancia, para constatar que la mayoría de ellos nace de la incompatibilidad entre, por una parte, una normatividad que se edificó y modificó constantemente durante décadas, para favorecer la continuidad en el poder de una élite política y para asegurar la persistencia de un régimen no democrático, y, por la otra, la afirmación en el país de un pluralismo y una participación políticas que no encajan de manera virtuosa en el marco institucional existente.

No por casualidad, un signo de nuestro tiempo son las innumerables controversias constitucionales que ha debido resolver el Poder Judicial, considerando que muchas leyes vigentes, además de obsoletas y contradictorias, admiten múltiples interpretaciones.

El mal gobierno...corporativo

Luis Miguel González

Hablando de grandes cambios en el gobierno, ¿por qué no tomar en serio la reinvención del gobierno… corporativo?

La mayoría de los consejos de administración son clubes de parientes, amigos y personas que no saben decir no. Esto afecta la forma en que toman decisiones. No hay contrapesos efectivos ante los excesos o carencias del grupo que controla la empresa.
Eso no parecía tan malo ni excepcional en 1960, porque así era en todo el mundo. En los últimos decenios el mundo ha cambiado mucho y México, sólo un poco.


El ritmo de cambio se ha acelerado en los últimos años, como consecuencia de los escándalos corporativos. El ideal es ahora la reducción al mínimo de los miembros de las familias propietarias en el consejo. Se recomienda el reclutamiento de especialistas independientes, además de la incorporación de proveedores y accionistas minoritarios.
Las deficiencias en gobierno corporativo es un asunto estratégico porque le quitan competitividad a México. Para atraer inversión extranjera estas carencias son un factor tan importante como la ausencia del Estado de Derecho o la demora en las reformas energética y fiscal.

Mejorar la calidad de los consejos de administración otorgaría más confianza a los inversionistas institucionales. Impulsaría la inversión extranjera directa y la transferencia de tecnología.
En ese sentido, el reto para los próximos años va mucho más allá de mejorar el consejo de las empresas públicas como Pemex o CFE. Somos un país de monopolios y estamos condenados a padecer una mala decisión tomada en el consejo de cualquiera de las empresas dominantes. La quiebra de cualquiera de las grandes empresas monopólicas significa ruina para una región y desabasto de un producto o servicio.

Tenemos derecho a demandar una mayor supervisión pública de los consejos de los corporativos. Ellos reciben subsidios y ventajas regulatorias, pero no asumen que las corporaciones son ciudadanos con tantas obligaciones como derechos. La avaricia es necesaria, decía Gordon Gekko, el personaje de Michael Douglas en la película Wall Street. No sería tan nociva si hubiera contrapesos en los consejos de administra-ción donde se manifiesta.

8 de octubre de 2006

Malas notas para las universidades latinoamericanas

Andrés Oppenheimer

Olvídense de los petro-demagogos y de los retro-progresistas que gobiernan varios países latinoamericanos: el principal obstáculo de la región para competir en la economía global será la baja calidad de sus universidades.

Acaban de salir los dos principales rankings de las mejores universidades del mundo -el del Suplemento Educativo del London Times y el de la Universidad de Shanghai -y ambos le dan muy malas calificaciones a las universidades de América Latina.

La lista de ''Las 200 mejores universidades del mundo, 2006'' del Suplemento Educativo del London Times de Londres, que salió el viernes, está encabezada por la Universidad de Harvard, e incluye sólo una universidad latinoamericana, la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). La Universidad de Sao Paulo, Brasil, que el año pasado estaba entre las mejores 200, ya no aparece en la lista este año.

''Para ser honesto, estoy sorprendido que no veamos más universidades latinoamericanas'', me dijo Martin Ince, el director del ranking del London Times. ``Parte de la razón es que un 40 por ciento de la calificación depende de la reputación que tienen las universidades en medios académicos, y no se ve mucha investigación saliendo de las universidades latinoamericanas''.

Efectivamente, incluso la UNAM de México, que subió del lugar 95 el año pasado al 74 este año, obtiene la peor clasificación posible -cero- en trabajos de investigación aparecidos en publicaciones académicas internacionales. La UNAM ''no produce mucho en materia de trabajos científicos de alto nivel. Es una universidad más dedicada a la enseñanza que a la investigación,'' dice Ince.

El ranking de la Universidad de Shanghai, a su vez, también está encabezado por Harvard y otras universidades de Estados Unidos y Gran Bretaña, e incluye a sólo tres universidades de América Latina entre las 200 mejores del mundo.

La lista, que después de los primeros 100 puestos agrupa al resto en grupos de 50 universidades, coloca a la Universidad de Sao Paulo, de Brasil, en el grupo del 102-150, mientras la Universidad de Buenos Aires en Argentina y la UNAM son colocadas en la categoria de 151-200.

Ambos rankings dan poco para celebrar en América Latina. La tres universidades latinoamericanas están muy por debajo de las universidades de China (la Universidad de Beijing es la número 15 del mundo en la lista del London Times) Singapur, India, Corea del Sur y varios otros países.

¿Cómo se explica que China, con un ingreso per cápita de $1,943 al año, tiene 10 veces más universidades entre las mejores 200 del mundo del London Times que México, que tiene un ingreso per cápita de $7,593? ¿O que India, con un ingreso per cápita de solo $769 al año, tiene tres universidades en el ranking, mientras que Brasil y Argentina - con un ingreso per cápita de mas de $5,100 cada una -no tienen ninguna?

