Democracia y medios masivos de comunicación tienen infinidad de puentes. La radio y la televisión, además de desempeñar su papel de espacios y conductos para la deliberación, se constituyeron en actores políticos. La reforma electoral de 2007 es incomprensible sin ese contexto, en el que se impuso la necesidad de acotar el poder de los medios y del dinero en la vida política. Este ensayo da aliento a la reflexión sobre los roles de los medios de comunicación electrónica en democracia.
¿Debería interpretarse como una vendetta? ¿Se trata de la revancha de la clase política sobre uno de los poderes fácticos que más peso han adquirido en el México de la transición democrática? ¿De qué manera concebir una reforma político-electoral que escandalizó a los concesionarios del espectro electromagnético y que obligó al relevo —antes de tiempo— de una parte de los miembros del órgano responsable de organizar y arbitrar las contiendas federales? ¿Avance o retroceso?
Las respuestas a estas interrogantes no son sencillas, tienen una base compleja que se alimenta, por una parte, de las experiencias recientes y, por la otra, de tendencias de largo aliento. Son las inercias que han ayudado a construir históricamente un patrón de articulaciones en el campo de la comunicación política nacional y que ahora mismo atraviesan por un periodo crítico de redefiniciones.
La contribución mediática al saldo rojo de la elección
El malestar heredado por el proceso electoral de 2006 no es ajeno al papel jugado por los medios de comunicación antes, durante y, en alguna medida, después de la contienda para renovar los poderes federales. Una tajada nada desdeñable de los señalamientos en torno a las precariedades del proceso y a la polarización exacerbada del electorado recayó precisamente en las maneras de intervención asumidas por los medios junto con otros actores de la esfera del poder. La ciudadanía fue testigo de un proceso en el que se inauguraron muchos de los vicios de los que adolecen las campañas en ciertas democracias consolidadas y que han llevado a acuñar el concepto de “malestar mediático” entre algunos analistas.1
No hay que soslayar, sin embargo, que la campaña por la presidencia de la República y las cuestionables prácticas comunicativas operadas en ella, representaron un momento —si se quiere climático— de un proceso que arrancó con antelación. El preámbulo a lo observado durante los meses de la contienda presidencial del 2006 se puede ubicar en una política mediática que privilegió desde tiempo atrás los escándalos en el mundo de los actores del poder, con filtraciones anónimas y videos que exhibían las corruptelas de unos y de otros. Incursionamos en la “modernidad democrática” recurriendo a esa ya vieja práctica del escándalo político que hace de la visibilidad vergonzosa de los contendientes un recurso para la obtención o el mantenimiento del poder.2
Con la política del escándalo llegaron también nuevas modalidades de comunicación pública. Por ejemplo, las precampañas electorales —muy en particular las diseñadas y operadas desde múltiples ámbitos del territorio gubernamental— adquirieron notoriedad. La campaña se tornó permanente. Difícil distinguir entre desempeño de la administración pública y promoción de la imagen oficial. Y por si no fuera suficiente la personalización del ejercicio de gobierno se consolidó como modo de operación cotidiana. Gobierno, gobernante y aspiraciones políticas se mezclaron bajo el principio de que la confusión producida por esta amalgama en la opinión pública terminaría generando dividendos favorables al posible candidato. Este escenario se multiplicó prácticamente en todos los niveles y ámbitos del gobierno, desde los municipios hasta las distintas ramas del gobierno federal.
La urgencia por ganar visibilidad positiva y por anticipar a los otros aspirantes a ocupar el cargo de marras produjo en los años recientes una creciente inversión publicitaria de naturaleza gubernamental en los medios, muy en particular en los electrónicos. Bastaba asomar la mirada a las pantallas de televisión o a las páginas de los diarios en cualquier parte del territorio nacional para cotejar las bondades de la publicidad oficial y para corroborar la personalización de la política como estrategia del gobernante en turno.
