Me parece sumamente reprobable e injustificable el bloqueo parlamentario que hacen los legisladores del FAP. Por más importante que sea el tema del petróleo (que lo es), no creo que ello autorice a pasar por alto el entramado institucional. Una institucionalidad, es cierto, poco creíble y sumamente deficiente, pero que puede y debe ser mejorada dentro de sus propios cauces (algo no fácil, pero tampoco imposible). En todo caso, la anarquía o la dictadura son opciones infinitamente peores. Pero muchas de las interpretaciones sobre ese bloqueo me parecen desproporcionadas. Y es que si bien los furibundos detractores de Andrés López Obrador lo acusan (con razón) de maniqueo, su discurso cae frecuentemente en el mismo maniqueísmo que condenan. Los radicales de cada bando se parecen más de lo que suponen. Así, si bien es un despropósito comparar a los senadores del FAP con Belisario Domínguez y afirmar que con la reforma energética seremos de nuevo una colonia, como lo afirma López Obrador, igualmente lo es comparar la toma de tribunas con los cierres del Congreso ordenados por Hitler o Mussolini.
En países políticamente desarrollados de vez en vez también ocurren camorras legislativas, pero suele haber mayor serenidad y moderación en la forma de interpretar los hechos. Por ejemplo, hace 12 años, durante una visita a Japón, me enteré de que los legisladores de un partido opositor (no recuerdo cuál) se habían encadenado a las puertas del recinto legislativo (de la Cámara baja), lo que impidió la entrada a sus colegas. Mis anfitriones japoneses me explicaron que lo hacían para evitar que se discutiera y aprobara una reforma con la que no estaban de acuerdo (y que no podían impedir con sus pocos votos en la dieta). El conflicto duró varios días y pudo destrabarse con algún tipo de negociación. Seguí con interés el desenlace y no recuerdo que entre las condenas y los análisis hubiera quien comparara a ese partido con los militares que en 1938 inutilizaron políticamente a la dieta. Es que aquí somos muy dados al melodrama (de ahí el éxito de las telenovelas y los culebrones). No digo que no se trate de algo grave y reprobable, pero no me parece equivalente a un golpe militar de los muchos que registra nuestra historia. Así, Enrique Krauze (a quien respeto y aprecio, además de coincidir con él en muchos temas) ofreció un diálogo a sus pares del otro lado, pero no sin antes comparar la acción del FAP con la disolución del Congreso bajo Iturbide, Santa Anna y Huerta (equiparando indirectamente a sus colegas de hoy con quienes en su momento legitimaron aquellos golpes). Eso está bien para los yunques, pero ¿Krauze? ¿Así se allana el terreno para un diálogo sereno y razonable como el propuesto por el historiador? No parece.
Las necesarias y útiles comparaciones históricas entrañan el riesgo de traspolar indebidamente las circunstancias y llevar demasiado lejos los paralelismos. Me parece por ejemplo tan excesivo acusar de nazis a los frentistas como hacerlo con los panistas (incluso, los tentados a desenfundar su pistola para hacer prevalecer el orden). No porque no haya en uno y otro lados huevos de serpiente que justo se incuban en la polarización, sino porque parece que ya se nos olvidó lo que en realidad significó el nazismo. En todo caso, y ante el riesgo de incurrir también en un exceso, el bloqueo parlamentario a propósito de un tema que el FAP considera ontológicamente inmutable, me recuerda los cercos y amagos al Congreso en 1838, provocados por algunos legisladores “nacionalistas” durante la Guerra de los Pasteles. El gobierno mexicano se había negado a pagar una suma que le pareció injusta para indemnizar a ciudadanos franceses afectados por nuestras permanentes reyertas. Por lo cual la escuadra francesa bloqueó varios meses Veracruz y nos causó grandes pérdidas comerciales. Una vez derrotados militarmente, conforme se prolongara el litigio, tendríamos que cubrir una indemnización mucho mayor que la original. Y ya no había forma de ganar esa guerra. Por lo cual, el gobierno y varios legisladores consideraron prudente mejor pagar, antes de que siguiera subiendo el costo de la compensación. Pero eso desató una ola patriotera en la que diversos legisladores se negaban a ceder. Era preferible derramar hasta la última gota de sangre mexicana que sufrir la humillación de la derrota (no había de por medio, como sí ocurrió después, la propiedad del territorio ni un imperio impuesto desde Europa). Incluso, los legisladores “nacionalistas” amenazaban con una revolución si el gobierno aceptaba pagar a los franceses. Y convocaron a sus adeptos a rodear el Congreso para intimidarlo. Uno de los patrioteros amenazó a un diputado que favorecía el pago: “Sepa usted que todos perecen si no se niegan a las pretensiones de los franceses”. El gobierno titubeaba, pero, pese a la “presión patriótica” contra el armisticio, finalmente decidió saldar cuentas con Francia y terminar con tan absurda situación. Sólo que, según Francisco Bulnes, en lugar de 200 mil pesos que originalmente pedían los franceses, tuvimos que pagar casi siete millones de pesos, sin contar las pérdidas comerciales por los meses de bloqueo portuario. Un nacionalismo mal entendido, dogmático al grado de impedir una reflexión racional de lo que más convenía al país. Aunque aquel episodio histórico tampoco es idéntico a la crisis actual, y el paralelismo pueda resultar excesivo, al menos parece menos extravagante que hacerlo con la disolución del Congreso por Huerta o Hitler. El caso es que traemos el melodrama en la sangre, qué le vamos a hacer. Un dramatismo malsano que abona el encono y la inestabilidad. De hecho, la actual rijosidad es en buena parte consecuencia de las campañas de lodo de 2006.
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