No es una cuestión de cuanto dinero gastan los países en sus universidades, sino de como lo gastan, dicen los expertos. Mientras que en Estados Unidos, Europa y los países emergentes de Asia las universidades tienen grandes incentivos para mejorarse, en Latinoamérica están acostumbradas a recibir dinero de sus gobiernos sin tener que rendir cuentas.

''No hay duda de que América Latina se está quedando atrás en educación superior'', dice Jeffrey Puryear, un experto en educacion del Diálogo Inter-Americano en Washington D.C. ``Parte del problema es que los gobiernos no exigen estándares más elevados de sus universidades. Tienen mucho poder político, y se resisten a ser evaluadas''.

Asimismo, los gobiernos latinoamericanos dan la mayoría de los fondos para la educación superior a las universidades, en lugar de dárselo a los estudiantes. Esto último le permitiría a los estudiantes escoger dónde quieren estudiar, e incentivaria la competencia entre las universidades por mejorar la calidad de la enseñanza, dice Puryear.

Finalmente, las grandes universidades públicas latinoamericanas, como la UNAM o la UBA, son gratuitas, lo que significa que la clase trabajadora está subsidiando a los estudiantes ricos con sus impuestos.

Un porcentaje significativo de graduados de estas universidades son estudiantes de clase media o clase media alta, que perfectamente podrían pagar sus estudios, como ocurre en China comunista, España y la mayoría de los países europeos. En China, los universitarios pudientes pagan la nada despreciable suma de $600 anuales, que son usados para becar a los estudiantes pobres.

Mi opinión: las universidades latinoamericanas tienen gente de muchísimo talento, y podrían ser infinitamente mejores. Pero para lograrlo tendrían que empezar por admitir que tienen que rendir cuentas a sus sociedades, y modernizarse. Hasta ahora, no lo han hecho, y por eso no aparecen -o aparecen tan abajo - entre las mejores del mundo.

Economía política de la migración


Mario Rodarte E.

Resumen: México debe hacer menos atractiva la emigración, hacer más seguras ambas fronteras, mejorar las aduanas y combatir el tráfico ilegal. El gobierno debe aprovechar los beneficios de la emigración (remesas y mayor productividad) y de las recientes movilizaciones pro inmigrantes en Estados Unidos, entrelazando la iniciativa de reforma de Bush con argumentos económicos como el intercambio de factores en el contexto de un envejecimiento poblacional, por un lado, y crecimiento, por el otro.
Mario Rodarte E. es director general del Centro de Estudios Económicos del Sector Privado, A.C. (CEESP). Los puntos de vista expresados aquí son del autor y no necesariamente reflejan la opinión del CEESP, del Consejo Coordinador Empresarial o de sus organismos afiliados. El autor agradece los valiosos comentarios de Celina Mier y la asistencia de Armida Valdés. Los errores son responsabilidad exclusiva del autor.


INTRODUCCIÓN

La migración es un fenómeno social que ha estado presente en todas las épocas de la historia de la humanidad, aunque no fue sino hasta finales del siglo xx, en pleno auge de la globalización, cuando se exacerbó, llegando a representar un verdadero dolor de cabeza para muchos gobiernos. Es precisamente a partir de la globalización que incontables investigadores han dedicado tiempo y esfuerzo a la comprensión del problema con el objetivo, no revelado, de tener elementos para diseñar una política migratoria adecuada y conveniente para las partes involucradas. A partir de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), los flujos migratorios se han incrementado entre los tres socios comerciales, aunque el problema por el volumen del flujo de personas entre México y Estados Unidos es, por mucho, el más visible. Aquí, analizaremos algunas de las causas y consecuencias económicas y sociales de la migración. En especial, el problema se enfoca desde el punto de vista de la importancia estratégica para ambas naciones, de donde se infiere la necesidad de alcanzar un acuerdo migratorio amplio.

¿POR QUÉ EMIGRAR?

Muchas son las razones que pueden motivar a una persona a emigrar a otro país, tanto económicas como políticas o culturales. Entre las causas económicas, la razón más poderosa es la tasa de crecimiento diferencial del producto existente entre ambas economías, que implica un número mayor de nuevos empleos generados cada año. Si este crecimiento se da con estabilidad, el efecto es un rápido aumento del ingreso y, con ello, ascensos continuos en la escala de bienestar, acompañados de enorme movilidad social. Por ejemplo, un, o una, jefe de familia que, aunque hayan ocupado un cargo bajo en el escalafón de una empresa, gracias a su ingreso y estabilidad invierten en una mejor formación de sus hijos, quienes, a su vez, tendrán la posibilidad de acceder a mejores puestos. En consecuencia, por el efecto de la movilidad social mejora la situación de la población.

Las diferencias en tasas de crecimiento entre dos economías van acompañadas, por lo común, de diferencias en la productividad. La economía más rezagada dará como resultado mano de obra menos productiva. En general, una economía inicia su fase de crecimiento a partir de sus recursos naturales -- la tierra de cultivo o las minas, entre otros -- ; luego se presenta la etapa de crecimiento industrial sostenido y, al final, se alcanza la etapa de crecimiento de los servicios -- obviamente servicios de alta tecnología, entre los que se incluye, de manera privilegiada, la investigación científica y tecnológica -- . Este ciclo de crecimiento hace que en este tipo de economías muy pronto se presenten problemas de escasez de mano de obra en ciertos segmentos de la industria, el campo y los servicios, en especial en tareas de menor productividad. Por lo tanto, esto constituye otro gran atractivo para emigrar.