La popularidad fue intercambiada por el sentido de la eficiencia en los ámbitos de gobierno. Lo relevante no era hacer sino parecer o, mejor dicho, (a)parecer. Por eso, junto con los esfuerzos de promoción personal los actores del poder público pusieron un énfasis especial en la medición periódica de su imagen frente al sentir de la ciudadanía. Las encuestas —antaño relativamente escasas— se multiplicaron y se convirtieron en otro más de los espejos en los que el poder deseaba contemplar narcisistamente todo su esplendor.
Pero no habría que extrañarse. Lo que a final de cuentas se pudo palpar desde antes de que la contienda formal del 2006 arrancara fue, básicamente, ese fenómeno que en muchas latitudes se conoce como “mediatización de la política”.3 Es decir, la dependencia creciente de la acción política con respecto a los medios de comunicación, que en los escenarios democráticos (consolidados y emergentes) se alimenta del escándalo, de la idea de que la campaña es permanente, de la imagen y la personalización de la política, del intento por establecer las prioridades de la agenda informativa, y de los esfuerzos por incidir en la opinión de la ciudadanía.
La campaña del 2006 fue la corroboración de que la política mediatizada, con sus implícitos riesgos, había anidado en la incipiente democracia mexicana, con su endeble sistema de partidos y una cultura cívica plagada de contrastes y desigualdades. La espectacularización de la vida pública y las estrategias de mercadeo político encontraron un campo fértil en un entorno político en el que la liberalización informativa y la creciente competencia partidista se habían convertido en una realidad. Y en ese campo recién abonado fue posible desarrollar una de las campañas políticas más cuestionables desde 1988. Guerra de encuestas, guerra de spots, descalificaciones, despilfarro de dineros públicos en publicidad, injerencia abierta de gobernantes en las campañas, intervención de organizaciones corporativas y privadas en la lucha propagandística, difusión de rumores, y una exacerbada polarización ciudadana fueron el sello de la casa. El resultado: una elección que socavó la credibilidad de nuestra incipiente democracia y de las autoridades responsables de organizar y sancionar la propia contienda. De hecho, se puede decir que las autoridades electorales fueron rebasadas por el vértigo de las campañas, sin que al parecer pudieran restablecer la mesura necesaria. El saldo a todas luces fue deficitario para el futuro de la democracia mexicana.
El posicionamiento de los medios
Con el advenimiento del nuevo escenario de la política en México, desde hace poco más de una década, todos los actores de la vida pública iniciaron un proceso de reacomodo a las condiciones emergentes. Los medios no fueron la excepción. Por el contrario, si en algún territorio se evidenció el signo de los tiempos —los de la alternancia y la competencia partidista— fue en el de la comunicación. Además el proceso de liberalización informativa propio de las sociedades en transición, 4 se reflejó también en una centralidad acelerada de los medios en los juegos del poder. Sobre todo en relación con la televisión, la que amplió frente a los actores tradicionales de la política su margen de autonomía. La tradicional función de las empresas televisoras que se circunscribía a servir como caja de resonancia del poder en turno fue mutando ligeramente para convertirse en arena de confrontaciones entre las fuerzas políticas, sin que ello significara la renuncia a los propios intereses de las televisoras.
Fue así como la lucha por el poder y el ejercicio de gobierno sufrió un proceso intenso de mediatización. Y en virtud de concenello las formas tradicionales de articulación entre los medios y el poder político experimentaron mutaciones. La alternancia supuso nuevas maneras de relacionar a los medios con las audiencias y a éstas con el mundo de la política. Quizá lo más significativo de esta relación fue y ha sido, como ya se mencionó, la ampliación de los márgenes de autonomía que los actores mediáticos adquirieron de cara al poder público. Es decir, la intensificación de su condición de poderes fácticos.
