25 de abril de 2008

País de topes múltiples

José A. Crespo

En México tenemos una cultura que rinde pleitesía a toda índole de topes y obstáculos, mismos que en parte explican nuestro rezago en varios ámbitos. Hace semanas apareció una nota que, si bien no tiene la misma trascendencia que otros temas de la cargada agenda actual, refleja un problema de fondo. Relata cómo en la ruta de evacuación en las faldas del Popocatépetl, es necesario recorrer tramos de terracería, entre hoyos y baches, que no permiten una velocidad mayor a los 40 kilómetros por hora y, además, está obstruida por 200 topes, algunos de hasta 37 centímetros de altura. De modo tal que, lo reconoce Protección Civil, en una situación de emergencia los autos que respetaran los topes fácilmente podrían ser golpeados por otros vehículos. Un diseño absolutamente irracional. Este absurdo vial prevalece, no sólo en ese tramo en particular, sino prácticamente en todo el país, cruzado a lo largo y ancho por topes de todas variedades, alturas, materiales, tanto en calles sin asfalto como en vías de alta velocidad. Desde hace mucho me ha intrigado esta peculiaridad de nuestra cultura, que no se ve en otros países, ni siquiera los del tercero o cuarto mundos.


¿Cuál se supone que es la racionalidad de los topes? Que los autos no vayan muy aprisa, y así evitar accidentes. Suena lógico y la mayoría de la población da por válido eso. Lo que implicaría que, dado el número de topes que pueblan nuestro territorio, el número de accidentes y atropellos debería ser muy inferior al registrado en el resto del mundo, que casi no tiene topes. No hay nada que así lo demuestre. En cambio, los topes no visibles (lo mismo de noche que de día), los que están en vías de alta velocidad o los que se interponen en una ruta de evacuación (como la del Popo), tienden a provocar, más que a evitar, accidentes. Los topes constituyen pequeños retenes que castigan a los automóviles transgresores, dañándolos (así como la retina de sus conductores) y generando más tráfico del necesario. Varias calles de la capital tienen un flujo aceptable (en ciertas horas del día, por supuesto) hasta que aparece un tope (lo cual no exige mucho tiempo). Entonces se forma una fila de vehículos, cada uno de los cuales tomándose varios segundos con el fin de atravesar el obstáculo, sólo para encontrarse a pocos metros con un nuevo tope, que provoca otro pequeño pero absurdo atasco vehicular.

Su presunta racionalidad mengua también cuando los vemos en caminos que no se pueden recorrer a más de 20 kilómetros por hora. Preferible poner un tope más, antes que tapar múltiples baches que también son parte de nuestra cotidianidad vial. De hecho, es permitido y hasta bien visto que los particulares levanten topes. Cada ciudadano se siente más seguro si su calle está “protegida” por topes en cada esquina o, mejor aún, frente a su casa. Por eso están en todos lados. Poco falta para encontrar topes también en las pistas de nuestros aeropuertos.

Más allá de la irracionalidad específica de los miles (o millones) de topes que entorpecen nuestros caminos y calles, el problema radica en lo que reflejan en términos idiosincrásicos; ¿qué clase de país incurre en semejante despropósito sin percatarse de ello?, ¿por qué en otros países no ocurre lo mismo?, ¿cuál fue el origen de la cultura del tope en México?, ¿por qué prendió con tanto entusiasmo tan obstructiva práctica? He ahí un reto para algún antropólogo social (quizás extranjero, pues los mexicanos probablemente verán el fenómeno como una práctica normal y hasta inteligente). Lo malo no son los topes físicos en sí, sino la cultura que los genera, pues topes semejantes se hallan también en otros ámbitos sociales: en la economía, el comercio, la educación, la política, la información, la ciencia, la justicia, la administración pública o la organización energética. Topes burocráticos, institucionales, legales, políticos e ideológicos que, como los callejeros, se legitiman a través de una extraña racionalidad, pero terminan generando lentitud, parálisis, impedimentos de mil tipos, obstáculos que entorpecen la fluidez social.

Los topes callejeros parecen hechos ex profeso para obstaculizarnos a nosotros mismos, generando un tránsito menos fluido y más accidentado (contrariamente a su propósito declarado). Parecería que igualmente los múltiples topes legales, burocráticos, económicos, administrativos y políticos son levantados para bloquearnos tanto como sea posible. Eso lo hacemos muy bien, provocando la parálisis del país, el empantanamiento y el rezago que padecemos. Ese es el problema de fondo. Así, los topes no sólo están en las calles y avenidas. Están en nuestra vida cotidiana, en nuestra vida pública, en nuestra cultura, en nuestra esencia nacional. Topes mentales que se caracterizan por tomar como algo perfectamente racional, lógico y explicable, procesos y costumbres que esencialmente no lo son.

Probablemente por esa cultura del bloqueo es que, al adoptar modelos que en otras latitudes funcionan razonablemente bien, aquí los desvirtuamos en un santiamén. O si diseñamos un esquema novedoso y funcional, no pasa mucho tiempo antes de que nuestros topes mentales se materialicen para impedir que cumplan su propósito original. Dos ejemplos de muchos, a) el IFE funcionó muy bien desde 1994, ante lo cual los partidos decidieron rebajarlo dramáticamente en 2003. b) El sistema electoral había hecho grandes avances, que por tanto había que frenar, como lo hicimos en 2006, para regresarlo varios años atrás. De modo tal que nuestro lema nacional parecería ser: “Si algo funciona bien, es porque algo anda mal”. Y acto seguido, le ponemos una zancadilla, levantando topes donde no los había.

1 comentario:

Anónimo dijo...

que chingue a su madre el puto gobernador de jalisco el cavernal y todos sus pinches secuaces rateros mochos anticondones pero defensores de pederastas