El crecimiento de la población y el desarrollo hacen que el recurso más escaso sea el tiempo libre, ya que una buena parte del mismo se asigna a actividades de mercado, que generan ingreso, elevando el costo de oportunidad de otras actividades, como tener una familia. Esto explica el porqué de la baja tasa de natalidad en las economías desarrolladas: las familias, en especial las mujeres, enfrentan un costo muy elevado, en términos de salarios y oportunidades perdidas, cuando deciden ser madres. De ahí la decisión de tener cuando mucho un hijo y dedicarle calidad, no cantidad. Estas decisiones tomadas en el ámbito nacional tienen el efecto de reducir notablemente las tasas de crecimiento de la población, lo que hace que eventualmente estas sociedades más desarrolladas enfrenten el problema del envejecimiento de la población, lo cual genera un nuevo atractivo para las personas que viven en otros lugares, como ocurre en Europa o América del Norte.

Otra área de oportunidad para la emigración se ha generado a partir de la firma del TLCAN. En estricto sentido teórico, la apertura comercial induce un mayor intercambio de factores productivos, entre ellos de mano de obra. Si a este atractivo agregamos las tasas de crecimiento diferencial, la mayor creación de empleos, el rápido aumento en las percepciones reales y el envejecimiento de la población, podremos observar que el flujo de gente que emigra es algo natural. Todos son incentivos poderosos que vuelven rentable la acción de emigrar para quien decide hacerlo. Con una frontera tan amplia como nuestra frontera norte, impedir que se reduzca el flujo de personas es prácticamente imposible, a menos que se llegue al extremo, como se ha sugerido, de construir un muro entre los dos países y mantenerlo permanentemente vigilado, lo cual genera costos muy elevados.

Tradicionalmente, la frontera norte ha estado abierta únicamente para determinado número de trabajadores, aunque en la práctica los flujos de personas son significativamente mayores y, como muchas cosas que suceden en México, no existe una cifra confiable sobre la magnitud del problema, lo cual hace que cada quien hable con los datos que escucha.

Los beneficios del fenómeno de la emigración son para ambas partes, así como para las personas que emigran y sus familias. La parte expulsora -- como lo señalan algunos modelos de crecimiento, en especial los que planteaban la existencia de un sector tradicional y uno industrializado en la economía -- se beneficia al elevar la productividad de las personas que permanecen, en especial en aquellas actividades y sectores donde trabajaban antes de partir. Como resulta razonable su¬poner, quienes cuentan con la mayor productividad tendrán mayores salarios, y serán quienes decidan permanecer. Esto es, primero parten las personas con menor productividad y, al sumarse a actividades en la otra economía con mayor productividad y salarios, automáticamente se benefician, generando un aumento en ambas economías. La economía que recibe a los inmigrantes se beneficia con el flujo de personas, ya que aumenta el valor agregado generado localmente así como las ventas de bienes y servicios en las localidades, y que implica aumentos en la recaudación local. Cuando finalmente inicia el flujo de remesas, las familias de los emigrantes y las localidades donde éstas residen se benefician. El intercambio de personas entre dos economías, entonces, tiene efectos benéficos en ambos lados y contribuye a elevar el bienestar de ambas poblaciones.

ALGUNAS CIFRAS REVELADORAS

Durante las últimas cuatro décadas el tamaño de la economía estadounidense ha atraído a una gran cantidad de inmigrantes. En 1970 el PIB estadounidense ascendía a 1.025 billones de dólares, poco más de 13 veces mayor que el de México, que entonces era de 76000 millones de dólares. En la década de 1990 la economía de Estados Unidos era 11 veces mayor que la de México, proporción que se ha mantenido hasta la fecha -- en 2004 la economía estadounidense alcanzó los 11.679 billones de dólares, mientras el PIB de México llegó a 1.046 billones de dólares. En este sentido, es notable el diferencial respecto al tamaño de la economía entre los dos países, mostrado claramente por el PIB per cápita. En términos comparativos, a principios de la década de 1970 el PIB per cápita en Estados Unidos ascendía a 4993 dólares anuales, el triple que el de México que entonces era de tan sólo 1566 dólares; dos décadas después (1990) Estados Unidos alcanzaba los 22887 dólares anuales, casi cuatro veces más que nuestro país, que llegó a 6136 dólares. Esta tendencia no se ha revertido en términos de bienestar social, ya que el PIB per cápita de Estados Unidos continúa manteniendo hasta la fecha una proporción de cuatro a uno. Para 2003, el ingreso per cápita del vecino del norte era de 37582 dólares, mientras el de México era de 9382 (OCDE, 2006).

El crecimiento y el desarrollo económico de Estados Unidos han contribuido a mantener altos niveles de vida en su población. Sin embargo, como en todas las economías industrializadas, la tasa de natalidad ha disminuido, en parte debido a la mayor participación de la sociedad en actividades productivas. A principios de la década de 1980 la población mayor de 60 años representaba tan sólo 16% del total, tendencia que ha ido en aumento, sobre todo al considerar la menor tasa de natalidad y la consecuente disminución en la tasa de crecimiento poblacional. Según datos y estimaciones del Censo de Estados Unidos, para 2025 la proporción de adultos mayores respecto del total de la población estadounidense será de alrededor de 24% y se mantendrá durante 25 años más hasta alcanzar cerca de 26% en 2050, por lo que más de un cuarto de la población demandará pensiones y servicios médicos en los próximos 50 años. En este sentido, la inmigración resulta benéfica en términos del crecimiento sostenible de la economía y el pago de impuestos y contribuciones para solventar las pensiones y servicios médicos.