Paradójicamente, la centralidad mediática en la arena pública mexicana ha crecido a la par del desprestigio de la clase política. De la misma manera en que, irónicamente, esa tendencia se ha empatado con un crecimiento acelerado de los gastos publicitarios de los actores políticos. Iniciativa realizada bajo el supuesto de que la visibilidad otorgada por los medios tarde o temprano genera réditos positivos o, al menos, la posibilidad de no subsistir en la marginalidad.5
Como sea, todo indica que el peso específico de los medios de comunicación —especialmente de la televisión y en menor medida de la radio— está vinculado al espacio que ocupan en la esfera pública nacional. Es decir, en el espacio en el que hipotéticamente debería coincidir la ciudadanía para analizar y discutir los asuntos que conciernen a todos y donde el resultado final debería ser el argumento más convincente, racionalmente hablando.6 Es un espacio propio de la sociedad civil en el que al decir de Vallespín, “los individuos, actuando como ciudadanos y formando el público, entablan una discusión racional subvertida del poder y del dinero sobre asuntos de interés general”.
Sin embargo, no es un secreto para nadie que la esfera pública de las democracias modernas está condicionada significativamente por los actores mediáticos quienes de una u otra forma pretenden orientar y fijar los términos del debate ciudadano y que tal condicionamiento ha sido juzgado de manera negativa. A los medios se les señala como una fuente importante de degradación de la esfera pública en las democracias contemporáneas.
De acuerdo con esta tesis, la degradación de la esfera pública se produce por factores tales como la creciente concentración de los medios en pocas manos —lo que atenta contra el acceso de la mayoría a la información y a establecer las prioridades del debate público—, por la banalización de la vida pública en los contenidos informativos, por la ruptura de las fronteras entre los público y lo privado, por el fomento al voyerismo y al escándalo político y por el énfasis otorgado a los factores emocionales por sobre los racionales entre las audiencias. Ésas son, precisamente, algunas de las tendencias observadas que han llevado a cimentar la idea de que los medios de comunicación con su actuación atentan contra la sustentabilidad democrática.
No obstante, los medios se han tornado imprescindibles y, en la misma medida, centrales en la vida cotidiana de millones de individuos. Su presencia en la sociedad no sólo es indiscutible sino en algunos casos abrumadora. México ejemplifica bien esta situación, muy en particular cuando el referente es la televisión. El nuestro es un país en donde sin importar el grado de desarrollo de las regiones y las localidades, su riqueza o su marginalidad, la televisión es prioritaria como servicio en el ámbito doméstico. Hasta el año 2005, las viviendas con aparato de televisión (91%) superaban a las que contaban con agua entubada (87.8%) y con drenaje (84.8%). En el mismo caso se encontraban las viviendas con refrigerador (79%) y con lavadora (62.7%). Y aunque las diferencias varían de acuerdo a las entidades, la tendencia prevalece lo mismo en Jalisco que en Oaxaca.7
A la vista de esta realidad se explica, también, la conformación de la “dieta mediática” de los mexicanos. Somos devoradores de contenidos televisivos de forma desproporcionada. Veamos. Se calcula que en los 28 principales centros urbanos del país en donde radica el 48% de la población y se concentra casi el 57% de los televidentes, el aparato televisor está encendido un promedio de ocho horas al día. Y si acaso esa vivienda cuenta con servicio de televisión restringida (26% de las viviendas), entonces el promedio se eleva a nueve horas 40 minutos por día. Cabría además señalar que en promedio cada uno de los hogares de esas zonas cuenta con dos aparatos de televisión. Los televidentes tienen un promedio de exposición individual de cuatro horas y media al día que suele incrementarse ligeramente cuando se cuenta con televisión de paga. En pocas palabras, los mexicanos asiduos a la televisión le dedican al medio la tercera parte del tiempo en que no están dormidos. No es un dato menor. Y aunque el volumen de la audiencia varía de acuerdo con los horarios y con las características sociodemográficas de la población, no hay momento del día en este país en el que se deje de ver televisión.8
