Ciertamente no es Hitler o Mussolini, pero es sorprendente la capacidad que tiene López Obrador para provocar ronchas a muchos ciudadanos, particularmente entre los sectores conservadores. Una y otra vez reaccionan de tal manera que terminan por vigorizar la figura pública de El Peje.
El spot de televisión transmitido en horario triple A en que se le compara a Victoriano Huerta, Pinochet y similar calaña por haber ordenado tomar el salón de sesiones de la Cámara, es tan desproporcionado y abusivo que ha resultado contraproducente. Para El Peje ha sido oro molido, pues confirma la noción de que existe una suerte de conspiración de odio en su contra. De verdugo del Congreso ha pasado a ser víctima de la derecha todopoderosa.
No coincido con varias decisiones de López Obrador y me parece que su estilo de liderazgo deja mucho que desear. Pero estoy convencido de que AMLO y las causas que representa son absolutamente indispensables para la salud de la República. Cada vez que el tabasqueño habla en contra de las instituciones y convoca a la movilización, una legión de analistas y comentaristas se queja de su irresponsabilidad y primitivismo político. Como si se tratase de una anomalía trasnochada en una sociedad democrática. “Hay problemas pero estos deben resolverse mediante el diálogo”, se dice; “los bloqueos y tomas de instituciones no caben en una sociedad con Estado de Derecho”, se afirma, con la convicción que sólo podría tener un alemán o un sueco.
El problema es que no vivimos en un Estado de Derecho, ni los problemas se resuelven con el diálogo, salvo que usted pertenezca al 20% de la población de mayores ingresos. Todos los días miles de mexicanos humildes son víctimas de tribunales y autoridades que operan a favor del poderoso o del que ofrece más. Háblenle del Estado de Derecho a Lydia Cacho, a las víctimas de Ulises Ruiz en Oaxaca, a los campesinos que suplican a un funcionario que ya vendió su caso. Más que un Estado de Derecho lo que padecemos es “el derecho al Estado” del que gozan algunos sectores privilegiados. ¿Cómo podemos hablar de “someterse al imperio de la ley” cuando los que se enriquecieron con el Fobaproa, el mayor robo en la historia de la Nación, lo hicieron legalmente? La reforma energética ofrece el mejor ejemplo. Si López Obrador y sus contingentes no hubieran irrumpido con sus sudores y malas maneras (cito a un crítico) la reforma habría sido acordada entre futuros beneficiarios, funcionarios federales y legisladores priístas. Fueron los gritos y sombrerazos, las denuncias fundadas e infundadas de El Peje, lo que obligó a definir esta reforma en un espacio verdaderamente público.
No sé si al final de todo esto tendremos una buena reforma, pero estoy convencido de que será mejor de la que podría haberse firmado tras bambalinas. En todo caso habrá de ser más representativa del sentimiento de la comunidad en su conjunto y mucho menos cupular de la que tenían cocinada. ¿Qué no trata de eso la democracia? Desde luego, los métodos de AMLO no son democráticos, pero son comprensibles si consideramos que los acuerdos “democráticos” son los que tienen que pasar y ser resueltos por Manlio Fabio Beltrones y Emilio Gamboa a partir de los intereses muy poco democráticos que ellos representan.
Insisto en que los mexicanos tenemos todo el derecho de desconfiar de la apertura al capital privado, habida cuenta de la cantidad de abusos que han generado privatizaciones y concesiones en el pasado. Eso no significa que debamos satanizarlas. Podrían ser la única solución para el quebranto energético que se avecina. Pero el Estado mexicano hasta ahora ha sido incapaz de impedir los excesos y abusos de los grupos privilegiados cada vez que ha abierto al mercado ámbitos de la esfera pública. No es posible encarar la apertura de Pemex sin antes agotar la discusión de las maneras en que habremos de asegurarnos de que no se multipliquen los Carlos Slim o Roberto Hernández, o peor aún, los Bribiescas. Que tome 50 días ó 100 ventilar estos asuntos es irrelevante si consideramos lo mucho que está en juego.
Es desagradable ver a los perredistas convertir la tribuna máxima en un tianguis. Pero, bien mirado, es un costo menor si ello obligó a examinar con atención el futuro del petróleo, nada más y nada menos que el mayor patrimonio de este País.
Hay un linchamiento mediático de López Obrador que muchos están “comprando”. Algunos se preguntan qué hacer con esta piedra en el zapato que constituye su movimiento. Yo diría que pese a su retórica y su populismo, López Obrador es imprescindible. No empareja el marcador pero impide la goliza. Lo peor que podemos hacer es pretender que la inconformidad social no existe. ¿Nos parecen de mal gusto sus expresiones? ¿Y de qué gusto son las inequidades e injusticias que padece la mitad más pobre del País? ¿Qué creíamos, que iban a votar cada seis años y sentarse a esperar a que llegue un empleo, un abogado honesto o un programa de Gobierno?
López Obrador no representa a los verdaderos pobres del País, se dice con frecuencia. Quizá. Pero canaliza la irritación que entre muchos mexicanos genera esa pobreza. Su desconfianza hacia la apertura al capital privado es la desconfianza de muchos. Antes de lincharlo y repudiar sus métodos habría que escuchar lo que nos está tratando de decir esa república olvidada que intenta hacerse presente.
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