Estados Unidos siempre ha sido el país con mayor inmigración en el mundo. País de inmigrantes cuyo atractivo económico y pluralidad social han atraído a miles de familias de todas las nacionalidades. La población de origen hispano no ha sido la excepción; recordemos que el primer programa bracero de trabajadores temporales en Estados Unidos dio inicio en 1917 a causa del estallido de la Primera Guerra Mundial, y desde entonces esa población en el país del norte ha ido en aumento. Para 1980 la proporción ya era de 6%. Actualmente representa 13% del total, conformando el grupo minoritario más importante del país, incluso por encima de los afroestadounidenses. Las estimaciones más recientes, realizadas por el Pew Hispanic Center en 2004, señalan que 48% de los hispanos contribuye a la fuerza de trabajo del país, y que más de la mitad (63%) de ese grupo de población hispana en Estados Unidos es de origen mexicano.

La incorporación de los inmigrantes hispanos a la economía estadounidense ha dado lugar a una mejora en términos de oportunidades dentro de la estructura productiva, lo que arroja una ganancia sustancial en capital humano -- respecto al nivel educativo de los inmigrantes que originalmente llegaron al país -- , cuyos resultados se aprecian con mayor claridad en las generaciones siguientes, pues hoy sus descendientes cuentan con mayor acceso a la educación, mayor preparación y mejores oportunidades para integrarse en la economía. De acuerdo con datos de 1980, de la Oficina del Censo de Estados Unidos, 47% de la población hispana contaba con acceso a la educación, desde la educación básica hasta la profesional. Entre los hispanos con acceso a servicios educativos, 18.8% se encontraba en educación primaria, 6.6% en secundaria, 13%, en preparatoria y sólo 9% podía acceder a estudios superiores o tenía título profesional. Para 2003, más de la mitad de la población hispana (55.3%) contaba con acceso a la educación: 13% primaria; 9.5% secundaria; 14.6% preparatoria y aumentos notables a nivel profesional, y 18.2% se encontraba realizando estudios superiores o tenía un título, cifra que prácticamente duplica a la de hace 20 años.

INMIGRACIÓN Y SEGURIDAD FRONTERIZA

El tema migratorio ha estado en el primer lugar de la lista de prioridades del gobierno foxista; mientras que la prioridad número uno del gobierno de Bush, después del 11-S, ha sido la seguridad nacional, lo que ha dado como resultado, desde el punto de vista estadounidense más conservador, que los inmigrantes indocumentados sean vistos como una amenaza. Sin embargo, el tema ha retomado impulso, al incorporar a la negociación dos elementos que habían estado ausentes hasta hace relativamente poco tiempo: el cabildeo político y la constante amenaza terrorista.

Hoy más que nunca los estrategas y negociadores mexicanos deben valorar los elementos que podrían favorecer la postura negociadora de México con Estados Unidos en este tema. Se ha avanzado mucho, porque buena parte del camino correspondía a los estadounidenses en su proceso de reforma migratoria interna, proceso en el que México se ha mostrado propositivo, dispuesto a colaborar y cauteloso en cuanto a no politizar la causa de los inmigrantes en términos "nacionalistas", sino más bien en términos económicos, maniobra realizada por un grupo de nuevos actores en la negociación política, que en tiempos del TLCAN tan sólo se limitaba a los recién creados mecanismos institucionales. Sin embargo, hoy contamos también con la movilización pacífica de cientos de organizaciones civiles pro inmigrantes que, además de residir en Estados Unidos, son grupos que han explotado el peso específico que tienen en la economía y en la política al tomar conciencia de que conforman la minoría más grande del país. Millones de hispanos se imponen a millones de afroestadounidenses. Estas organizaciones se han involucrado en el proceso político, acudiendo a las oficinas de sus representantes en el Congreso, con marchas multitudinarias fuera del Capitolio y mayor conocimiento de sus leyes y derechos.

México debe aprovechar la oportunidad que tiene ante sí, ya que la sensibilidad de Estados Unidos sobre su seguridad nacional y la lucha contra el terrorismo marca las pautas con las que México puede actuar para favorecer sus intereses, que van desde una mayor cooperación en la administración de la frontera hasta la aprobación de la reforma migratoria. Para ello, mucho contribuirá reforzar la seguridad fronteriza, en ambos lados, así como los mecanismos para mejorar los servicios de logística en las aduanas, para combatir el tráfico indocumentado y el contrabando de todo tipo y, finalmente, para combatir a los "coyotes" y "polleros", que representan una verdadera lacra para ambos países.

A nuestro favor, contamos con: las movilizaciones de inmigrantes en Estados Unidos, el respaldo y la iniciativa presidencial del presidente Bush en cuanto a lograr una reforma migratoria abarcadora y la evidente prioridad que representa la seguridad nacional. Además, contamos con la complementariedad económica, el crecimiento poblacional en México, el baby boom en Estados Unidos y el envejecimiento de su población, la contribución económica de los inmigrantes y el hecho de que la problemática migratoria se haya convertido en un tema de debate nacional. Desde cualquier punto de vista, lo que está sucediendo es crítico tanto para Estados Unidos como para México.

Por lo anterior, las acciones concretas que hay que emprender son claras, algunas se han puesto en práctica sin éxito, otras se han quedado en el papel.