Si se compara a la televisión con otros medios se manifiesta la centralidad de que goza la pantalla chica en el entorno de la comunicación social. Por ejemplo, en una entidad como Jalisco, mientras el 93.5% de la población afirma ser televidente, sólo 66.5% sostiene ser radioescucha. El escenario es aún más preocupante cuando la comparación se establece con el mundo de los medios impresos: 46% declara que lee revistas (de entre las cuales las más atendidas son aquellas que remiten al mundo de la televisión y del espectáculo), y apenas 32.6 % se confiesa lector de periódicos, ello sin considerar que los contenidos favoritos de los lectores de diarios son los deportes, el aviso de ocasión y los espectáculos. Además habría que tomar en cuenta que sólo 16% de ese 32% declara ser lector de todos los días.9 No sería descabellado imaginar que de una u otra forma estos datos repliquen la realidad de muchos rincones del país. Por eso al hablar de la centralidad de los medios en la vida pública mexicana es menester introducir los matices. Cada medio tiene un peso ponderado y específico. La televisión, hasta nuevo aviso, es reina incuestionable del territorio mediático nacional.10
A pesar del acelerado impacto social de las innovaciones tecnológicas, de la rápida penetración de internet en el escenario de la comunicación mexicana, la televisión mantiene su hegemonía en el mundo de los medios y en la sociedad en su conjunto. Hoy por hoy, es la más importante fuente de información y de entretenimiento de la mayoría de los mexicanos. En ella se condensan los principales nutrientes de la dieta simbólica de los habitantes de nuestro país, y de ella emanan las representaciones dominantes de la vida pública. Para la sociedad civil la televisión es la puerta principal de entrada a la esfera pública, a la zona de debate de los asuntos que conciernen a unos y otros. Para la sociedad política —como lo ha demostrado la experiencia reciente— representa la posibilidad de existir o, en su defecto, ser condenada a la marginalidad pública.
No obstante, más que por su capacidad de manipulación y de imposición sobre las audiencias, el poder de los medios —comenzando por la televisión— emana de su potencialidad para establecer las agendas de lo que presuntamente es relevante sobre lo que no lo es; surge también de la posibilidad de hacer visibles a los actores sociales y de la clase política o en su defecto de facilitar su desdibujamiento de la escena pública, y de servir como arena (interesada) de las confrontaciones de quienes aspiran al poder. Todo esto sin hablar del impacto económico y cultural que acarrea la actuación cotidiana de los medios.
Sólo en esa medida es que la mediocracia —sobre todo la que remite a la radio y la televisión— puede ser caracterizada. Y en México ese poder llamado fáctico opera en condiciones de privilegio. Se trata de un poder regido por leyes anacrónicas, dispuesto a utilizar su influencia y poder disuasivo (por ejemplo, el golpe de una campaña pública) para diseñar marcos normativos acordes a sus intereses particulares tanto en el ámbito estrictamente político como en el económico. El affaire conocido como Ley Televisa fue un verdadero paradigma de ese comportamiento. En México, el poder mediático de la televisión, y en menor medida de la radio, es además un poder altamente concentrado, oligopólico, y por tanto aún más riesgoso para la sociedad. La mediocracia, pues, está lejos de ser una quimera.
La reforma electoral: ¿El tiempo de los partidos?
A los medios de comunicación no se les puede responsabilizar por las iniciativas y las acciones emprendidas por los partidos políticos, que en el caso de la elección federal del 2006 derivaron en una campaña plagada de signos negativos para la democracia. Tampoco puede ignorarse que la “guerra sucia” y el manejo desaseado del proceso fueron ante todo una responsabilidad de las partes en contienda, ya fuese que asumieran una postura reactiva o una propositiva con el fin de llevar a cabo las cuestionables prácticas electorales. Los medios no son culpables de ello. Sin embargo, los medios supieron aprovechar las circunstancias y cosechar importantes dividendos políticos y económicos a partir del escenario que se construyó en la más polarizada, desaseada y conflictiva elección de los muy recientes tiempos de la democracia mexicana.
