El meollo del debate sobre la llamada “ley antitabaco” radica en la pregunta: ¿hasta dónde el Estado puede y debe regular decisiones estrictamente personales, como lo es consumir algún tipo de enervante? Dicen quienes se han opuesto a esta ley que el Estado no debe intervenir en decisiones que atañen estrictamente a un adulto. Dicha injerencia es en extremo paternalista, pues afecta la decisión individual sobre ciertos hábitos que pueden ser nocivos a la salud, pero se eligen libremente. Ante la dificultad de convencer a los ciudadanos de lo que les conviene o no, el Estado legislaría sobre costumbres perjudiciales al individuo común.
Un ejemplo típico es el uso obligatorio del cinturón de seguridad. Utilizarlo reduce dramáticamente los riesgos en caso de accidente. Pero no usarlo puede ser decisión de alguien a quien moleste en exceso el cinturón y prefiera asumir ese riesgo personal.
En una visión liberal, el Estado puede y debe informar, tratando de convencer a los ciudadanos de utilizar el cinturón (o abstenerse de fumar), pero por convicción, por decisión propia, sin coerción de por medio. Aceptar la tutela paternalista del Estado implicaría permitir una obligación legal de, por ejemplo, hacer ejercicio todos los días (el Estado diseñaría un plan a cada ciudadano, según su edad y estado físico), lavarse los dientes después de los alimentos, usar preservativos en relaciones poco confiables (y eventualmente en las confiables también, por si las dudas), ajustarse a una dieta saludable y nutritiva (nada de café ni alcohol, desde luego), diseñar las vacaciones a destinos seguros y confiables (según presupuesto), etcétera. Tal injerencia podría molestarle al ciudadano, pero según la doctrina paternalista se haría en su propio beneficio.
El Estado debe proteger al individuo de sí mismo. Por eso los fumadores se quejan de la intromisión del Estado al imponerles esta visión paternalista. A diferencia de, por ejemplo, el consumo del alcohol, el fumador daña a terceros en lugares cerrados. Entonces, la ley antitabaco en realidad no parte de una perspectiva paternalista, si bien existe la tentación de caer en ella, como lo sugiere el doctor Manuel Mondragón, secretario capitalino de Salud: “No nada más hay que decir ‘no fumes’, sino cómo yo (gobierno) también te puedo ayudar (¿obligar?) a no fumar” (6/IV/06, los paréntesis son míos).
En cambio, la doctrina paternalista sí está detrás de la prohibición para consumir otro tipo de drogas diferentes del alcohol, el tabaco o el café. El paternalismo inspira la prohibición legal al consumo de marihuana, cocaína, heroína, ácidos y otras drogas. Muchas de ellas, sin duda, son sumamente destructivas, psicológica y físicamente, pero, ¿no debiera el individuo decidir qué consume o no? Al prohibirlo el Estado, ¿no está invadiendo el círculo de la libertad individual de un adulto? Algunas de esas drogas se asemejan al tabaco, dado que pueden afectar a terceros (cuando se fuman, por ejemplo), pero otras se parecen más al alcohol —también una droga muy destructiva— en tanto su consumo sólo daña al consumidor.
En apego a la doctrina liberal del Estado, se debiera permitir el consumo de drogas, con la limitante de no hacerlo en lugares públicos cerrados (cuando se fuman, como el tabaco). Y sabiendo que son perjudiciales para quien las consume (unas más que otras, sin duda), entonces el Estado debiera dedicar un gran esfuerzo y presupuesto a informar, prevenir, convencer, a los individuos, de no recurrir a ellas, en vez de intentar (además infructuosamente) obligarlos por la fuerza de ley a no consumirlas. A menos que se considere a los individuos de cualquier edad como eternos niños, en cuyo caso el Estado debiera regularles toda su vida (como se dijo antes).
Desde luego, el daño que provocan ciertos narcóticos (incluidos el tabaco y el alcohol) puede ser de tal magnitud que, si de verdad la prohibición legal impidiera eficazmente su consumo, dicha regulación bien podría aceptarse como una justificada salvedad a la doctrina liberal del Estado y la sociedad.
Pero resulta que la prohibición no impide ni resuelve el consumo ni la adicción de esos narcóticos. Y entonces el problema no es sólo doctrinario (aunque también lo es), sino de utilidad práctica. Lo único que deriva de la prohibición al consumo de drogas es la creación de un nuevo problema, monumental en comparación con el de las adicciones en sí.
La adicción a las drogas prohibidas afecta a un número relativamente pequeño de la población (y a sus familiares, no física, pero sí socialmente). En cambio, la persecución legal al narcotráfico (y sus derivados, como el crimen, la violencia, la corrupción y el debilitamiento de las instituciones) perjudica a sociedades enteras. La enorme rentabilidad de esa actividad —que no sería tal de no existir la prohibición legal— hace además imposible impedir la producción, la comercialización y el consumo de los enervantes ilícitos. Por eso ese negocio no se acaba aunque el Estado registre algunas victorias, tan limitadas (en términos relativos) como pírricas.
El pretendido remedio a la adicción de narcóticos, en este caso más que en ningún otro, resultó peor, pero mucho peor, que la enfermedad. Por ejemplo: mueren muchísimos más ciudadanos en la lucha en contra del narcotráfico —hay que ver nuestras propias cifras— que por el consumo de drogas en sí mismo.
Por supuesto, abandonar el paternalismo en este asunto sólo sería posible a nivel internacional, o al menos hemisférico. Pero me interesa al menos destacar el enorme daño que en este tema supone abandonar la doctrina liberal de la sociedad (de la que estoy convencido), para aplicar la del paternalismo estatal.
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