LA COOPERACIÓN

En México, el flagelo de la corrupción no permite que las agencias especializadas, las fuerzas policiales, las autoridades competentes y el ejército sean fuentes confiables para detener el tráfico de personas a través de la frontera, el narcotráfico y mucho menos la violencia en los focos rojos del país (por ejemplo, el caso de las muertas de Ciudad Juárez, Chih.). Los operativos de la policía mexicana son ineficientes y existen fuertes fundamentos del otro lado de la frontera sobre su complicidad y corrupción, incluso de estar involucrados en cárteles y organizaciones criminales. De ahí que la sospecha de la infiltración de redes terroristas sea mayor y constituya una amenaza a la seguridad y la integridad de ambos países. Las autoridades mexicanas tendrían que asegurar su cooperación con operativos, vigilancia y resultados eficientes, desde garantizar la destrucción total de los decomisos de narcóticos hasta resolver los casos de violencia en la frontera y el tráfico de personas. Esto implica serias medidas para cambiar la imagen de desconfianza, inseguridad, violencia y caos que prevalece en la opinión de los estadounidenses sobre las autoridades mexicanas, en especial en cuanto a la administración fronteriza. Es necesario neutralizar el unilateralismo estadounidense, que despliega a la Guardia Nacional, aumenta los recursos a la patrulla fronteriza o construye muros que a la larga representan un gasto de cuantiosos recursos que al final no logrará su objetivo. Debe prevalecer, más bien, la responsabilidad compartida a partir de la confianza y eficiencia de las fuerzas del orden y del respeto a la ley en nuestro propio territorio.

Para apoyar la propuesta de trabajadores temporales y visas especiales, con opción de obtener la ciudadanía, México tiene que estar dispuesto a diseñar mecanismos confiables que permitan que la migración se lleve a cabo de manera ordenada y legal. Si México no coopera, Estados Unidos difícilmente logrará lo que considera de vital importancia, pues reforzar la frontera no detendrá el cruce de indocumentados; por el contrario, incrementará las muertes y la desesperación de los inmigrantes. Un paso al frente ha sido la adopción de la matrícula consular, documento que permite a los inmigrantes con y sin documentos identificarse de manera oficial en el territorio estadounidense (se trata de un documento expedido por el gobierno de México a través de sus embajadas, y que acredita la identidad de los mexicanos con el fin de que realicen trámites, como la apertura de cuentas bancarias, sin que se sospeche que se trata de terroristas). Mecanismos como éste facilitarían las gestiones ante las autoridades estadounidenses y darían mayor confiabilidad, al acreditar la estancia para fines lícitos en el país vecino. La regularización migratoria de los mexicanos en Estados Unidos también significaría una importante contribución, ya que se podría contar con un padrón que incluyera la información necesaria, como nombres y domicilios, de los inmigrantes residentes en ese país. Estos registros favorecerían la seguridad nacional, siempre y cuando el gobierno estadounidense aprobara una reforma que no discrimine ni persiga a los mexicanos o intente deportarlos, además de permitirles continuar trabajando de manera legal en su país y reunirse con sus familiares, como se ha venido haciendo en los últimos años. Es necesario diseñar un mecanismo para que se deje de considerar delincuentes a los inmigrantes. Si bien no es concebible violentar la ley, sí se pueden tomar medidas que no signifiquen un perdón automático ni sean imposibles de cumplir, como la idea de la bancada republicana en el senado estadounidense de deportar y luego permitir un reingreso ordenado.

El presidente Fox está obligado a cumplir su gran promesa de campaña: el famoso acuerdo migratorio. Su responsabilidad terminará el próximo 1 de diciembre. Por lo pronto, debe aprovechar la relación que ha cultivado durante los últimos seis años con el gobierno estadounidense para que la reforma se apruebe dentro de su mandato, y que no quede en la congeladora parlamentaria estadounidense. Fox, incluso, habló de un TLCAN-plus, que incorporaría un capítulo migratorio que regulara los flujos de personas, la oferta y demanda de trabajo transfronterizo y otra serie de cuestiones que interesan a nuestro gobierno, como garantizar los derechos laborales de los trabajadores, que se respeten sus derechos humanos y se establezcan las cuotas de trabajadores elegibles en el marco de un programa de trabajadores temporales. Todos esos temas quedan por negociar por parte de las autoridades mexicanas y deben vincularse al TLCAN, mecanismo que tiene tantos asuntos pendientes.

Es fundamental la cooperación a través de canales institucionales. Estados Unidos espera que México tome la iniciativa y ofrezca ir un paso más adelante en los temas de la seguridad fronteriza, la migración y el narcotráfico; espera que fluyan las propuestas para nuestra colaboración en su lucha contra el terrorismo. No faltó quien llamara títere a Fox por cooperar en un tema que nos afecta a ambos países, pero los discursos nacionalistas y antiimperialistas de numerosos renegados no ofrecen ninguna solución a nuestros problemas comunes. En México sabemos que sin cooperación entre ambos países nunca se solucionarán muchos de los problemas pendientes y urgentes, y que los beneficios que representa el intercambio de mercancías son múltiples. No hemos considerado que lo peor que podría pasar a México es que hubiera un nuevo ataque terrorista en territorio estadounidense y que se descubriera que los terroristas hubieran ingresado por nuestra frontera por descuido de las autoridades. Tampoco hemos analizado que ese hipotético nuevo ataque a Estados Unidos podría significar poner en riesgo la vida de los mexicanos que radican allá, además del impacto negativo y de magnitudes catastróficas en nuestra economía. Si no insertamos en la agenda bilateral los temas que también afectan e interesan a nuestros socios comerciales, estaremos -- como dicen los estadounidenses -- simplemente disparándonos en el pie. Además, todo lo que se ha avanzado hasta ahora en la solución de temas prioritarios, como el migratorio, se perdería.