El escenario del 2006 facilitó una creciente subordinación o dependencia de los institutos políticos vis à vis la industria de las comunicaciones. Agudizó la mediatización de la política en una democracia que además de emergente puede calificarse en muchos sentidos como inmadura. Junto a ello, es evidente que un sistema de partidos endeble o si se prefiere en construcción sirvió de abono para imponer una lógica perversa en la contienda. Estar en campaña sin estar en los más importantes espacios mediáticos equivalía a bordar en el vacío. ¿Quién podría atreverse a semejante osadía? Ya estaba probado, además, que las prerrogativas otorgadas por la ley en este sentido serían insuficientes. No habría —y de hecho así se probó— mejor acceso a los espacios mediáticos y a la esfera pública del electorado que a través de la chequera propia y la de los amigos. El resultado: un despilfarro de recursos públicos, la intromisión de grupos de interés transgrediendo el espíritu de la ley electoral, y el debilitamiento de los partidos frente al poder de los medios. Nada más alejado del ideal de una democracia sustentable.
A partir de esas realidades, la iniciativa de reformar el marco legal electoral desde su base constitucional no puede ser más que bienvenida por quienes apuestan por la consolidación de la democracia en el país. En el terreno que concierne directamente a la comunicación mediada lo más trascendente de las reformas constitucionales atañen al derecho de réplica (artículo 6) y a las disposiciones para garantizar el acceso permanente de los partidos políticos a los medios (artículo 41). Dentro de éstas, sin duda alguna, los aspectos clave se refieren a la prohibición impuesta a los partidos y a particulares de adquirir o contratar tiempos en radio y televisión, en campaña o fuera de ella. De igual manera, la prohibición de la publicidad gubernamental en los tiempos de campaña viene a contrarrestar una de las prácticas comunicativas perversas que más conflicto generaron durante la pasada contienda presidencial.
Las reacciones y acciones emprendidas por los empresarios de la radio y la televisión a partir de la iniciativa de reforma electoral y con la redacción de la ley secundaria, no tienen precedente. Desde sus privilegiadas tribunas han pretendido denostar los cambios a la Constitución argumentando que detrás de estas reformas se manifiesta la instauración de un poder exacerbado de los partidos, es decir, de una “partidocracia”. Misma que atentaría contra las libertades de expresión y (sin explicitarlo) de comercio. Sin argumentos sólidos pero ampliamente difundidos, los concesionarios de la radio y la televisión han buscado sembrar en la opinión pública una semilla de desconfianza hacia los partidos mayoritarios del sistema político. Es una actitud riesgosa para la democracia en construcción. Como sea, la actitud de los concesionarios raya en una paradoja: acostumbrados a ser gestores del conflicto entre terceros, han terminado siendo parte fundamental del conflicto.11
Pero más allá de esa irónica situación, lo cierto es que tal actuación de los medios parece contravenir no sólo su pretendida naturaleza de partes “desinteresadas”, neutrales y objetivas en los juegos del poder, sino quizá lo más delicado es que busca socavar a través de la reiterada descalificación (“partidocracia”) un fundamento de la democracia moderna: la existencia de un sistema de partidos políticos maduro y sólido. Sin ser un poder institucionalmente legitimado por otras vías que no sean el rating y una mediana credibilidad en las audiencias, las cabezas de los medios —las televisoras— juegan un papel que rebasa por mucho su condición de agentes mediadores y de arenas públicas para el encuentro de terceros. Ello sin ignorar que su influencia se sostiene en la explotación de un recurso público concesionado.
Desde cualquier perspectiva es evidente que los partidos políticos, al menos en lo que concierne a las reglas de acceso a los medios han actuado responsablemente en el diseño de la reforma electoral. Edificar una barrera de contención a la lógica del dinero en la zona que más recursos absorbe durante las campañas (la propaganda) y extender tal barrera al financiamiento privado, contribuirá sin duda a neutralizar distorsiones que tarde o temprano atentan contra el sostenimiento de un sistema democrático viable. En este sentido, el argumento de los concesionarios en torno a la “partidocracia” no empata con una realidad incuestionable: la reforma, consensada por los principales partidos, los obligará a amarrarse las manos, a contener cualquier tentación de convertirse en organizaciones cautivas de otras lógicas (las mediáticas o las de cualquier poder fáctico) al precio que sea con el fin de obtener el poder.