Estados Unidos espera que nuestra economía genere los incentivos suficientes para hacer que la emigración deje de ser atractiva para el resto de la población. Esto significa romper un rezago histórico de atraso y marginación, en especial por parte de los principales estados expulsores. Se trata de un problema que no resolveremos de la noche a la mañana, pero en definitiva necesitamos generar oportunidades para el grueso de la población a fin de incrementar nuestra competitividad y productividad. La prosperidad de México es el único factor que podría desincentivar a los emigrantes a exponer sus vidas con tal de lograr, del otro lado, una expectativa mejor para sus familias. Esto significa, además, conciliar las diferencias entre norte y sur. Estados Unidos tiene un gran interés por que México se convierta en un país próspero. En primer lugar por la vecindad; segundo, porque somos uno de sus principales socios comerciales; tercero, por el grado de interdependencia que existe entre las dos economías, y cuarto porque ambiciona la consolidación del Área de Libre Comercio de las Américas que englobe a todo el continente. El hemisferio ha sido su zona de influencia histórica, y por eso México tiene una importancia estratégica; de ahí derivan muchos otros esfuerzos de estabilización en la región, como el Plan Puebla-Panamá, la firma de tratados comerciales bilaterales con algunos países de América del Sur, etc. Por lo tanto, deberíamos sacar el mejor provecho de la relación en vez de dispararnos un día en un pie y al día siguiente en el otro.

6 de octubre de 2006

Monopolio y democracia

Felipe Vicencio Álvarez

"Es el dinero el que hace el poder en democracia. Lo escoge, lo crea, lo engendra. Es el árbitro del poder democrático porque en su ausencia dicho poder se precipita a la nada o al caos. Nada de dinero, nada de periódicos. Nada de dinero, nada de electores. Nada de dinero, nada de opinión manifestada. El dinero es el progenitor y el padre de todo poder democrático, de todo poder electo, de todo poder que dependa de la opinión". Como Charles Maurras parecen pensar muchos políticos de nuestro tiempo; pero a diferencia de aquél --que escribió lo anterior en 1937-- éstos se asumen como demócratas de nuestros tiempos.

La cínica constatación de que el dinero es el factor determinante del poder, por encima de cualquier procedimiento formal que pretenda legitimarlo dándole soporte institucional, golpea el eje que articula las reglas de nuestra convivencia democrática, pese a lo cual se repite frecuentemente como certificado de lucidez política. No obstante, sólo desde un desapego por la democracia y sus formas se puede asumir --como explicablemente lo hizo Maurras desde sus convicciones monárquicas-- que así deban ser las cosas.

Precisamente para evitar esa distorsión el propio sistema democrático ha desarrollado diversas modalidades de contrapesos que tienden fundamentalmente a la distribución del poder, como garantía elemental de participación en la toma de decisiones y como contención a propósitos autocráticos. Y por eso también en la arena económica procura garantizar la libre concurrencia y evitar las concentraciones monopólicas, pues éstas resultan contrarias al interés general que el propio sistema por principio busca preservar.

Cuando se evalúa el impacto de las reformas a las leyes federales de Radio y Televisión y de Telecomunicaciones recientemente aprobadas, tendría que tomarse en cuenta precisamente la forma en que tales disposiciones contribuyen a favorecer los equilibrios necesarios en un régimen democrático o, por el contrario, si tales reformas los alteran en provecho sólo de algunos.

En la demanda que 47 senadores presentaron ante la Suprema Corte para pedir la anulación de las reformas aprobadas en el Congreso, cuya resolución todavía está pendiente, se sostiene con diversas pruebas y argumentos que tales reformas representan para los concesionarios radiodifusores una ventaja competitiva de entrada al mercado de telecomunicaciones, en perjuicio de los particulares y de concesionarios de telecomunicaciones que pudieran incursionar en la radiodifusión; además de entorpecer la concurrencia y la libre competencia y de fomentar la concentración de los servicios.

En su oportunidad la propia Comisión Federal de Competencia hizo saber su opinión sobre las reformas señalando claramente que las mismas están formuladas de manera tal que no evitan fenómenos de concentración. Si a lo anterior se añade que se pretende abatir la discrecionalidad en el otorgamiento de concesiones disponiendo que sea la subasta pública ascendente el criterio definitivo para ello, tenemos entonces que se completa el embudo que vierte todos los beneficios de los ajustes legales en unas cuantas empresas en detrimento del resto de los competidores y, lo que es más grave, de los intereses del Estado y de la sociedad en su conjunto.

Sin límite legal a su ímpetu expansionista y sin contención eficaz a su tenaz y multifacético afán comercializador, las principales corporaciones mediáticas resultan altamente lucrativas y se afianzan con una alta concentración en menoscabo de las exigencias comunicacionales de una sociedad auténticamente democrática. Cuando hemos dejado atrás el sistema de partido hegemónico, dice con razón Muñoz Ledo que lo estamos sustituyendo por un "sistema de dinero hegemónico", capaz de moldear la opinión de quien participa en el juego democrático, como advirtió oportunamente Maurras.

El balance de esta condición es dramáticamente deficitario en términos de democracia. A una explosión de medios electrónicos con ese perfil -cada vez menos y más poderosos- se apareja una implosión de la vida pública. Como dice Fischisella, nuestra polis está transformándose en apolis, vamos hacia una democracia sin ciudadanos, o mejor, una declinación de la democracia inversamente proporcional al ascenso de los monopolios y su concentración económica y de intereses.

De ahí la relevancia de la resolución de la Suprema Corte, y la posibilidad que puede abrir para resarcir el daño que empieza a provocar ese paquete de cambios a la ley hecho a la medida de sus autores y con muy poca consideración por el vigor democrático del país.

Candidaturas independientes en el mundo

José Antonio Crespo

Con una decisión dividida, la Suprema Corte dejó abierta la posibilidad de que se presenten candidatos independientes para ocupar cargos de elección popular, por lo pronto en Yucatán, que ya legisló al respecto, pero ello podría ampliarse a todo el país, previa reforma electoral. La conclusión es que la Constitución no impide que se presenten tales candidaturas. Es un tema largamente discutido desde hace años. Y muchos interpretaban que la Constitución impedía esa posibilidad. Ahora la Corte ha dicho que no. ¿Qué sucede en el resto de las democracias? ¿De verdad estamos totalmente rezagados en esa materia, como sí lo estamos en lo que hace a la reelección consecutiva de los legisladores? No. Hay muchos países que no contemplan las candidaturas independientes y cuyo carácter democrático nadie osaría poner en duda, como lo son Uruguay, Brasil o Costa Rica y, más sorprendente aún, Noruega, Islandia, Suecia y Austria. Las candidaturas independientes no están entonces inevitablemente asociadas a la idea de la democracia. Pero puede decirse que en la mayoría de las democracias sí está contemplada la posibilidad de que ciudadanos apartidistas se postulen como candidatos a legislador, y en muchos casos a presidente. Es el caso de países como Estados Unidos, Inglaterra, Japón, Alemania, Italia, Portugal, España, Suiza, Bélgica, Gran Bretaña, Irlanda, India, Holanda, Dinamarca, Canadá o Finlandia. Y también sucede en múltiples democracias incipientes, como Albania, Armenia, Bolivia, Chile, República Checa, Georgia, Hungría, Corea, Rumania, Rusia, Eslovaquia, Venezuela, Turquía, Ucrania, Filipinas y Polonia, entre otras más.

Viene después el grado de facilidad o dificultad para presentar tales candidaturas, en lo que prevalece una gran variedad de modalidades. Es algo que tiene que quedar bien regulado para evitar que postularse sea excesivamente difícil (y que la disposición quede en letra muerta) o demasiado fácil (y entonces lleguen filas de candidatos espontáneos buscando obtener alguna ganancia, así sepan que no ganarán el cargo en disputa). En Yucatán se solicita, por ejemplo, el respaldo de al menos 2% del electorado inscrito en la demarcación que se busca representar. Si, por ejemplo, alguien desea postularse como diputado federal del distrito tres, en Mérida, tendría que recabar el apoyo de aproximadamente cinco mil ciudadanos. En Sonora, el umbral es mucho más elevad diez por ciento. De modo que quien quiera representar al distrito cinco, en Hermosillo, tendría que obtener la firma de 22 mil ciudadanos. Y si buscara contender para gobernador de esa entidad tendría que ser respaldado por 170 mil electores.

En varios países se piden requisitos similares. En Polonia se exige el reapaldo de cinco mil ciudadanos para contender por una diputación. En Portugal, la cifra oscila de siete mil 500 a 15 mil firmas, dependiendo del tamaño de la demarcación. En Australia se exigen seis mil apoyos. En España, Rusia y Ecuador se requiere, para ser diputado, el visto bueno de 1% de los electores de la circunscripción por la que se quiere contender. En Rumania, si se busca ser legislador, se pide el respaldo de 5% de los electores, pero si se desea competir por la presidencia, entonces se requieren 300 mil firmas. En Rusia y Ucrania se necesita un millón de respaldos debidamente documentados, lo que no parece muy fácil.

En muchos otros países, sin embargo, el número requerido de firmas es bastante bajo. Mil en Italia, para ser diputado; 750 en Hungría; en Dinamarca, sólo 200 respaldos, y 300 en Albania. En Finlandia se exige sólo 100 (y 20 mil si se quiere competir por la presidencia). En otros países, más que firmas, se requiere la recomendación de un cierto número de legisladores, lo que tampoco podría ser muy complicado. En la República Checa basta con ser postulado por diez diputados o senadores. En Bélgica, se piden cinco mil firmas de electores y el aval de dos legisladores. Y en algunos países se exige depositar una determinada suma de dinero, a veces reembolsable y otras no. Este requisito suele combinarse, aunque no siempre, con la presentación de firmas de electores. En Turquía deben depositarse 30 mil dólares, que no serán devueltos bajo ninguna circunstancia. En Holanda deben aportarse 11 mil euros, que pueden ser reembolsables, de obtenerse cierta votación, aunque no se obtenga la curul. En Australia deben dejarse en prenda sólo 185 dólares, mismos que serán devueltos si se alcanza al menos 4% de la votación en el distrito en el que se contiende. Y en Canadá, aunque sólo se piden 100 firmas para ser registrado, hay que agregar 650 dólares. En Inglaterra la suma es 500 libras esterlinas. Hay pues una gran variedad de requisitos para que candidatos sin partido puedan contender por un cargo de elección popular.