No se trata pues de una reforma que excluya o limite la libertad de expresión, sino de una legislación que frena de tajo a la parte más perniciosa de los procesos electorales mediatizados. Esa zona que hace de la elección un simple juego de mercado, en donde el acceso a la esfera pública está directamente relacionado con la capacidad económica de los contendientes. En contraste, los partidos han optado por una solución que a ellos mismos puede afectar negativamente en determinadas coyunturas, pero que sin duda beneficia al sistema político en su conjunto. No queda claro en dónde se sostiene la “dictadura de los partidos” en este aspecto. Antes bien, subyace en la reforma emprendida una visión de Estado, una solución que rebasa los intereses particulares de uno u otro partido en beneficio de la colectividad.
Se afirma que a partir de esta reforma el ahorro económico será significativo.12 Si se consideran, por una parte, las limitaciones impuestas al tiempo de precampañas y de campañas, y se suma la imposibilidad de contratación de publicidad, más la reducción de la publicidad gubernamental durante esos periodos, entonces el resultado seguramente redundará en beneficio del ciudadano y de los contribuyentes en general. Ése sin duda será uno de los grandes aportes de la reforma. Pero junto con el aspecto financiero, el gran aporte de la reforma electoral —al menos esa parecería ser la apuesta— radica en la posibilidad de generar contiendas políticas que eviten, en lo posible, la degradación del entorno cívico. Campañas sustentadas menos en la descalificación del contrario y más en la calificación de las propias ofertas programáticas de los partidos. Ésa es la apuesta y la moneda está en el aire.
La lucha electoral del 2006 tuvo un sello característico en materia de comunicación: el spot se convirtió en el espacio privilegiado de la contienda. La preocupación de los partidos se centró mucho menos en pugnar por una cobertura equilibrada de los noticiarios (los que, por cierto, en términos generales no presentaron mayores problemas) pero sustancialmente más en adquirir espacios publicitarios para difundir sus campañas. Lo que observamos fue prácticamente la “spotización” de la política, con todas sus “bondades”: simplificación, manejo de emociones, el triunfo de la imagen por sobre las razones, etcétera. Observamos una orgía de mensajes propagandísticos que terminó por saturar al electorado y por rebasar cualquier control por parte de la autoridad electoral.
Las nuevas disposiciones de la Constitución evitarán que tal francachela se repita, pero los riesgos ahora podrían remitirse nuevamente, como hace tiempo, a los espacios estrictamente informativos. Ya se ha advertido, y no está de más enfatizarlo, que con la prohibición del mercadeo propagandístico se levanta el riesgo de gestar un “mercado negro” de la noticia, en donde por intercambio monetario encubierto o simplemente por simpatía, determinados partidos y candidatos reciban un trato preferencial en las noticias. El peligro no es menor. No olvidemos que ésa fue la situación que en su momento llevó a establecer como obligación de ley para la autoridad electoral el monitoreo de noticiarios de radio y televisión en todo el país. El monitoreo se pensó, así, como una forma de neutralización de los desequilibrios imperantes en la radio y la televisión.
No hay duda de que cualquier intento por regular los espacios noticiosos nos lleva a un terreno delicado y pantanoso. Aun en defensa del equilibrio (que no la objetividad) de la información, la sola idea de regular tal tipo de contenidos corre el riesgo de pisar zonas vedadas para el espíritu democrático. Todo indica que la legislación secundaria buscará conciliar la obligada libertad de los comunicadores con el sentido de la equidad que los espacios informativos deben manifestar. La tarea no será sencilla.