Volviendo a México, mi posición es a favor de las candidaturas independientes como vía para romper el rígido monopolio partidista, pero veo con inquietud dicha posibilidad en el caso de gobernadores y, sobre todo, del Presidente, pues se abriría la posibilidad de que arribaran a esos cargos ciudadanos sin ningún respaldo en el Congreso. Y se supone que estamos explorando fórmulas para dar a los jefes de gobierno justamente un respaldo mayoritario en el Legislativo, que haga gobernable nuestra hasta ahora ineficaz democracia. Algunos legisladores, molestos con la resolución de la Corte, han dicho ya que modificarán la Constitución para impedir que algún ciudadano sin partido les arrebate sus preciados cargos, con todo y jugosos salarios, bonos, aguinaldos y prerrogativas. No me sorprende. Saben que están en la escala más baja de confianza y credibilidad. Incluso por debajo de la impopular policía.

5 de octubre de 2006

Reforma ideal

SERGIO SARMIENTO

Lo ideal sería hacer una reforma fiscal a fondo que estableciera una tasa única en el Impuesto Sobre la Renta de alrededor de un 15 por ciento, pero que eliminara todas las exenciones y deducciones que hoy llenan de agujeros nuestro sistema fiscal. La tasa reducida nos permitiría ser competitivos con países como China, que tiene un gravamen corporativo de 15 por ciento, o con Irlanda y Rusia, que lo tienen de 13 por ciento. Quedaríamos lejos de Hong Kong, que tiene una tasa cero en el Impuesto Sobre la Renta (ISR), pero habríamos avanzado mucho en el propósito de dejar de castigar la competitividad como hoy lo hacemos. La experiencia en países como Irlanda y Rusia es que la recaudación aumenta en vez de disminuir cuando las tasas del impuesto al ingreso bajan y se simplifican.

Ideal sería también reducir el Impuesto al Valor Agregado a 10 por ciento, pero aplicándolo a todos los productos y servicios, incluidos alimentos y medicinas. Esto nos daría un solo IVA en todo México. No tendríamos la injusta situación actual en la que hemos creado mexicanos de primera y de segunda. De primera son quienes viven en Tijuana, en Ciudad Juárez, en Los Cabos o en Cancún, quienes pagan un 10 por ciento de IVA. De segunda, somos el resto, quienes vivimos en la ciudad de México, en Monterrey, en Guadalajara, en la sierra tarahumara o en Oaxaca, ya que debemos pagar el 15 por ciento por los mismos productos.

La aplicación del 10 por ciento de IVA a alimentos y medicinas simplificaría radicalmente el sistema fiscal y eliminaría muchos de los abusos que hoy se cometen por las exenciones y tasas cero de este impuesto. Es un absurdo, por otra parte, que en un país con tantas carencias como el nuestro se mantenga una exención al impuesto al consumo que en buena medida favorece a las clases pudientes.

Si somos realistas, sin embargo, tendremos que aceptar que las posibilidades de que se haga la reforma fiscal ideal son muy limitadas. La reducción y la simplificación del ISR serán cuestionadas por quienes piensan que el sistema fiscal debe ser “progresivo”, sin darse cuenta de que la complejidad de los sistemas con muchas tasas, deducciones y exenciones no sólo termina beneficiando a los más poderosos, a los que tienen los mejores abogados y cabilderos que les permiten salir beneficiados de las excepciones que ordenan los legisladores, sino que se revierte perversamente en contra de quienes menos tienen al desmotivar la inversión y reducir la creación de empleos.

El realismo político sugiere también que no se logrará la simplificación del IVA. Es cierto que la baja del 15 al 10 por ciento en la tasa general será aplaudida, como se aplaude cualquier reducción de impuestos sea buena o mala; pero el intento de cobrar un gravamen al consumo de alimentos y medicinas se ha convertido ya en un tabú en la política mexicana. Poco importa si esta medida ayuda a simplificar y volver más justo el sistema. Las fuerzas conservadoras de nuestro país han encontrado en este tema una causa populista que no abandonarán con facilidad.

Es importante que no olvidemos la reforma ideal, la que sería mejor para nuestro país, aun cuando sea sólo para que sigamos esforzándonos por avanzar gradualmente hacia ese ideal. En el próximo sexenio, sin embargo, habrá que ser mucho más modestos, o políticamente realistas, en cuanto a los límites de la reforma fiscal.

Si bien resultará imposible lograr una disminución de la tasa del ISR a niveles de alrededor del 15 por ciento, quizá podamos conseguir que continúe la tendencia a la baja que comenzó hace ya algunos años. Y si bien la simplificación radical es imposible, ya que implicaría eliminar los privilegios que poderosos grupos empresariales y sindicales gozan a costa del resto de los contribuyentes, sí podremos ir avanzando en la eliminación de algunos de los tratos preferenciales más injustos, como la exención a las “prestaciones” de los trabajadores sindicalizados o la que beneficia las ganancias de las operaciones bursátiles.

En el IVA será todavía más difícil avanzar. Pero quizá si se aplica un impuesto pequeño, de 2 ó 3 por ciento, en alimentos y medicinas se pueda empezar a avanzar en la homologación ideal. El problema es que mientras no se cobre IVA a alimentos y medicinas será imposible reducir la tasa general del 15 al 10 por ciento, lo cual sería la parte más importante de esta reforma.

México ha entrado al Siglo XXI con un sistema fiscal injusto e ineficaz. Es responsabilidad de los políticos modificarlo para permitir el surgimiento de un país más competitivo con capacidad para combatir la pobreza. No es ningún misterio lo que se debe hacer para ello en el tema fiscal. El gran problema es cómo vencer a los grandes intereses de sindicatos y empresarios que se oponen a la simplificación y racionalización de los impuestos. Lo importante es que sigamos avanzando, aun cuando la reforma ideal siga siendo eso, un ideal.