Pero cualquier instrumento regulador que la ley electoral vislumbre para contrarrestar los riesgos de un “mercado negro” de noticias e informaciones (por ejemplo, entrevistas exclusivas o coberturas privilegiadas) será insuficiente para garantizar el derecho a la información de la ciudadanía. Me explico. Las reformas constitucionales en materia electoral deben considerarse como una condición necesaria pero no suficiente en el complejo camino de la democratización de las comunicaciones en México. La neutralización de los sesgos en que puedan incurrir los medios radica en un espacio diferente a la estrictamente electoral. Depende en buena medida de la posibilidad de romper las tendencias monopólicas que predominan en la comunicación electrónica, de multiplicar las opciones de emisión, de abrir el mercado de la televisión a nuevos competidores, de apoyar a las organizaciones civiles y educativas para que se sumen a la oferta de contenidos informativos.
En pocas palabras, el mejor antídoto a largo plazo contra el “mercado negro” de la noticia y contra los desequilibrios informativos se encuentra en la eventualidad de una reforma legal paralela: la reforma de los medios y de las telecomunicaciones. Y el destino de esta reforma, al igual que sucedió con la electoral, está en manos del poder legislativo. La pluralidad mediática exige cambios en este terreno de la magnitud operada en la reforma electoral. La palabra la tienen los legisladores.
1 Cfr., Norris, Pippa (2000): A Virtuous Circle. Political Communications in Post Industrial Societies, Cambridge University Press, Cambridge; Paramio, Ludolfo (2000): “Democracia y ciudadanía en el tiempo de los medios audiovisuales”, Documento de trabajo 00-07, Unidad de Políticas Comparadas, CSIC, Madrid.
2 Cfr., Thompson, B. John (2001): El escándalo político. Poder y visibilidad en sufrió un proceso intenso de mediatización. Y en virtud de la era de los medios de comunicación, Editorial Paidós, Barcelona.
3 Cfr., Castells, Manuel (1999): “La política informacional y la crisis de la democracia”, en La Era de la Información. El poder de la identidad, vol. II, Siglo XXI Editores, México; también, Mazzoleni, Gianpietro y Shulz, Winifred (1999): “Mediatization of politics: a challenge for democracy?”, en Political Communication, vol. 16, julio-septiembre.
4 Cfr., O`Donell, Guillermo, Schmitter, C. Philippe y Whitehead, Laurence (1994): Transiciones desde un gobierno autoritario, Editorial Paidós, Barcelona; también, Chalaby, K. Jean (1998): “Political communication in presidential regimes in non-consolidated democracies”, en Gazzette, vol. 60, núm. 5.
5De acuerdo con información de Ibope y Advertising Age, en 2004 tanto la presidencia de la República como la Cámara de Diputados se encontraron entre las diez instituciones públicas y/o privadas que más gastos publicitarios erogaron en el país. Cfr., Advertising Age´s 20th Annual Global Marketers, noviembre, 2006.
6 Cfr., Vallespín, Fernando (1999): “Los desafíos de la democracia”, en El futuro de la política, Editorial Taurus, Madrid.
7 INEGI, Conteo Nacional de Población, 2005.
8 Jara Elías, Rubén y Garnica Andrade, Alejandro (2007): ¿Cómo la ves? La televisión mexicana y su público, Ibope-AGB, México.
9 Arredondo Ramírez, Pablo (2006): Encuesta Estatal sobre Medios y Audiencias en Jalisco, reporte de investigación, CUCSH-Universidad de Guadalajara.
10 De acuerdo con la Confederación de la Industria Mercadotécnica, la televisión concentró en 2004 el 70% de la inversión publicitaria en medios de comunicación.
11 Para una explicación conceptual de este proceso, cfr., Borrat, Héctor (1989): “El periódico, actor de conflictos”, en El periódico, actor político, Gustavo Gilli Editores, Barcelona.
12 Algunos cálculos hablan de que el ahorro derivado de la prohibición de contratar tiempos comerciales en radio y televisión podría llegar aproximadamente a tres mil 300 millones de pesos en los siguientes dos procesos electorales. Cfr., La Jornada, 13 de septiembre de 2007.
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